Se quedó en silencio, sorbiendo su cerveza.
—Hace unas tres semanas hubo un funeral aquí, de Charles Costa. ¿Te acuerdas de eso?
—Claro que me acuerdo. Sólo los números me dan dificultades.
—Perdón, no quise… Bueno, en cualquier caso, ¿trabajaron tú y Héctor aquel día?
—No, solamente yo. Fue un sábado por la tarde, y a Hec no le gusta trabajar los sábados. Pero aquello tuvo gracia, en realidad.
—¿Gracia? ¿Qué pasó?
—Fue el funeral más grande que he visto en mi vida. ¿Puede ver ese feo pedazo de mármol con cedros plantados en derredor, como si quisieran apartarlo de la plebe del resto del cementerio? Es de los Costa. Ya ve que es todo un monumento, ¿no cree? ¡Si hubiera visto la caja! Debió de ser del tamaño estándar, pero parecía mucho más grande. De cobre bruñido con incrustaciones de nogal. Pesaba como una tonelada. Tal vez ese fue el problema.
—¿Qué problema?
—Al terminar los ritos funerarios, el director no lograba activar el mecanismo para bajar el ataúd, pero no me refería a eso al decir que tuvo gracia. El director del funeral no era alguien de aquí, sino de Detroit, Claudio algo, y ha de haber traído una docena de asistentes con él, todos vestidos igual que capitanes de meseros, que se dedicaron a recorrer el cementerio como si fuera una noche de graduación poniendo flores y más cosas. Y entonces, tras tanto aparato, no vino nadie. Nada más Rol Costa júnior y su padre. Sólo ellos dos.
—Ellos sí vinieron, entonces. ¿Tú los viste?
—Sí, estuvimos juntos en la escuela, Rol y yo, y he visto a su padre por ahí. Llegaron en un Lincoln gigantesco, metieron al viejo Charlie a la tierra, y eso fue todo.
—Aparte de ellos, ¿no hubo nadie más que los empleados de la funeraria, Hec y tú?
—Ya le dije que Hec no estuvo aquí —dijo, ligeramente irritado—. No le gusta trabajar en sábado.
—Parece que cuando está aquí eres tú quien hace casi todo el trabajo.
—Puede ser —dijo, alzando los hombros—. Mire, tal vez Hec se aproveche un poco de mí, pero no me importa. Me siento feliz de estar fuera de aquel hospital haciendo algo, aunque sea solamente cavar fosas. Además, a veces Hec me defiende, como con la vieja señora Stansfield, que vive en su casa cerca de la barda del oeste, y yo no le simpatizo, ¿sabe? Cuando llegó una queja porque me vieron trabajar sin camisa, supe enseguida que era ella y le pedí a Hec que hablara con la señora, y él dijo que sí. No recibe muchas quejas por mi trabajo. El cementerio luce bastante bien, ¿no cree usted, Flower? No digo para vivir aquí. Ya sabe a qué me refiero.
—Se ve muy bien, Paulie —concurrí—. Está a la vista de cualquiera que trabajas mucho. ¿Cuándo se fueron los Costa?
—Supongo que justo después del funeral. No estoy muy seguro porque me quedé dormido atrás del cobertizo.
—Gracias, aprecio mucho tu colaboración.
Sin pensarlo, me quité el delgado brazalete de oro del brazo y se lo entregué.
—Ey, Flower —dijo, abriendo bien los ojos—, no tiene que darme nada. Me gusta poder hablar con alguien, ¿sabe?
—Por favor, acepta, Paulie, yo… yo tengo otro igual en casa. Todo está bien.
—Bueno, pues muchas gracias. He pensado en conseguir uno, pero… —dijo mientras se lo ajustaba cuidadosamente en la muñeca—. En fin, gracias de verdad. Yo quisiera…
Se rebuscó en el bolsillo de su camisa de trabajo.
—Mire, tengo un par de churros. ¿Los quiere? No está nada mal esta hierba.
Acepté uno de los cigarros torpemente liados y lo olfateé. Hierba pura, sin mezclar.
—¿Dónde conseguiste esto? —le pregunté.
—¿No hizo nunca un reconocimiento agrario en Vietnam? —me preguntó, con una sonrisa llena de astucia. Yo asentí sin palabras.
—Pues así es como la conseguí —me dijo—. Vivo de la abundancia de la naturaleza.
Eché un vistazo alrededor y, por un momento, el cementerio y el campo circundantes asumieron un aroma de peligro, como en la jungla, pero fue sólo por un momento.
—Creo que es hora de partir —dije, y me puse de pie—. Veo que el sheriff está ayudando a Héctor a salir de su hoyo.
El regreso al pueblo transcurrió en silencio, cada uno de nosotros dos metido en sus pensamientos. Hacia el final del trayecto, por fin hablé:
—Paulie me dijo que estuvieron en el cementerio y después se fueron. ¿Pudo sacarle algo a Héctor?
—Nada. Además, me parece que en las próximas elecciones no va a votar por mí. Dijo que no estuvo en el cementerio el día del funeral. ¿Cree que con esto ya tiene suficiente? No puedo pensar en nadie más.
—Tampoco yo. Mire, sinceramente aprecio su ayuda en todo.
—Es gratis —suspiró—, va con el territorio. Sabe, si esta mañana me hubiese hallado despierto al llegar, podría habernos ahorrado varias vueltas. Los Costa forman todos ellos una pandilla de las más duras, y crecieron aquí. No veo que pueda haberles pasado nada en un lugar como Algoma.
—Probablemente tiene razón —declaré—. A pesar de todo, corroborar la información es parte de mi tarea. Paulie mencionó a un director de la funeraria llamado Claudio. ¿Significa algo para usted?
—Los Funerales Rigoni. A veces realizan funerales aquí, pero la base está en Detroit. Hasta donde sé, se trata de un negocio legítimo.
—Lo investigaré cuando esté de regreso, pero no promete mucho.
Detuvo el sedán junto a la acera frente a su oficina.
—Bien, pues hemos llegado. Lamento que no haya conseguido lo que buscaba, pero se lo advertí. ¿Se marchará de inmediato?
—Creo que me voy a dar un paseo —dije—. Salgo poco de la ciudad, y este pueblo de ustedes me parece muy agradable.
—A nosotros nos gusta. Si se le ofrece algo, estaré en la oficina, por lo menos hasta que lleguen los de la Guardia Nacional. Tengo que darles las gracias por haber venido, aunque no sirva ya de nada. En realidad, quisiera encontrar un trabajo más honesto. Buen viaje, García.
Hizo una parodia de saludo militar y se marchó.
Di varias vueltas en el automóvil, tratando de entender cómo un pueblo de seis cuadras de largo podía seguir atrayendo a la gente. Me detuve frente al escaparate de una tienda con un letrero burdo sobre madera contrachapada: “Pueblo de Algoma”.
El encargado se arrastró literalmente hacia el mostrador, un anciano lisiado, paralítico de una pierna, un brazo atado al cinturón, y uno de los lados de su cara, caído como cera derretida marcada por la intemperie. Su mejilla se distorsionaba aún más por un enorme bolo de tabaco de mascar. Apoyó en el mostrador el brazo bueno y escupió un torrente de jugo marrón aproximadamente en la dirección de una escupidera junto a la pared.
—¿Le puedo servir en algo? —preguntó.
—Deseo ver un libro parcelario del municipio, por favor.
—Aquí mismo tengo uno.
Sacó una carpeta delgada de abajo del mostrador y la abrió en la página del Municipio de Algoma.
—Algunos títulos de propiedad no están al día, pero yo conozco a casi todos los dueños de terrenos de aquí. ¿Busca una parcela en particular?
Tracé la línea del camino a Lovedale en la parte norte del mapa.
—Aquí, los terrenos en torno del cementerio.
—Bueno, hay casas al norte y al sur del cementerio, pero…
—No. Me interesan estos campos al oeste. ¿Propiedad, al parecer, de alguien llamado Lund?
—Max Lund —asintió—. Ya no vive para nada en Algoma, pero sigue siendo propietario de esos terrenos.
—Hay cultivos de maíz.
—Creo que lo hace con aparceros. Me parece que Hec Michaud es uno de ellos. Plantó un maíz muy corriente esta primavera. No sabe mucho de cultivos.
—Yo creía que estaba a cargo del cementerio.
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