Sally Green - Los reinos en llamas

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La guerra se propaga como la pólvora y
Los ladrones de humo deberán enfrentarse a su mayor desafío.Mientras su padre, el rey Aloysius de Brigant, endurece su control sobre la meseta norte, Catherine envía a la guarida del demonio a su leal guardaespaldas, Ambrose, en una misión desesperada para interrumpir el suministro de humo. En Calidor, Edyon y Marcio hacen frente a un futuro en el que habrán de estar divididos y, entre tanto, atrapada en el mundo de los demonios, Tash lucha con los fantasmas de su pasado.Pero cuando la batalla por apoderarse de los reinos humanos alcanza su punto culminante, el reino de los demonios revela un último y terrible secreto con el poder de cambiar el curso de la guerra, y la historia, para siempre…

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La guerra no es un juego de pobres La guerra El arte de vencer M Tatcher - фото 3 La guerra no es un juego de pobres La guerra El arte de vencer M Tatcher - фото 4

La guerra no es un juego de pobres.

La guerra: El arte de vencer, M. Tatcher

¿El arte de la guerra? Tonterías.

La guerra no es arte, sino una serie de errores.

Reina Valeria de Illast

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HAROLD

CAMPO DE HALCONES, NORTE DE PITORIA

Una joven está sentada, inmóvil y silenciosa,

aguardando las órdenes del príncipe,

ella es serena, dócil y hermosa.

Canción tradicional de Brigant

Era una tarde gloriosamente cálida y soleada, y el joven príncipe Harold vagaba por el borde del bosque tarareando para sí, tratando de inventar más versos para una antigua canción.

La princesa aguarda, astuta y silenciosa,

lista para llevar a cabo un homicidio

Ella es desafiante, asesina y hermosa.

El príncipe Boris vigoroso y veloz cabalga.

su corazón atravesado por una lanza

al fin muerto.

Harold avanza a encontrar su futuro,

noble y atrevido

con el mundo a sus pies tendido.

Harold se detuvo y colocó el puño de la mano derecha a la altura del corazón, de la misma forma en que lo haría en la corte cuando se reconociera su nueva posición como heredero al trono de Brigant.

Con el mundo a sus pies tendido…

La antigua canción era sobre una joven pura que soñaba con que un joven le diera sentido a su vida. Boris a menudo la cantaba cuando bebía.

—Bueno, hermano, ciertamente nuestra hermana le ha dado más sentido a mi vida.

El rojo brillante de una diminuta fresa silvestre que crecía muy cerca de la tierra llamó la atención de Harold, quien arrancó el delicado fruto. Estaba deliciosamente dulce y buscó más; recogió los más maduros y pisoteó el resto. Avanzó hacia donde el sol daba pleno, fuera del bosque, y lamió el jugo que corría por sus dedos. Frente a él, el humo gris todavía persistía en el campo de batalla, sin lograr ocultar del todo los detritos de la guerra: cadáveres, caballos heridos y armas; lanzas clavadas en ángulos extraños, perforando la tierra quemada. Harold echó la cabeza atrás mientras cerraba los ojos, recibiendo el sol en el rostro, sintiéndose verdaderamente dichoso.

—¡Qué! ¡Hermoso! ¡Día!

Las palabras que acababa de gritar parecieron pender y vibrar en el aire inmóvil.

—Qué día tan glorioso —gritó de nuevo. Estaba asombrado, de todo: de su posición, de cómo se había materializado y de lo bien que se sentía.

Pero nadie respondió. Todo estaba en silencio, salvo por algunos chillidos lejanos: tal vez un hombre o un caballo malherido, aunque no parecía un ruido que pudiera provenir de ninguno de los dos.

En medio del campo de batalla había dos carretas quemadas: una, la que había transportado a la hermana de Harold, la princesa Catherine; la otra, al príncipe Tzsayn. Las mulas que habían tirado de las carretas también yacían allí, en posiciones contorsionadas, todavía enganchadas a los restos, una de ellas con la cabeza atrás y la crin titilando con pequeñas llamas, y la otra con una pata apuntando hacia el cielo. Harold había inspeccionado las carretas junto con su padre y Boris cuando fueron construidas. En aquel entonces, habían tenido un aspecto bastante impresionante, pero ahora, como todo lo demás, parecían pequeñas e insignificantes.

A través del campo, algunos soldados de Pitoria emergieron de entre el humo, caminando lentamente, con la cabeza baja, quizá buscando heridos. Uno de ellos miró intensamente a Harold.

Harold le devolvió la mirada. ¿Lo desafiaría este hombre?

No. Ya la atención del hombre había regresado al suelo mientras continuaba su lento avance junto con los otros soldados. Quizás habían pensado que Harold era uno de ellos, o tal vez ya estaban hartos de luchar. Pero en la mente de Harold aún persistía aquella inquietud de que tal vez lo vieran sólo como un chico de catorce años: no un soldado, ni una amenaza.

Ya verían. Muy pronto todos se enterarían.

Harold estaba sorprendido de qué tan buenos combatientes eran los soldados de Pitoria; habían ganado esta batalla con facilidad y pocas bajas. Había escuchado mientras su padre y su hermano planeaban el ataque de Brigant. Había intentado hacer una pregunta y Boris le había dicho, como de costumbre, “deja de interrumpir”, por lo que Harold se había sentado en silencio y empezado a planear cómo contrarrestar las tácticas simples del uso de la fuerza máxima que aplicaba su padre.

Lord Farrow, general de Pitoria, obviamente había considerado sus opciones. El padre de Harold había juzgado de forma completamente errónea a su enemigo, y había supuesto que Farrow, al no tener experiencia real en combate, sería fácil de derrotar. Harold había visto sólo por un instante a Farrow, durante las negociaciones para el rescate del príncipe Tzsayn. El Señor era vanidoso y codicioso, pero para Harold resultaba obvio que no era ni estúpido ni perezoso. Farrow había preparado el campo de batalla surcándolo con zanjas llenas de brea. Haberle prendido fuego al lugar —y a sus enemigos— había sido una forma sencilla para que Pitoria se deshi­ciera de sus oponentes. Es cierto que no se trataba de una verdadera victoria en realidad, puesto que la gente de Brigant había logrado retirarse, pero el punto es que los soldados de Pitoria habían controlado la situación. Una vez más, el rey Aloysius había subestimado a su oponente, tal como en la última guerra había subestimado a su hermano, el príncipe Thelonius, y una vez más se había arriesgado a ser visto como un tonto. Y Boris tampoco era mejor.

Tampoco había sido mejor.

Una sonrisa se asomó a la comisura de los labios de Harold.

—Mi padre subestimó a Pitoria y tú, queridísimo hermano, subestimaste a nuestra maravillosa hermana.

Harold había visto a Boris y Lang hablar con Catherine cuando ella estaba encadenada a la carreta durante el fallido intercambio de prisioneros. Incluso encadenada, Catherine lucía impresionante con ese vestido de seda blanca debajo de su bruñida armadura. Sin duda, Boris la había insultado, pero Lang había tocado el peto de Catherine, justo encima de los senos. Boris no debería haber permitido eso; Lang era un patán, un don nadie, y Catherine una princesa. Pero Lang ya estaba muerto. Y Boris también. Harold había tenido una visión perfecta de los momentos finales de Boris: la lanza volando desde la mano de Catherine, la fugaz mirada de sorpresa y de confusión en el rostro de su hermano. Harold casi había reído a carcajadas con esta imagen. Y luego vendría el deleite de ver a Boris caer, herido de muerte.

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