Alberto Vazquez-Figueroa - Montenegro
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Permanecieron allí un largo cuarto de hora, y cuando a duras penas treparon de nuevo a sus monturas no eran ya la feroz y animosa tropa de antaño, sino más bien un puñado de sudorosos, pálidos y desencajados guiñapos humanos que ni fuerzas tenían para espolear a sus asqueadas bestias.
El sube y baja de las cabalgaduras y su continuo bamboleo no constituía a buen seguro el mejor remedio para tan maltrechos vientres, y no fue por ello extraño que uno por uno se fueran deteniendo en sucesivas etapas, lo que frenó por completo la marcha.
–¡Sabotaje! –renegaba una y otra vez el indignado Pedraza–. Se trata, sin duda, de un sucio sabotaje.
–¡Y que lo diga, alférez …! –replicaba zumbón el de Úbeda, que no parecía perder su humor por ello–. El más sucio y maloliente sabotaje de que se tenga memoria. La mierda me llega al pecho.
–¡Calla o te fusilo!
Comenzaba a caer la tarde cuando coronaron a duras penas una alta colina al otro lado de la cual se extendía el mar, y lo hicieron a tiempo de descubrir la altiva silueta del «Milagro», así como las distantes figuras del grupo de tripulantes que se aprestaba a embarcar en dos lanchones el pesado contenido de las carretas.
–¡Al ataque! –ordenó el alférez, con apenas un hilo de voz–. Aún podemos detenerles.
–¡Un momento…! –protestó el vasco al tiempo que se acuclillaba una vez más–. Lo primero es lo primero.
Los demás le imitaron, y el desalentado Pedraza permaneció con la espada en alto, sin saber a ciencia cierta qué partido tomar, aunque insistiendo:
–¡Al ataque, he dicho! –repitió de mala gana–. ¿Qué dirán de nosotros si se llega a saber que los tuvimos al alcance de la mano y no les detuvimos…?
–Que somos unos cagones… –replicó Molina, jocosamente–. Y tendrán razón.
Por su parte, abajo, en la costa, el pequeño Haitiké fue el primero en descubrir las lejanas figuras de la colina, lo que hizo cundir el pánico hasta que se llegó a la conclusión –no sin sorpresa– de que permanecían absolutamente inmóviles.
–¿Pero son o no son soldados? –quiso saber doña Mariana–. Desde aquí no los distingo.
–Lo son –afirmó un vigía con fama de vista de lince–. Aunque muy bajitos.
–¿Bajitos? –se sorprendió la alemana.
–Enanos de largos brazos… –replicó el otro muy serio–. A no ser que estén agachados.
–¿Y qué pueden hacer agachados?
–Ni idea.
–Tal vez estén rezando antes de lanzarse al combate.
–No me parece que hagan eso exactamente –replicó el otro, aguzando aún más la vista–. Pero por si acaso lo mejor será apresurarnos.
Se encontraban ya a salvo, a bordo del navío, cuando el grupo de jinetes alcanzó por fin la orilla, donde, contra toda lógica, no hicieron ademán alguno de intentar agredirlos, sino que todos a una se introdujeron rápidamente en el agua, desnudándose y comenzando a frotarse la ropa con extraña fruición.
–Esto sí que no me lo esperaba –admitió don Luis de Torres, perplejo–. En lugar de soldados, nos mandan lavanderas. ¿Alguien entiende algo?
–Ni falta que nos hace –replicó la alemana–. ¡Capitán…: zarpamos!
–¡Zarpamos!
Levaron anclas y el hermoso navío tomó el viento de través, viró muy despacio y comenzó a alejarse mar adentro, ante la indiferente mirada de una malencarada soldadesca que tan solo parecía interesada en arrancar de sus cuerpos y sus ropas una densa e insoportable pestilencia.
Cienfuegos se acostumbró bien pronto a la extraña apariencia de Quimari-Ayapel, dado que en realidad las dos muchachas no ofrecían más diferenciación digna de ser tenida en cuenta que la producida por el hecho de que se habían adelantado a su tiempo, visto que el primer caso de hermanos siameses oficialmente reconocidos no saldría a la luz hasta tres siglos más tarde y al otro lado del planeta.
La convivencia con ellas le resultaba sumamente agradable, puesto que sus propias limitaciones físicas traían aparejado el hecho de que intelectualmente se las pudiese considerar muy avanzadas, en especial Ayapel, que daba continuas muestras de una agudeza y un ingenio auténticamente ilimitados.
Una y otra vez repitieron bajo las narices del gomero el sorprendente truco de licuar una esmeralda para volver a solidificarla minutos más tarde, sin que ni una sola vez consiguiera este averiguar de dónde diablos sacaban el verde líquido de olor a menta, ni cómo diantres se las ingeniaban para hacer que la primitiva piedra hiciese de nuevo su aparición como por arte de magia.
Pero si bien supieron guardar celosamente tan curioso secreto, no se comportaron de igual modo en lo referente a sus conocimientos del mundo en que vivían, ya que de alguna forma los pacíficos pacabueyes se habían esforzado por convertir a las dos hermanas en depositarias de la mayor parte de la sabiduría científica de su tribu.
Lo sabían prácticamente todo sobre cada árbol, cada planta y cada especie animal de su entorno, y demostraban una inusual habilidad a la hora de preparar pociones curativas o disecar un ave convirtiéndola en un objeto de adorno del que en cualquier momento se esperaba que comenzara a cantar o a poner huevos.
Pero lo que en verdad dejó perplejo al isleño fue el hecho de advertir cómo, una mañana, se presentaron ante él provistas de una especie de segunda piel, muy blanca y muy fina, que les cubría las manos hasta casi la altura del codo.
–¿Qué es eso? –quiso saber, desconcertado, sin atreverse ni siquiera a rozarlas.
–Kuitchú –fue la divertida respuesta de Quimari, que agitó la mano ante sus ojos burlonamente–. Lo utilizamos como protección cuando tenemos que tocar ortigas o plantas venenosas.
–¿De dónde lo habéis sacado?
Por toda respuesta le condujeron al pie de un alto árbol que crecía en un extremo de la pequeña isla y cuya corteza aparecía marcada por infinitos cortes del que iba manando una espesa y blanca savia que concluía por depositarse en una gran calabaza encajada entre sus raíces.
–Este es el árbol del kuitchú –señalaron–. Su sangre se espesa y constituye una magnífica protección que luego se quita fácilmente. ¡Ven! Prueba.
Intentó resistirse, pero Quimari le demostró de modo harto evidente cómo en un instante se desprendía sin problemas la gomosa resina, por lo que no pudo resistir la tentación de permitir que lo embadurnaran de igual modo para agitar luego las manos al viento hasta conseguir que la goma se solidificara.
–Resulta divertido –admitió–. Como guantes hechos a medida.
Ayapel, por su parte, había formado una pequeña bola de la misma materia, y tras ahumarla unos instantes sobre el fuego le mostró cómo saltaba y rebotaba enloquecida, con lo que estuvieron jugando como niños hasta el momento en que el excesivo calor impulsó al canario a despojarse de los guantes.
Se presentó entonces un problema con el que las indígenas no habían contado, y era que los vellos del peludo brazo de Cienfuegos habían hecho cuerpo con el caucho, por lo que los alaridos de este al arrancárselo resonaron sobre la quieta laguna espantando a las aves y obligando a reír a carcajadas a ambas hermanas.
Al final, el pobre pelirrojo se encontró con que le habían depilado de raíz hasta los codos, por lo que se pasó el resto del día y gran parte de la noche maldiciendo las ocurrencias de un par de locas que no parecían tener otra cosa que hacer que complicarle tontamente la vida.
Otro día advirtió que Ayapel rumiaba y rumiaba como una vaca aburrida, y aunque en un principio lo atribuyó a que tal vez masticaba un pedazo de carne seca, más tarde se alarmó al descubrir que lo que tenía en la boca era una pasta gomosa que, de tanto en tanto, se entretenía en estirar entre los dedos.
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