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Douglas Kennedy: Una relación especial

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Douglas Kennedy Una relación especial

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Sally Goodchild es todo lo que cabría esperar de una periodista estadounidense de treinta y siete años: independiente, fuerte y ambiciosa. Hasta que conoce a Tony Hobbs, un corresponsal inglés en una misión en El Cairo. Tras un romance apasionado, la vida de Sally se trastorna por completo; de pronto se encuentra inesperadamente casada, embarazada y viviendo en Londres. La relación transforma la libertad y la aventura en responsabilidades y trabajo extenuante, y convierte los problemas cotidianos de la pareja en una auténtica pesadilla. Después del nacimiento de su hijo, Sally cae en una espiral de depresión posparto, mientras que la vida de Tony vuelve a una relativa normalidad. Resentida e incapaz de hacer frente a los cambios que se han producido en su vida, Sally se encuentra con que el hombre en el que confiaba por encima de todo se ha vuelto en su contra, y amenaza incluso con arrebatarle lo que más le importa: su hijo. Este libro es la historia y el reflejo de muchas relaciones complejas: la de un hombre y una mujer, una pareja, unos amigos puestos a prueba, un paciente con sus cuidadores, un cliente con su abogado… y, por encima de todo, la relación especial de una madre con su hijo. «Una historia que cautiva, emocionante e inteligente». The Times «No recuerdo un libro tan excitante». Daily Telegraph «Una vez más, el autor de En busca de la felicidad consigue su objetivo: la abstracción del lector». Vogue «Extrañamente feroz». Le Parisien «Una novela psicológica con un suspense estremecedor Una delicia». Le Figaro «Kennedy se desliza majestuosamente entre el amor a primera vista y el arrepentimiento, personajes entrañables e intriga implacable». Cosmopolitan

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—Parece que alguien intenta matarnos —gritó por encima del rugido del motor. Pero su voz era tranquila, incluso casi divertida.

—¿Quién es ese alguien? —grité.

—Los cabrones de siempre —dijo, con los ojos pegados a los prismáticos—. Los mismos encantos que provocaron el caos en la última inundación.

—Pero ¿por qué disparan a un helicóptero de la Cruz Roja? —pregunté.

—Porque pueden —dijo—. Disparan contra todo lo que sea extranjero y se mueva. Para ellos es un deporte.

Se volvió hacia el trío de médicos de la Cruz Roja sujetos junto a mí.

—Espero que su colega de la cabina sepa lo que hace —añadió.

Ninguno le respondió, porque estaban blancos de miedo. Fue entonces cuando me lanzó una sonrisa maliciosa que me hizo pensar: este se lo está pasando en grande.

Le devolví la sonrisa. Para mí era una cuestión de orgullo: no demostrar nunca miedo cuando me disparaban. Sabía por experiencia que, en tales situaciones, lo único que se podía hacer era respirar hondo, concentrarse y esperar que todo saliera bien. Por lo tanto elegí un punto del suelo de la cabina y lo miré de hito en hito, repitiendo mentalmente: «Todo saldrá bien. Será solo un...».

Y entonces el helicóptero se desvió otra vez y el inglés salió despedido, pero logró agarrarse al cinturón más cercano y así evitó golpearse contra el otro lado de la cabina.

—¿Estás bien? —pregunté.

Otra de sus sonrisas.

—Ahora sí —dijo.

Después de tres giros más a la derecha, que nos revolvieron el estómago, seguidos de una aceleración rápida, pareció que dejábamos la zona de peligro. Siguieron diez minutos de nervios, y luego descendimos. Estiré el cuello, miré por la ventanilla y respiré. Ante mí tenía un paisaje bajo el agua: el diluvio universal. Todo estaba inundado. Casas y ganado flotaban a la deriva. Entonces vi el primer cadáver, boca abajo en el agua, seguido de cuatro cadáveres más, dos de ellos tan pequeños que, incluso desde el aire, supe que eran niños.

En ese momento todos mirábamos por la ventanilla, intentando asimilar el alcance de la catástrofe. El helicóptero se ladeó otra vez, se apartó de la zona central de la inundación y se acercó rápidamente a tierras más altas. A lo lejos, vi un grupo de Jeep y vehículos militares.

Al fijarme me di cuenta de que intentábamos aterrizar en medio de un caótico campamento del ejército somalí, en el que varias docenas de soldados se movían entre el equipo militar anticuado esparcido por el campamento. A corta distancia, se distinguían tres Jeep blancos con la bandera de la Cruz Roja. Unos catorce empleados de ayuda humanitaria que estaban junto a los Jeep gesticulaban frenéticamente en nuestra dirección. Al mismo tiempo, otro grupo de soldados somalíes que estaba apostado a unos cien metros del equipo de la Cruz Roja también nos hacía gestos con los brazos para que nos acercáramos.

—Esto puede ser divertido —comentó el inglés.

—No, si es como la última vez —dijo uno de los de la Cruz Roja.

—¿Qué pasó la última vez? —pregunté.

—Intentaron saquearnos —dijo.

—Eso era frecuente en el 97 —dijo el inglés.

—¿Estuvo aquí en el 97? —pregunté.

—Pues sí —dijo, lanzándome otra sonrisa—. Un lugar precioso, Somalia. Sobre todo bajo el agua.

Sobrevolamos a los soldados y los Jeep de la Cruz Roja. Los trabajadores en tierra parecían saber a qué jugábamos, porque subieron a los Jeep, giraron en sentido contrario y se lanzaron a toda velocidad por el terreno baldío hacia nuestro punto de aterrizaje. Miré al inglés. Tenía los prismáticos apretados contra la ventanilla, y su sonrisa sardónica se hacía más amplia cada nanosegundo.

—Parece que va a haber carreras para recibirnos —dijo.

Me asomé a mi ventanilla y vi a una docena de soldados somalíes que corrían en nuestra dirección.

—Ya lo veo —grité, mientras aterrizábamos con una sacudida.

Apenas tocamos tierra, el hombre de la Cruz Roja más cercano a mí se puso de pie y levantó la palanca que bloqueaba la puerta de la cabina. Los demás se fueron hacia la carga situada en el fondo y deshicieron la red que ataba las cajas de suministros médicos y alimentos deshidratados.

—¿Necesitan ayuda? —preguntó el inglés a uno de los voluntarios de la Cruz Roja.

—No se preocupe —contestó—. Más vale que salgan antes de que aparezca el ejército.

—¿Dónde está el pueblo más cercano?

—Estaba a un kilómetro al sur de aquí. Pero ya no está.

—De acuerdo —dijo él. Luego se volvió hacia mí y preguntó—. ¿Vienes?

Asentí, pero luego me volví hacia el hombre de la Cruz Roja y pregunté:

—¿Qué van a hacer cuando lleguen los soldados?

—Lo que hacemos siempre. Torearlos mientras el piloto llama por radio a la central de mando de Somalia, si se le puede llamar así, para que ordenen a un oficial que venga aquí a sacárnoslos de encima. Pero ustedes dos más vale que se marchen enseguida. Los soldados no suelen entender la utilidad de los periodistas.

—Nos vamos —dije—. Gracias por traerme.

El inglés y yo bajamos de la cabina. En cuanto pusimos el pie en tierra, me tocó el hombro y señaló los Jeep de la Cruz Roja. Corrimos en su dirección agachados, sin mirar atrás, hasta que estuvimos detrás de ellos. Aquello resultó ser una decisión estratégica inteligente, porque logramos esquivar la atención de los soldados somalíes, que ya rodeaban el helicóptero. Cuatro de ellos apuntaban con las armas al equipo de la Cruz Roja. Uno de los soldados empezó a gritar a los trabajadores, pero ellos no parecían muy impresionados, y utilizaron su táctica «para ganar tiempo». Aunque no podía oír mucho por el rugido del motor de la hélice, estaba claro que los de la Cruz Roja ya habían jugado a aquel juego peligroso y sabían exactamente lo que tenían que hacer. El inglés me dio un codazo.

—¿Ves aquella arboleda de allí? —dijo, señalando un grupito de eucaliptos, a unos cincuenta metros de distancia.

Asentí. Tras una última mirada a los soldados —que estaban abriendo una caja de suministros médicos— corrimos hacia los árboles. No pudimos tardar más de veinte segundos en recorrer los cincuenta metros, pero se me hicieron eternos. Sabía que si los soldados veían dos figuras que corrían para esconderse, su reacción natural sería dispararnos. Cuando llegamos al bosque, nos ocultamos detrás de un árbol. Ninguno de los dos estaba sin aliento, pero cuando miré al inglés, capté en sus ojos un destello de excitación provocado por la adrenalina. Cuando vio que lo había notado, inmediatamente recuperó su sonrisa sardónica.

—Muy bien —susurró—. ¿Crees que podrás llegar allí sin que te maten?

Miré en la dirección que me indicaba: otra exigua arboleda frente al río desbordado. Sostuve su sonrisa desafiante.

—A mí nunca me dan —dije.

Entonces salimos corriendo de la protección de los árboles, precipitándonos en línea recta hacia la siguiente protección. Aquella carrera duró alrededor de un minuto, durante el cual el mundo se quedó en silencio, y lo único que oí fueron mis pies segando la hierba alta. Estaba muy tensa. Pero como antes en el helicóptero, cuando empezaron a dispararnos, intenté concentrarme en algo abstracto, como mi respiración. El inglés iba delante de mí, pero en cuanto llegamos a los árboles, algo le hizo detenerse de golpe. Yo también me paré cuando vi que empezaba a retroceder, con los brazos en alto. Un joven soldado somalí salía de la arboleda. No podía tener más de quince años. Apuntaba con el rifle al inglés, que intentaba salvar la situación hablando. De repente el soldado me vio, y cuando me apuntó con el arma, cometí un error de juicio inmenso. En lugar de mostrarme sumisa inmediatamente, detenerme y levantar las manos sobre la cabeza, sin hacer movimientos bruscos (como me habían enseñado), me tiré al suelo, convencida de que iba a dispararme. Eso provocó que se pusiera a gritarme mientras intentaba apuntarme. En ese momento, súbitamente, el inglés lo agarró y lo tiró al suelo. Me levanté y corrí hacia ellos. El inglés cerró el puño y lo clavó en el estómago del soldado, dejándolo sin respiración. El chico gimió, y el británico le pisoteó con fuerza la mano con que asía el arma. El chico gritó.

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