Daniel Goleman - Inteligencia social

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Tras el éxito fulgurante de
Inteligencia emocional, un fenómeno editorial con más de 5 millones de ejemplares vendidos en todo el mundo, Daniel Goleman emprende ahora una revolucionaria síntesis de los últimos descubrimientos en biología y ciencias del cerebro.Inteligencia social revela que estamos programados para conectar con los demás y que nuestras relaciones tienen un impacto muy profundo en nuestras vidas. El trato diario con nuestros progenitores, parejas, jefes, amigos, e incluso extraños, conforma nuestro cerebro y afecta a todas las células de nuestro cuerpo hasta el nivel de los genes. El hallazgo fundamental que Goleman aporta, con su habitual amenidad y rigor, es que estamos diseñados para ser sociables, y que participamos constantemente en un ballet neuronal que nos conecta, de cerebro a cerebro, con quienes nos rodean.Las relaciones interpersonales poseen un impacto biológico de largo alcance porque afectan a las hormonas que regulan tanto nuestro corazón como nuestro sistema inmunológico, de modo que las buenas relaciones actúan como vitaminas, y las malas, como venenos.Goleman explica la sorprendente fiabilidad de nuestras primeras impresiones, explora el carisma, afronta la complejidad de la atracción sexual; describe también el lado oscuro de la inteligencia social, desde el narcisismo al maquiavelismo y la psicopatía.¿Existe una manera de educar a nuestros hijos para que sean felices? ¿Cuál es la base de un matrimonio creativo? ¿Cómo pueden los empresarios y los maestros instruir a quienes les siguen? ¿Cómo lograr que grupos divididos por prejuicios y odios lleguen a vivir en paz? El autor comparte sus investigaciones con una gran convicción: los humanos tenemos una predisposición natural para la empatía, la cooperación y el altruismo. Lo único que necesitamos es desarrollar la inteligencia social.

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Los sentimientos que se mueven entre los miembros de un grupo pueden sesgar el modo en que procesan la información y llegar a influir, en consecuencia, en las decisiones que acaben tomando. 37Y esto implica que cualquier grupo que pretenda llegar a una decisión conjunta haría bien en no centrar exclusivamente su atención en el contenido de lo que se dice y en tener asimismo en cuenta las emociones compartidas.

Esta convergencia sugiere la existencia de un magnetismo sutil e inexorable, un impulso que se asemeja a la gravedad y lleva a las personas que se hallan estrechamente relacionadas –ya sea familiares, amigos o compañeros de trabajo– a pensar y sentir de manera parecida sobre ciertas cosas.

4. EL INSTINTO DEL ALTRUISMO

Una tarde en el Princeton Theological Seminary, cuarenta estudiantes en prácticas aguardaban para pronunciar un breve sermón del que posteriormente serían evaluados. A la mitad de ellos se les había asignado temas de la Biblia entresacados al azar, mientras que la otra mitad debía hablar de la parábola del Buen Samaritano, que se detuvo a socorrer a un menesteroso con el que tropezó en su camino y al que ignoraban personas supuestamente más “piadosas”.

Cada quince minutos, uno de los seminaristas debía dirigirse al edificio en el que tenía que pronunciar su sermón, sin saber que estaba participando involuntariamente en un experimento sobre el altruismo.

Su camino pasaba necesariamente por una puerta en la que un pordiosero pedía limosna. Veinticuatro de los cuarenta estudiantes pasaron junto a él ignorándole sin que tuviera en ello la menor incidencia el hecho de estar pensando en la parábola del Buen Samaritano. 1

La investigación demostró la importancia que posee la variable tiempo, porque sólo uno de cada diez de quienes creían llegar tarde se detuvo, una proporción que fue seis veces superior entre quienes creían disponer de suficiente tiempo.

De las muchas variables que intervienen en el altruismo, el hecho de tener tiempo suficiente para prestar atención ha demostrado ser especialmente crítica porque, en tal caso, nuestra empatía aumenta y, con ella, también lo hace la probabilidad de establecer un vínculo emocional. Obviamente, las personas difieren en su capacidad, disposición e interés en prestar atención. No debe extrañarnos, por tanto, que el adolescente malhumorado que no presta ninguna atención a su madre regañona, esté charlando amable y atentamente por teléfono, al instante siguiente, con su novia. Por este motivo, los seminaristas que menos tiempo tenían fueron los más incapaces y menos dispuestos a prestar atención al mendigo porque, al hallarse sumidos en sus propios pensamientos, no sintonizaron con él y, en consecuencia, tampoco le brindaron su apoyo. 2

Es poco probable que, quienes viven en ciudades muy ajetreadas, adviertan, saluden y ayuden a las personas con las que se cruzan a causa de lo que se ha denominado el “trance urbano”, un estado de ensimismamiento en el que, según los sociólogos, tendemos a sumirnos para sustraernos del incesante bombardeo de los estímulos que nos rodean. Pero esa estrategia, obviamente, no sólo nos desconecta de las distracciones, sino también de las necesidades apremiantes de quienes nos rodean con lo que, como dijo cierto poeta, acabamos enfrentándonos «al bullicio urbano aturdidos y ensordecidos».

Tampoco debemos olvidar los muchos modos con los que la sociedad cierra nuestras ventanas sensoriales. Precisamente por eso, el mendigo que pide limosna en la calle de una ciudad no merece siquiera la atención de los peatones que, pocos metros más adelante, se detienen a escuchar y responder con solicitud a la mujer bien arreglada que pide firmas para una determinada causa política (aunque es obvio que las cosas pueden discurrir, dependiendo de nuestras simpatías, exactamente al revés). Resumiendo, pues, nuestras prioridades, nuestra socialización y numerosos factores psicológicos y sociales pueden llevarnos a prestar o no atención y determinar así, en consecuencia, nuestra empatía y las emociones que experimentamos.

El simple hecho de prestar atención establece una conexión emocional, pues en su ausencia la empatía es imposible.

CUANDO HAY QUE PRESTAR ATENCIÓN

Comparen ahora los acontecimientos que sucedieron en el seminario de Princeton con lo que me ocurrió a mí un buen día en el que, después de la jornada laboral, me metí en una boca de metro de Times Square de la ciudad de Nueva York sumido en el torrente de seres humanos que, como siempre a esas horas, baja apresuradamente las escaleras de cemento dispuesto a coger el próximo tren.

Entonces vi una imagen inquietante, en mitad de la escalera, yacía, inmóvil y con los ojos cerrados, un hombre desaliñado y sin camisa. Nadie parecía advertir su presencia y todo el mundo, ansioso por regresar a casa, le sorteaba saltando literalmente por encima de su cuerpo. Horrorizado, me detuve con el fin de ver lo que ocurría, y, en ese mismo instante, sucedió algo muy curioso ya que, de manera casi instantánea, un pequeño círculo de interesados se congregó a su alrededor. Entonces se desplegaron espontáneamente los emisarios de la misericordia, uno en dirección a un quiosco de perritos calientes para conseguir un poco de comida, otro en busca de una botella de agua y un tercero para buscar a un policía que, a su vez, solicitó por radio asistencia sanitaria.

A los pocos minutos, el hombre se había reanimado y aguardaba feliz la llegada de una ambulancia mientras comía un bocadillo. Entonces nos enteramos de que sólo hablaba español, no tenía dinero y había estado deambulando hambriento por las calles de Manhattan hasta acabar desmayándose en las escaleras del metro.

¿Qué fue lo que marcó la diferencia? Obviamente, el simple hecho de detenerme y prestar atención, lo que pareció despertar a los transeúntes de su trance urbano, captar su atención y movilizarles a la acción.

Qué duda cabe de que, en nuestro camino de regreso a casa, todos nos hallábamos, de un modo u otro, sometidos a los estereotipos silenciosos derivados de los centenares de vagabundos que, lamentablemente, pueblan las calles de Nueva York y de tantos otros centros urbanos modernos. Y es que los urbanitas acabamos enfrentándonos a la ansiedad que genera ver a alguien en una situación tan terrible desarrollando el reflejo de desviar nuestra atención hacia otra parte.

Creo que, en este sentido, mi propio reflejo se había visto afectado por un artículo que acababa de escribir para el New York Times sobre el efecto que el cierre de los hospitales psiquiátricos había provocado, convirtiendo las calles de la ciudad en una extensión del pabellón psiquiátrico. Para informarme sobre el tema había pasado varios días en una furgoneta con trabajadores sociales que se ocupaban de los vagabundos, llevándoles comida, ofreciéndoles refugio y persuadiendo a los muchos enfermos mentales que hay entre ellos –una proporción sorprendentemente elevada– de la necesidad de acudir a la clínica en busca de medicación. Ésa fue una experiencia que me permitió, durante unos días, contemplar a los vagabundos con ojos nuevos.

Otros estudios que han empleado también el paradigma del “buen samaritano” han puesto de relieve que las personas que se detienen a ayudar suelen hacerlo motivados por el malestar que esa situación les provoca y por una sensación empática de ternura. 3Y es que parece que la probabilidad de prestar ayuda aumenta cuando prestamos la atención suficiente como para sentir empatía.

Solamente ver a alguien echando una mano suele tener un efecto “edificante”, término con el que los psicólogos se refieren al efecto que provoca en nosotros la observación de un acto bondadoso. Esa inspiración es, de hecho, el estado que dicen experimentar emocionados –y aun conmocionados– quienes presencian una acción amable, tolerante y compasiva.

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