—Comprendo —dijo Razzgo.
—Mis padres me matricularon en una escuela especial con la esperanza de que yo me graduara de tardígrado, pero fue inútil. Finalmente me expulsaron no solo de la escuela sino de la comunidad de los perezosos, con los argumentos de que yo era indisciplinado, irrespetuoso de la tradición, peligroso, rebelde contumaz y desconocedor de la sacrosanta ley de los perezosos, además de inmoral porque con mi manera de moverme dizque daba un pésimo ejemplo a los perezosos jóvenes.
Un pez saltó fuera del agua y quiso engullir a la libélula que se había llevado la imagen de la orquídea pegada a su cola. El insecto se salvó del ataque porque el pez lo que capturó en su salto fue el reflejo de la flor.
—Yo me llamo Zaz —dijo el perezoso.
—Bonito nombre —dijo Razzgo.
—Me lo puse yo porque mis padres y toda mi parentela decidieron —aprovechando que estaba recién nacido— que me llamaría Fooouuuooofffaaafff.
Un zapote maduro cayó entre el tigre y el perezoso. Razzgo lo partió limpiamente en dos mitades y le ofreció una parte a Zaz.
—Te he estado buscando porque quiero ser tu amigo —dijo el perezoso.
—Pues, por mí, encantado.
—Entonces, ¿amigos?
—Amigos.
—¿Cachas?
—Cachas.
—¿Llaves?
—Llaves.
El perezoso puso su mano sobre la garra del tigre y el tigre puso su garra sobre la mano del perezoso y sellaron una amistad eterna.
De la pata emergió la uña curva y afilada como una navaja, y cayó sobre una forma redonda que no se podía mover porque estaba aprisionada por la otra garra. Se abrió en dos y dejó ver su interior rojo y palpitante.
—¿Te gustan las sandías? —preguntó el tigre.
—Me encantan —exclamó el perezoso.
El tigre tomó un pedazo de la fruta, tanteó en el aire y la extendió en dirección al punto donde provenía la voz.
—Gracias —exclamó Zaz.
—De nada —dijo Argg.
—¿Así que tú también te volviste vegetariano? —preguntó el perezoso.
—No tuve otra alternativa. Al quedarme ciego y al haber fallado en el intento de eliminar a Razzgo, fui rechazado y perseguido por los otros tigres. Razzgo me protegió, y me hubiera muerto de hambre si no me proporciona comida. Como solo podía ofrecerme vegetales, tuve que vencer mi repugnancia inicial y aprender a comerlos. En eso el hambre es magnífica maestra. Poco a poco me metí por esas desagradables selvas del sabor hasta que a costa de un esfuerzo tan alto como una palma terminé encontrándoles el gusto.
—Por lo que veo te fascinan las sandías.
—Saben a gloria —dijo Argg.
—A mí lo que más me gusta son las chirimoyas de encanto.
—¿Chirimoyas de encanto?
—Sí, solo se consiguen en un lugar secreto de la selva. Comerlas es como masticar colores.
—¿A qué sabe el amarillo? —preguntó el tigre.
—A viento.
—¿Y el turquesa?
—A mar.
—¿Y el blanco?
—A luna.
—¿A luna?
—A luna llena, porque el plateado sabe a luna menguante.
—¿Y el azul?
—Sabe a silencio.
—¿Y el rojo?
—El rojo sabe a sandía.
El tigre ciego partió otra tajada y la devoró con placer.
El aire se llenó con los aleteos de una bandada de pájaros sende y con el agudo sonido de sus cantos. Sus voces eran muy parecidas a las de unas cañas que crecen al pie de las cascadas y que reciben el agua por una abertura y por otra la sacan convertida en música exquisita.
Es muy difícil ver a los pájaros sende porque son perfectamente transparentes. Por eso, de tarde en tarde se ven volar pulpas de frutas, amasijos de flores, puñados de semillas, o esferas de néctar. Son alimentos que los sende llevan en el buche. Cuando el sol se refleja en sus cuerpos adquieren el aspecto de pequeños relámpagos.
El tigre ciego y el perezoso veloz escucharon el canto de los pájaros hasta que se perdió más allá de un bosque de yarumos.
Un lejano chasquido puso en guardia a Argg.
Su madriguera, construida por Razzgo en un sitio de muy difícil localización y con un solo sendero de acceso que podía ser ventajosamente cubierto para la defensa, le permitía vivir con relativa tranquilidad, pero la prudencia le aconsejaba dormir con un oído cerrado y el otro abierto.
Las orejas de Argg vibraron. Había percibido un segundo chasquido que provenía de unos matorrales en la parte baja de su refugio. Zaz también lo escuchó y, alarmado, corrió vertiginosamente en dirección al ruido.
Súbitamente Razzgo emergió de los matorrales y dando un salto formidable tocó el sendero y empezó a trepar con la agilidad del viento.
El perezoso llegó a su lado en volandas y se sorprendió al ver que a horcajadas, sobre el cuello del tigre, cabalgaba una criatura muy extraña.
Argg la olfateó y gruñó:
—Razzgo, ¿con quién vienes?
—Es un amigo —contestó el tigre.
—Es un prodigio... Un prodigio... —murmuró el perezoso.
El tigre ciego, dirigiéndose al desconocido, rugió:
—¿Quién eres?
—Soy un sapo bonito.
—¿Un sapo bonito? —balbuceó Argg.
—Sí. Soy muy bonito pero yo no tengo la culpa.
—Es verdaderamente un prodigio —repitió el perezoso.
—¿Y cómo te llamas? —preguntó Argg.
—Indo —contestó el sapo.
El sapo ocupó el centro del círculo formado por Razzgo, Argg y Zaz.
—Soy portador de noticias muy preocupantes —dijo Indo.
—¿De qué se trata? —gruñó Argg.
—La sapa Eaea y yo, porque han de saber que tengo la suerte infinita de tenerla como compañera...
—Te felicito, pero te ruego que te apresures a darnos las malas nuevas —masculló Argg.
—Como les decía, Eaea y yo estábamos recogiendo en la huerta subterránea unos melones de luna, cuando...
—¿Melones de luna? —interrumpió Zaz.
—Sí. Son unas frutas que saben a jugo de estrellas y poseen propiedades maravillosas.
—Por favor, señor sapo, ¿serías tan amable de comunicarnos las noticias que traes? —exclamó el tigre ciego, gruñendo de impaciencia.
—Estábamos cosechando melones de luna cuando una barahúnda en el exterior de la cueva nos llamó la atención. Trepamos a una claraboya y a que no adivinan qué fue lo que vimos.
—¿Un baile de murciélagos? —preguntó Zaz.
—No.
—¿A la mamá de los rayos?
—No.
—¿A un grito pelado?
—Tampoco.
—¿Al árbol de los temblores?
—No.
—¿Serías tan amable, señor sapo, de decirnos al fin qué fue lo que viste? —rezongó Argg.
—A cierta distancia, en un valle, vimos a cientos y cientos de tigres.
—Bueno, eso no es tan preocupante —dijo Razzgo.
—También vimos en el mismo lugar a cientos y cientos de perezosos.
—¿Tigres y perezosos juntos? —dijo Zaz—. Eso sí es muy raro.
—Y estaban examinando unas redes y unas trampas. Al pie de unas rocas se amontonaban unos extraños aparatos. El ocelote Milco saltó sobre uno de ellos y chilló: “A Razzgo, a Argg y a Zaz les llegó su hora”. Ese grito fue respondido por una horrible tempestad de rugidos y chillidos. Yo me asusté tanto que me metí dentro de un melón y casi me ahogo.
—Lo que me temía. La gran cacería va a comenzar —murmuró el tigre ciego.
—Indo, ¿me puedes guiar hacia ese sitio? —preguntó Razzgo.
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