Claire Legendre - El nenúfar y la araña

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Te dan miedo los diagnósticos; por eso inventas tu propia enfermedad. Tienes miedo a las arañas, al desorden, al vacío. Miedo a la traición, al abandono, al ridículo. Dejas de fumar, evitas volar, enamorarte o acercarte a un balcón. «Seguro que hay que sentirse de veras en peligro para que el miedo a morir supere al miedo a vivir». El nenúfar y la araña es un relato literario y autobiográfico que explora los síntomas, las raíces y la génesis del miedo y de la angustia, desde la más íntima hasta la más universal. En este libro profundo y ágil, elegante y salpicado de ironía, Legendre desmonta a lo largo de sus cortos capítulos —que son también fragmentos de vida— los mecanismos psicológicos, físicos y sociales asociados a la angustia que provoca la imposible necesidad de tener el control.

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Es aquí donde escuece la herida: ser Dios en los libros te formatea el espíritu con tal eficacia que después resulta insoportable no serlo en la vida: cómo decidirse a aceptar no saber de antemano el sentido y el devenir de las cosas. Cuando mis padres me llamaron Claire corrieron un riesgo. Durante toda mi infancia se me contó la siguiente historia: me llamaba Claire (Clara) pero nací con la cara roja y el pelo muy negro. Durante seis meses fue así, y la vecina decía: «Tendríais que haberla llamado Morena». Con el paso del tiempo se me cayó el pelo y brotó nuevo, de un rubio profético, de un rubio milagroso. Al final, la naturaleza quiso darle la última palabra a esos padres desamparados que a partir de ese momento podrían vacilarle a la vecina. ¿Ha visto usted qué ojos verdes? Y qué piel más blanca.

En un libro es fácil: sueño con una heroína graciosa, de ánimo sereno y paciencia de ángel, la bautizo Constance y hala: ya está ahí.

El dolor

Todos los días intento darle un sentido a unos acontecimientos que todavía no lo tienen. Me falta paciencia. Al principio, cuando me encontré en Canadá, me sentía desgraciada y no comprendía qué había venido a hacer aquí. Empezó a dolerme todo y poco a poco me hice a la idea de que quizás había venido a morir, después de lo que me había ocurrido en el país anterior, donde mi vida se había hecho pedazos; de ese modo todos aquellos dolores adquirirían un sentido. Un sentido preciso que había que asignarles desde ese momento, si no quería que me cogiese por sorpresa a la orilla del bosque. Construí la convicción de que iba a morir aquí; antes de que se perfilase la enfermedad, me la inventé. Me la inventé para ser su autora; así, si esa enfermedad existía, al menos no se impondría, sino que sería mi obra. De ese modo tendría el espejismo de controlarla. Quizá me haría menos daño si no era una perra artera que se colase a mis espaldas. Así que casi le di un nombre, le encontré causas y síntomas. Todo era lógico y encajaba perfectamente.

El dolor es real. No se inventa uno el dolor. Sin embargo, es sin duda la clave de la hipocondría; el dolor es tanto agente como objeto. Él me mueve tanto como yo lo muevo a él.

No me dejo engañar por el dolor: me conozco. Al mismo tiempo que adapto mis síntomas para hacer de ellos un puzle implacable, soy bien consciente de estar inventando. Sé que probablemente la enfermedad es una creación de mi espíritu. Pero denunciarla como tal es quedar a su merced. Así que la cultivo y la tengo bajo control.

Una enfermedad de moda

Diciembre de 2009. Hacía dos meses que podía concentrar mi hipocondría en el miedo a la gripe A. Había matado poco, pero acababa de enterarme de que se había llevado al novio de una cantante francesa que había anulado su concierto en Praga. Y he aquí que la embajada de Francia me proporcionaba una ocasión excepcional de sacudirme mis miedos: se había organizado una sesión de vacunación en grupo el sábado y el domingo, en el gimnasio del liceo francés, sólo para nosotros, los ciudadanos franceses de la República Checa, que no habríamos contado con esa oportunidad en la metrópolis. En fin, que había decidido ponerme la vacuna y desembarazarme de mis miedos —saboreando por adelantado la delicia que supondría no tener miedo a nada—. Al acercarse la fecha, sentí que mi entusiasmo vacilaba: mi vieja otitis praguense había vuelto a la carga, había retomado mi tratamiento antialérgico, tenía un poco de fiebre y mis lecturas en internet con respecto a los efectos secundarios de la vacuna que Francia destinaba a sus expatriados, Focetria, no hacían más que multiplicarse:

«Muy frecuentes: dolor, induración, enrojecimiento e hinchazón de la piel en el lugar de la inyección, dolores musculares, dolores de cabeza, sudores, fatiga, malestar, escalofríos.

Frecuentes: equimosis en el lugar de la inyección, fiebre y náuseas.

Poco frecuentes: síntomas parecidos a los de la gripe.

Escasos: convulsiones, ojos hinchados y anafilaxia».

Dicen que los efectos secundarios se agravan potencialmente al vacunar a un sujeto ya enfermo. La idea de que me inyectasen clara de huevo al aceite de hígado de tiburón aromatizado con virus H1N1 muerto me helaba la sangre. Camino al liceo la cabeza me daba vueltas, pensaba en Sarkozy, a quien le dan miedo las inyecciones, y también en mi amiga A., que se cae redonda cada vez que le sacan sangre. Visualicé el momento en que me desplomaría mientras me ponían la vacuna. En el interior del gimnasio había muchas caras conocidas, y fui recobrando valor. Cuando me encontré delante del médico, me miró la garganta y dijo con voz checa, suave y definitiva: «No, no está bien para la vacuna». Me preguntó qué medicamentos estaba tomando y sacudió la cabeza: «No, lo siento». Me sentí revivir, como un exento del servicio militar. Me dieron ganas de abrazarlo. Y luego, poco a poco, sentí renacer el miedo original: el de pillar la gripe.

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