Lewis Carroll - Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas

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Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas: краткое содержание, описание и аннотация

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Alicia está tomando las lecciones del día en un jardín, junto a su hermana. El libro, aburridísimo, y sin imágenes, hace que desvíe la mirada. Es en este momento en que, de la nada, aparece un pequeño Conejo Blanco que, como muchas personas, parece que tiene mucha prisa. La curiosidad de Alicia es demasiada y decide perseguir al Conejo Blanco, sin imaginarse, todas las aventuras que le esperarían. Y, como dice la duquesa, «Aquí hay una moraleja…»

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Porque el Ratón se alejaba de ella nadando con todas sus fuerzas, y organizaba una auténtica tempestad en la charca con su violento chapoteo. Alicia lo llamó dulcemente mientras nadaba tras él:

—¡Ratoncito querido! ¡vuelve atrás, y no hablaremos más de gatos ni de perros, puesto que no te gustan!

Cuando el Ratón oyó estas palabras, dio media vuelta y nadó lentamente hacia ella: tenía la cara pálida (de emoción, pensó Alicia) y dijo con vocecita temblorosa:

—Vamos a la orilla, y allí te contaré mi historia, y entonces comprenderás por qué odio a los gatos y a los perros.

Ya era hora de salir de allí, pues la charca se iba llenando más y más de los pájaros y animales que habían caído en ella: había un pato y un dodo, un loro y un aguilucho y otras curiosas criaturas. Alicia abrió la marcha y todo el grupo nadó hacia la orilla.

Una carrera loca y una larga historia

El grupo que se reunió en la orilla tenía un aspecto realmente extraño: los pájaros con las plumas sucias, los otros animales con el pelo pegado al cuerpo, y todos calados hasta los huesos, malhumorados e incómodos.

Lo primero era, naturalmente, discurrir el modo de secarse. Lo discutieron entre ellos, y a los pocos minutos a Alicia le parecía de lo más natural encontrarse en aquella reunión y hablar familiarmente con los animales, como si los conociera de toda la vida.

Sostuvo incluso una larga discusión con el Loro, que terminó poniéndose muy tozudo y sin querer decir otra cosa que «soy más viejo que tú, y tengo que saberlo mejor». Y como Alicia se negó a darse por vencida sin saber antes la edad del Loro, y el Loro se negó rotundamente a confesar su edad, ahí acabó la conversación.

Por fin el Ratón, que parecía gozar de cierta autoridad dentro del grupo, les gritó:

—¡Siéntense todos y escúchenme! ¡Les aseguro que voy a dejarlos secos en un santiamén!

Todos se sentaron pues, formando un amplio círculo, con el Ratón en medio.

Alicia mantenía los ojos ansiosamente fijos en él, porque estaba segura de que iba a pescar un resfriado si no se secaba en seguida.

—¡Ejem! —carraspeó el Ratón con aires de importancia—, ¿están preparados? Ésta es la historia más árida y por tanto más seca que conozco. ¡Silencio todos, por favor! «Guillermo el Conquistador, cuya causa era apoyada por el Papa, fue aceptado muy pronto por los ingleses, que necesitaban un jefe y estaban desde hacía tiempo acostumbrados a usurpaciones y conquistas. Edwindo Y Morcaro, duques de Mercia y Northumbría...»

—¡Uf! —graznó el Loro, con un escalofrío.

—Con perdón —dijo el Ratón, frunciendo el ceño, pero con mucha cortesía—. ¿Decía usted algo?

—¡Yo no! —se apresuró a responder el Loro.

—Pues me lo había parecido —dijo el Ratón—. Continúo. «Edwindo y Morcaro, duques de Mercia y Northumbría, se pusieron a su favor, e incluso Stigandio, el patriótico arzobispo de Canterbury, lo encontró conveniente...»

—¿Encontró qué? —preguntó el Pato.

—Lo encontró —repuso el Ratón un poco enfadado—. Desde luego, usted sabe lo que lo quiere decir.

—¡Claro que sé lo que quiere decir! —refunfuñó el Pato—. Cuando yo encuentro algo es casi siempre una rana o un gusano. Lo que quiero saber es qué fue lo que encontró el arzobispo.

El Ratón hizo como si no hubiera oído esta pregunta y se apresuró a continuar con su historia:

—«Lo encontró conveniente y decidió ir con Edgardo Athelingo al encuentro de Guillermo y ofrecerle la corona. Guillermo actuó al principio con moderación. Pero la insolencia de sus normandos...» ¿Cómo te sientes ahora, querida? —continuó, dirigiéndose a Alicia.

—Tan mojada como al principio —dijo Alicia en tono melancólico—. Esta historia es muy seca, pero parece que a mi no me seca nada.

—En este caso —dijo solemnemente el Dodo, mientras se ponía en pie—, propongo que se abra un receso en la sesión y que pasemos a la adopción inmediata de remedios más radicales...

—¡Habla en cristiano! —protestó el Aguilucho— No sé lo que quieren decir ni la mitad de estas palabras altisonantes, y es más, ¡creo que tampoco tú sabes lo que significan!

Y el Aguilucho bajó la cabeza para ocultar una sonrisa; algunos de los otros pájaros rieron sin disimulo.

—Lo que yo iba a decir —siguió el Dodo en tono ofendido— es que el mejor modo para secarnos sería una Carrera Loca.

—¿Qué es una Carrera Loca? —preguntó Alicia, y no porque tuviera muchas ganas de averiguarlo, sino porque el Dodo había hecho una pausa, como esperando que alguien dijera algo, y nadie parecía dispuesto a decir nada.

—Bueno, la mejor manera de explicarlo es hacerlo.

(Y por si alguno de ustedes quiere hacer también una Carrera Loca cualquier día de invierno, voy a contarles cómo la organizó el Dodo.)

Primero trazó una pista para la carrera, más o menos en círculo («la forma exacta no tiene importancia», dijo) y después todo el grupo se fue colocando aquí y allá a lo largo de la pista. No hubo el «A la una, a las dos, a las tres, ya», sino que todos empezaron a correr cuando quisieron, y cada uno paró cuando quiso, de modo que no era fácil saber cuándo terminaba la carrera. Sin embargo, cuando llevaban corriendo más o menos media hora, y volvían a estar ya secos, el Dodo gritó súbitamente:

—¡La carrera ha terminado!

Y todos se agruparon jadeantes a su alrededor, preguntando:

—¿Pero quién ha ganado?

El Dodo no podía contestar a esta pregunta sin entregarse antes a largas cavilaciones, y estuvo largo rato reflexionando con un dedo apoyado en la frente (la postura en que aparecen casi siempre retratados los pensadores), mientras los demás esperaban en silencio. Por fin, el Dodo dijo:

—Todos hemos ganado, y todos tenemos que recibir un premio.

—¿Pero quién dará los premios? —preguntó un coro de voces.

—Pues ella, naturalmente —dijo el Dodo, señalando a Alicia con el dedo.

Y todo el grupo se agolpó alrededor de Alicia, gritando como locos:

—¡Premios! ¡Premios!

Alicia no sabía qué hacer, y se metió desesperada una mano en el bolsillo, y encontró una caja de confites (por suerte el agua salada no había entrado dentro), y los repartió como premios. Había exactamente un confite para cada uno de ellos.

—Pero ella también debe tener un premio —dijo el Ratón.

—Claro que sí —aprobó el Dodo con gravedad, y, dirigiéndose a Alicia, preguntó—: ¿Qué más tienes en el bolsillo?

—Sólo un dedal —dijo Alicia.

—Venga el dedal —dijo el Dodo.

Y entonces todos la rodearon una vez más, mientras el Dodo le ofrecía solemnemente el dedal con las palabras:

—Rogamos que aceptes este elegante dedal.

Y después de este corto discurso, todos aplaudieron con entusiasmo.

Alicia pensó que todo esto era muy absurdo, pero los demás parecían tomarlo tan en serio que no se atrevió a reír, y, como tampoco se le ocurría nada que decir, se limitó a hacer una reverencia, y a coger el dedal, con el aire más solemne que pudo.

Había llegado el momento de comerse los confites, lo que provocó bastante ruido y confusión, pues los pájaros grandes se quejaban de que sabían a poco, y los pájaros pequeños se atragantaban y había que darles palmaditas en la espalda. Sin embargo, por fin terminaron con los confites, y de nuevo se sentaron en círculo, y pidieron al Ratón que les contara otra historia.

—Me prometiste contarme tu vida, ¿te acuerdas? —dijo Alicia—. Y por qué odias a los... G. y a los P. —añadió en un susurro, sin atreverse a nombrar a los gatos y a los perros por su nombre completo para no ofender al Ratón de nuevo.

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