—Lo que me sitúa a ocho años de distancia del basurero —dijo Tony, cuando sobrevolábamos Sudán.
—¿Eres tan joven? —dije—. Creía que eras por lo menos diez años mayor.
Me lanzó una mirada fría y divertida, y dijo:
—Eres rápida.
—Lo intento.
—Oh, lo haces muy bien... para ser una periodista de provincias.
—Dos puntos —dije, dándole un codazo.
—No sabía que estuviéramos puntuando.
—Pues claro.
Me daba cuenta de que Tony se sentía perfectamente cómodo con aquella clase de pullas. Se divertía con las réplicas agudas, no solo por el juego verbal, sino porque le permitía mantenerse al margen de todo lo que era serio o demasiado personal. Cada vez que nuestra conversación en el avión viraba hacia lo personal, él la desviaba rápidamente hacia la broma. Aquello no me desconcertó. Al fin y al cabo, acabábamos de conocernos y todavía estábamos tomándonos la medida el uno al otro. Pero aun así noté su táctica de distracción, y me pregunté si me impediría llegar a conocerlo porque, para mi sorpresa, Tony Hobbs era el primer hombre en cuatro años al que deseaba conocer.
No pensaba confesárselo, porque (a) eso podría asustarlo, y (b) yo nunca iba detrás de nadie. Así que, cuando llegamos a El Cairo, compartimos un taxi a Zamalek (el barrio relativamente lujoso de expatriados donde vivían todos los corresponsales y los empleados de empresas internacionales). Resultó que el piso de Tony estaba a dos manzanas del mío. Pero insistió en acompañarme. Cuando el taxi se detuvo frente a mi puerta, metió una mano en el bolsillo y me dio una tarjeta.
—Aquí me puedes encontrar —dijo.
Yo saqué mi tarjeta y escribí un número en el dorso.
—Este es el teléfono de mi casa.
—Gracias —dijo, y la cogió—. Llámame, ¿eh?
—No, tú primero —dije.
—¿Estás chapada a la antigua, eh? —dijo, arqueando las cejas.
—En absoluto. Pero no doy el primer paso. ¿Entendido?
Se inclinó y me besó largamente.
—Estupendo —dijo, y añadió—: Ha sido divertido.
—Sí.
Un silencio incómodo. Recogí mis cosas.
—Nos veremos, supongo —dije.
—Sí—dijo con una sonrisa—. Ya nos veremos.
En cuanto llegué a mi piso vacío y silencioso, me aborrecí por hacerme la dura. «No, tú primero». Qué idiotez. Porque yo sabía que los hombres como Tony Hobbs no se cruzaban en mi camino todos los días.
En cualquier caso, lo mejor que podía hacer era olvidarme del asunto. Así que pasé cerca de una hora en remojo en la bañera, luego me metí en la cama y dormí casi diez horas, porque las dos noches anteriores no había pegado ojo. Me levanté poco después de las siete. Preparé el desayuno. Encendí el portátil. Redacté mi «Carta desde El Cairo» semanal, en la que conté mi asombroso vuelo en un helicóptero de la Cruz Roja bajo el fuego de la milicia somalí. Cuando el teléfono sonó hacia mediodía, me abalancé sobre él.
—Hola —dijo Tony—. Este es el primer paso.
Llegó diez minutos después para llevarme a almorzar. No llegamos al restaurante. No diré que lo arrastré a la cama, porque vino de muy buena gana. Baste decir que en cuanto abrí la puerta, me abalancé sobre él. Y él encima de mí.
Mucho más tarde, en la cama, me miró y dijo:
—Y ahora ¿quién va a dar el segundo paso?
Sería propio de un estereotipo romántico decir que desde aquel momento fuimos inseparables. De todos modos, considero aquella tarde como el inicio oficial de nuestra relación, es decir, el momento en que empezamos a ser el uno parte esencial de la vida del otro. Lo que más me sorprendió fue que se trató de la transición más fácil que se pueda imaginar. La llegada de Tony Hobbs a mi existencia no estuvo marcada por las habituales dudas, preguntas, preocupaciones, por no hablar de los excesos románticos públicos del flechazo. El hecho de que los dos fuéramos autosuficientes, de que estuviéramos tan acostumbrados a valernos de nuestros propios recursos, supuso que sintonizáramos con la vena independiente del otro. También nos divertían las peculiaridades nacionales de cada uno. A menudo él se mofaba amablemente de una cierta literalidad innata en mí, de mi necesidad de hacer preguntas sin parar y de analizar demasiado las situaciones. Y yo me burlaba de su incesante necesidad de encontrar el lado frívolo a todas las situaciones. También resultó ser tremendamente audaz en la práctica del periodismo. Lo comprobé en persona un mes después de empezar a salir, cuando recibimos una llamada una noche diciendo que un autobús de turistas alemanes había sido ametrallado por unos fundamentalistas islámicos mientras visitaban las pirámides de Gizeh. Nos subimos a mi coche inmediatamente y nos dirigimos a la Esfinge. Cuando llegamos a la masacre de Gizeh, Tony logró abrirse paso entre varios soldados egipcios y llegar hasta el autobús manchado de sangre, a pesar de que se temía que los terroristas hubieran dejado granadas dentro antes de desaparecer. La tarde siguiente, en la conferencia de prensa que siguió al ataque, el ministro de Turismo de Egipto intentó culpar a terroristas extranjeros de la masacre... y Tony lo interrumpió, sosteniendo en la mano una declaración, que le habían mandado por fax a la oficina, en la que la Hermandad Musulmana de El Cairo se hacía responsable del ataque. Tony no solo leyó la declaración en un árabe casi perfecto, sino que se dirigió al ministro y le preguntó: «¿Podría explicarnos ahora por qué nos ha mentido?».
Tony estaba siempre a la defensiva respecto a una sola cosa: su altura... Aunque, como le aseguré en más de una ocasión, su baja estatura no me importaba en absoluto. Por el contrario, me parecía conmovedor que un hombre de semejante talento y tan sorprendentemente arrogante pudiera ser tan vulnerable por su estatura física. Y me di cuenta de que gran parte de la fanfarronería de Tony, su necesidad de hacer las preguntas más difíciles, su competitividad por un reportaje y su despreocupación ante el peligro, procedían de la percepción de su pequeñez. Íntimamente sentía que no estaba a la altura: un forastero perenne con la nariz pegada al cristal, mirando un mundo del que se sentía excluido. Tardé un poco en detectar el singular complejo de inferioridad de Tony porque lo disimulaba tras una ingeniosa superioridad. Pero un día lo vi en acción con un colega inglés, un corresponsal del Daily Telegraph llamado Wilson. Aunque solo tenía treinta y tantos años, Wilson había perdido mucho pelo y había empezado a desarrollar la carnosidad excesiva que le convertía (en palabras de Tony) en un «queso de Camembert al sol». A mí no me caía mal, aunque sus lánguidas vocales y sus mejillas prematuramente flácidas (por no hablar de la chaqueta absurda de safari que llevaba siempre con una camisa de cuadros) le daban un aire de dibujo animado. Tony siempre se comportaba correctamente en presencia de Wilson, pero no podía ni verlo, sobre todo después de un encuentro que tuvimos con él en el Gezira Club. Wilson estaba tomando el sol en la piscina. Iba sin camisa, con unas bermudas de cuadros y zapatos de ante con calcetines. No era una visión agradable. Después de saludarnos, preguntó a Tony:
—¿Irás a casa por Navidad?
—Este año no.
—Tú eres de Londres, ¿verdad?
—De Buckinghamshire.
—¿De qué parte?
—Amersham.
—Ah, sí, Amersham. El final de la Metropolitan Line, ¿verdad? ¿Una copa?
Tony se puso tenso, pero Wilson no se inmutó. Llamó a un camarero, pidió tres gin-tonics , y luego se fue al baño. En cuanto se alejó, Tony susurró.
—Cabrón pedante.
—Calma, Tony... —dije, sorprendida por aquel estallido de rabia inesperado.
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