El “tema” también está ausente, porque a pesar de toda su estridencia y diversión –una miríada de fragmentos sobre personas que no pueden dejar atrás a John Reddy Heart–, Broke Heart Blues es una historia sobre la segregación económica y las clases sociales en Estados Unidos. Esto se vuelve más explícito en la sección final del libro, donde no hay capítulos: los compañeros de la clase de la escuela secundaria de Willowsville a la que iba John Reddy Heart se reúnen para realizar un inventario de los logros de cada uno y volver a entrar en contacto con el adolescente que llevan dentro:
Fue un tiempo delirante. Fue un tiempo profundo. Un tiempo para celebrar y pensar: “Es como si en lo profundo de mi corazón todos ustedes fueran yo”. Un tiempo para la risa y la gratitud. Un tiempo divertido… pero también trágico. Un tiempo que ninguno de nosotros olvidará.
E históricamente, algo que sucede una sola vez en la vida: nuestra trigésima reunión de la clase de la secundaria de Willowsville.
–¿Quién crees que faltará este año?
–¿Quién faltará o quién estará muerto?
–Muerto y faltar son lo mismo.
Así comienza Oates pícaramente, con un tono de burla dickensiano, el recuento de “un récord de ochenta y siete de nosotros de una clase en la que se graduaron ciento treinta y cuatro”, que convergen “el primer fin de semana de julio en el pueblo de Willowsville. Llegamos por avión, en auto, casi a pie”. Quizás el estilo de la prosa la incitó a recordar los propósitos de Dickens como un retratista de la clase social, pero aquí los impulsos satíricos de Oates ya no son amables. Clase es una especie de juego de palabra, aunque reunión no lo sea. Y lo que Oates nos entrega es una espantosa colección de niños pudientes que crecieron para ocupar su lugar en el orden establecido. Los pájaros que volaron de vuelta hacia sus mimosos nidos son “triunfadores de alto perfil”: un magnate del software, un renombrado criminólogo y asesor del fiscal general, una estrella de cine, el presidente de una universidad, un famoso escritor, un poeta exitoso, un humorista gráfico para el Washington Post, etcétera.
Las chicas en su gran mayoría han regresado como “valientes y sonrientes mujeres rubias con piernas fibrosas por el golf y antebrazos fláccidos, cuellos que en unos años más necesitarán habilidosos arreglos de bufandas”. Los chicos regresan, quizás, con “cabezas como bulbos sonrojados y lisos, ojos de ostra, abrigos sport color guinda y suéteres blancos de red”. Son “ rostros como almas perdidas que son tu propia alma… ¿sabes?”. Oates se divierte con todos ellos, especialmente con el poeta Richard Eickhorn, autor del poema “Felicidad: una elegía” (“Aplaudimos a Ritchie, estábamos orgullosos de Ritchie… ¡Estados Unidos necesita poetas!”) y la novelista Evangeline Fesnacht, autora de Crónicas de la muerte y ganadora de un premio nacional de literatura, cada uno de sus libros encuadernados “en rústica, por Dios” .
En la fiesta también se busca la distinción y se entregan premios (el cabello y la figura mejor conservados); el premio más controvertido es para “el individuo que hizo el uso más astuto de la ley de bancarrota desde la última reunión”. Solo una persona se queja por no haber sido invitada al asado del cerdo: “Es exactamente lo que los forasteros solían decir de Willowsville: ¡es una comunidad cerrada y privada! ¡Una comunidad de privilegios!”. El resto se involucra en un catálogo incesante de logros, hablando de forma vaga y despiadada sobre las difíciles vidas de los menos afortunados. La copresidente de la reunión dice, hablando con la misma voz que en su juventud: “Soy copresidente de este fin de semana y no voy a dejar que nada lo arruine. ¡Es nuestra vez número treinta, amigos! ”.
Los festejos hacen que un deck de secuoya roja colapse, poco después de la medianoche y, por un breve lapso, se esperan verdaderos daños. Pero lo más probable es que solo haya un divorcio.
Mack Pifer se consideraba hacía mucho tiempo un “jugador duro” en el competitivo mundo de las aseguradoras médicas de alto riesgo, y él y Millie habían soportado las adolescencias extendidas de tres niños típicamente estadounidenses, pero sus nervios estuvieron cerca de rompérsele en esta fiesta.
–Incluso si el deck no hubiera colapsado, era muy probable que los Pifer se separaran pronto. La forma en que Millie bailaba con algunos de los tipos… en la secundaria nunca se había comportado así. No era solamente que hubiera estado bebiendo, nuestra Millie era sexy .
A las cuatro de la mañana, llega el pedido de media docena de pizzas. Lo entrega “un chico de ojos negros y grandes con una camiseta de Cornell que pasó entre nosotros con una precaución cómica, como Odiseo descendiendo al país de los muertos”.
¿John Reddy Heart fue a la reunión? La novela se niega a decirlo con exactitud. Lo que el lector sí sabe es que él está presente porque ha sido invocado espiritualmente: todo Willowsville ha salido a cenar en su memoria, lo ha transformado en alguna forma de pornografía, incluso los distinguidos escritores: quizás especialmente los distinguidos escritores. Sus compañeros han hecho peregrinajes a sus antiguas casas y lugares favoritos, incluso a los lugares donde estacionaba su auto. Se han permitido estremecimientos grupales y suspiros de pena. Pero aunque efectivamente ha vuelto, nadie logra reconocerlo (ah, alegoría) y se va. Más tarde, se escucha el sonido de un golpe en la puerta sin contestar, el rugido de una motocicleta, y solo entonces algunos gritos desesperados de mujer. De forma más prosaica, hay un hombre de edad mediana con un traje de baño rojo sentado al borde de una piscina. Nadie puede identificarlo y no le cae bien a nadie.
En su catálogo de la parafernalia cultural, Broke Heart Blues tiene un toque de John Updike (el Updike de la saga de los conejos), y de hecho, Oates le ha dedicado a él este libro. Con su fantasía infernal y sus tonos contradictorios, tiene también un toque de Bertolt Brecht. Por cierto, hay bastante de Brecht en el llamado final de la novela a las personas que no vinieron a la reunión (chicos sin importancia, chicos invisibles, chicos más difíciles con vidas más difíciles), y el teatral grito final de “los extrañamos, pensamos en ustedes, queremos verlos otra vez, los amamos ” es conmovedor por su bulliciosa insinceridad típicamente estadounidense. El cierre es Oates en llamas y es posible que al terminar este libro complejamente ingenioso y desesperante, uno recuerde las más entrañables letras de Anderson y Kurt Weill que reflexionan sobre el abandono del hombre por parte de Dios: “Y estamos perdidos aquí en las estrellas…”. Joyce Carol Oates ha establecido el cosmos en Buffalo y le ha escrito su himno escolar.
(1999)
Las cartas que los escritores redactan cuando tendrían que estar escribiendo tienen un poco, pero solo un poco, de la satisfacción del arte. Salvas, bengalas de rescate, fantasías o reverencias: manifestaciones de una fase de descanso y relax literarios: el dulce “recreo” artístico. Aunque no son exactamente una conversación, mantienen la diversión y el consuelo de la charla. En general, anuncian las relaciones de un escritor con el mundo más allá de su trabajo y su deseo de organizar, nutrir y estar (al menos verbalmente) en ese mundo. Son siempre una función de la amistad. Generadas y condimentadas por las características específicas de una ocasión o de un público elegido, las cartas le otorgan a su escritor lo que una novela (o diario) no puede darle: la idea de un lector inmediato, íntimo, que no es uno mismo. Ah, la vida social. Las cartas pueden ser máscaras, escudos, piezas de ventriloquía o montajes teatrales de alguna clase, pero están al servicio de una relación de la vida real y no de una imaginaria. El escritor adopta una voz y un punto de vista para el consumo de una persona específica (aunque pasiva): un proyecto que hoy ha sido absorbido ampliamente por el email y la psicoterapia. En estos soliloquios, la vida es al mismo tiempo revelada y ocultada.
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