VV.AA. - Alfred Hitchcock presenta - Los mejores relatos de crimen y suspenso

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Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso: краткое содержание, описание и аннотация

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He aquí un regalo para el lector más exquisito: las veinte historias que los fieles seguidores de la Alfred Hitchcock's Mystery Magazine, una de las publicaciones más prestigiosas de crimen y suspenso en la escena internacional, votaron como sus favoritas indiscutibles, muchas de las cuales se trasladaron a la pantalla de la mano del gran maestro del suspenso y el terror.Estafadores y delincuentes, investigadores privados y detectives aficionados, las calles de Nueva York y San Francisco, Chicago y Seúl, el Japón del siglo XI y el Londres del siglo XVII: he aquí sólo algunos de los protagonistas de esta fantástica colección. Este volumen, inédito en español, reúne lo mejor de más de cincuenta años de historias extraordinarias. «Espectacular. Imprescindible para los buenos lectores de crimen y suspenso.»
Publishers Weekly"Todas las facetas del pecado y la redención habitan los rincones de este magnífico volumen, que nos ofrece las mejores historias que a lo largo de más de sesenta años se han publicado en una de las revistas de crimen más importantes de todos los tiempos." The Wall Street Journal

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—Buen día, Faye. Si no es inconveniente, necesito ver tus registros.

—Poco te iba a importar que fuera inconveniente, ¿verdad? Toma, haz lo que quieras.

Empujó sobre el mostrador una caja de archivar recetas.

—Se quedaron aquí Roland Costa y júnior el día del funeral de Charlie, ¿es verdad?

—Si ahí lo dice, será verdad. No hay ninguna ley que lo prohíba, ¿o sí? Añaden tantita clase a este pueblo, por si les interesa.

Su dicción se ceñía a la precisión forzada de alguien que bebe en serio.

—En la tarjeta no aparece la hora de salida. ¿Cuándo se fueron?

—La mitad de la gente que se registra no pone las horas. Al diablo, Ira, yo no puedo estar en el escritorio de recepción cada minuto. Los huéspedes pagan por adelantado y en eso consiste el negocio para mí, no en…

—¿A qué hora piensas tú que se fueron?

—Ya te lo dije: no sé —dijo ella de mal humor—. Si no te molesta, tengo cosas que hacer.

El sheriff se le quedó viendo un momento, con el ceño fruncido. Ella recorrió con el dedo un surco en el maltratado mostrador como si nunca lo hubiera visto.

—Está bien, Faye —concedió el sheriff, cerrando la tapa del registro—. Es suficiente. Por ahora.

—Menos mal que vino conmigo, LeClair —reconocí—. A mí no me habría dicho nada, seguramente.

—Me pareció que estaba un poco… nerviosa —comentó, con la mirada puesta en el camino mientras conducía el sedán que yo había alquilado entre los baches del camino de tierra al norte del pueblo. Con la salvedad de una que otra granja, el campo no parecía tener más habitantes que la superficie de la luna.

—Se sabe que en ocasiones Faye se toma algunas libertades con las pertenencias de sus huéspedes —agregó—. Probablemente no fue más que eso.

—Lo tendré presente.

—No será necesario —dijo en tono cortante—. Con un poco de suerte, usted se irá de aquí antes de necesitar una habitación. Vamos a visitar el cementerio y hablar con el cuidador, Hec Michaud, y eso será suficiente. Usted podrá volver a Motown y yo tal vez logre acostarme en mi cama.

Disminuyó la marcha al acercarnos a una fila de casas antiguas que se juntaban a un lado de la capilla y entramos al cementerio que se extendía sobre la mayor parte de un cerro, una isla en un mar de campos de maíz. Las lápidas variaban en estilos y tamaños, pero los senderos barridos y la hierba cortada indicaban otros habitantes aparte de los muertos.

Dos hombres trabajaban en un sepulcro a medio camino de la subida al cerro. Para ser más precisos, un hombre trabajaba, cavando mecánicamente en una fosa que le llegaba a la cintura, mientras que el otro permanecía sentado, recargado en una vieja lápida con una lata de cerveza genérica. Tendría unos cuarenta años, barrigón, con el rostro sin afeitar y mechones de pelo gris que salían de una gorra grasienta de ferroviario. Se alzó aparatosamente cuando nos vio llegar, sonriendo con la amabilidad que confiere la cerveza.

—Bienvenidos a Lovedale, distinguidos señores. No es gran cosa como cementerio, pero es mi hogar. Ey, Paulie, deja de cavar un minuto. Tenemos visitas.

El cavador era más joven, algo mayor de treinta años, larguirucho, con cara de pastel de manzana y pelo color arena. Una cicatriz profunda iba de la sien izquierda a la nuca, bordeada por cabellos blancos. A pesar del calor, llevaba abotonadas las mangas y el cuello de su camisa de mezclilla, manchada de sudor. Salió del hoyo con buen humor y una sonrisa primaveral en el rostro.

—Hola, Ira, qué gusto verte.

—El gusto es mío, Paulie. Como de costumbre, se ve que Hec te tiene haciendo todo el trabajo.

—Ah, Paulie no lo resiente —dijo el bebedor de cerveza—. Más fuerte que un buey y dos veces más listo. ¿Cierto, Paulie?

—Claro que sí, Hec. ¿Sigo cavando?

—Descansa un minuto, Paulie —propuso LeClair—. Necesito preguntarles ciertas cosas.

La sonrisa de Hec permaneció en su cara, pero cerró con fuerza la mano que agarraba la lata de cerveza.

—¿No quieres una cerveza, sheriff? Paulie, corre al cobertizo y tráele a Ira una bien fría.

—No quiero cerveza, Héctor, y a Paulie no le pagan para que haga tus mandados. Quiero saber…

—Pero, ¿ése quién es? —preguntó Hec señalándome con un movimiento de cabeza—. Tal vez no queramos contestar preguntas con él aquí.

—Es el sargento García, que viene de Detroit. Estamos trabajando juntos.

—¿Qué clase de trabajo? —preguntó Hec en tono de burla—. Ya terminó la cosecha de frijoles.

LeClair puso dos dedos sobre el pecho del otro, más pesado que él, y lo empujó. Michaud perdió pie en la tierra suelta y cayó sentado dentro de la tumba a medio cavar, pero sin derramar una gota de cerveza. Miró a LeClair con ex­presión de sorpresa más que de enojo, y en sus ojos se asomó un destello de satisfacción.

—No tenías ningún motivo para hacerme eso, Ira —protestó hablando con lentitud—. Ningún motivo.

—Tal vez no, Hec —admitió LeClair mientras se arrodillaba a la orilla del sepulcro—, pero hay varias cosas que desde hace tiempo quiero constatar contigo y hoy es un día tan bueno como cualquier otro. En tu lugar, yo me quedaría un poco más en el hoyo mientras conversamos. Paulie, lleva al sargento García al cobertizo y dale una cerveza. Él también tiene algunas preguntas que podrás contestar. ¿Entendido?

—Haz lo que te dice el sheriff, Paulie —dijo Hec desde adentro del hoyo—. A lo mejor quiere hablar también con Billy mientras están allá arriba.

Llegué sin aliento al cobertizo, pero el esfuerzo de trepar no le afectó nada a Paulie. Sacó dos cervezas de una hielera barata y me pasó una.

—¿Estuvo usted en Vietnam? —me preguntó. Asentí—. Eso pensé cuando vi su brazalete. Ira también tiene uno. Yo he pensado pedir el mío, pero, ¿sabe?, un amigo mío mexicano estuvo allá. Creo que tenía muchos nombres. ¿Usted tiene también muchos nombres?

—Claro que sí —repuse—: Lupe José Andrew Mardo Flores García.

Los nombres de mis santos me brotaron con sorprendente facilidad de la lengua, después de años de no enumerarlos.

—¡Flores! —exclamó, ansioso—. Ey, así se llamaba también mi amigo. Es lo mismo que “flower”, ¿verdad?

Asentí, sin poder disimular una sonrisa. Se le contagiaba a cualquiera su buen humor.

—Pues mire, Flower —prosiguió—, ¿qué le parece si escogemos un montón de tierra cómodo y nos sentamos con las cervezas? Ira dice que quiere preguntarme algo.

—Tal vez conviene llamar también a Bill —dije, mirando alrededor con incertidumbre—. Así no tendré que repetirle las mismas preguntas.

—Si habla en voz bastante alta, podrá preguntarle desde aquí —repuso—. Está enterrado allá junto a la barda, al lado del alcalde Gault.

Le di un trago largo a mi cerveza antes de volverme a mirarlo. Él vigilaba de reojo mi reacción sin expresar nada.

—Lo sorprendí —dijo con suavidad, sonriendo finalmente—. No se preocupe, Flower, no estoy loco. A veces le hablo a Bill, pero sólo lo hago para que se enfade Hec. Ya sé que está muerto. Casi me muero con él yo también. Fuimos amigos en la secundaria y nos reclutaron juntos para la misma unidad en Vietnam. Además estábamos en la misma trinchera cuando el Cong nos echó esa granada. Los dos quisimos lanzarla de ahí y terminamos chocando con las cabezas. Habría tenido gracia, pero la granada explotó y Billy vino a Lovedale, mientras que a mí me tuvieron dos años en un hospital de veteranos en Grand Rapids. Créame si le digo que Lovedale es más agradable.

—¿Cuánto hace que trabajas aquí?

—No estoy tan seguro —dijo, arrugando el entrecejo—. El alcalde Gault ha estado aquí desde 1864 o 1862, y en la lápida de Bill dice 1973, pero no manejo muy bien el tema de los números, así que no puedo decirle exactamente cuánto tiempo llevo aquí. Es chistoso lo que pasa en los cementerios. El tiempo ya no importa tanto. Por ejemplo, Billy y el alcalde se llevan como cien años de diferencia, pero ahora están aquí juntos, contándose anécdotas de sus guerras y todo eso. Por lo menos es lo que espero.

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