Yael Eylat-Tanaka - Víctima Sin Computar

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Esta es la historia del resto de víctimas de la ocupación alemana en Francia. La historia de mi madre, de la separación de su familia, de su huida, y de la tortura que la persiguió para siempre.
Estas son las memorias de mi madre, tal y como ella me las contó. He tratado de contar su historia con tanta precisión como ella solía relatarla, sumándole las partes de sus propios diarios de anécdotas, con las historias que tanto aportaron y animaron la mi vida, y evitando que mis propias interpretaciones de los hechos se interpongan o los exageren. Esta no es una novela de suspense pero, desde luego, para aquellos que vivieron los hechos que voy a contar, el suspense siempre estuvo presente y, desde luego, yo también sentí una gran incertidumbre mientras los escuchaba o los leía. Para que nadie se avergüence al leer estas palabras, en momentos puntuales utilizaré pseudónimos y me centraré sobre todo en mantener la esencia verídica de la historia.
Mi madre era francesa, por eso a lo largo del texto es posible que aparezcan palabras o expresiones en francés. He añadido su traducción para cuando sea necesario. También vivió y estudió en Italia antes de mudarse a Israel y, más tarde, a los Estados Unidos. De nuevo, aparecerán palabras o expresiones en esos idiomas, así que las he traducido lo mejor que he podido.

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Fui a un colegio solo de niñas, que se separaba del colegio de niños mediante la guardería. A la edad de once o doce años, no entendía por qué a las otras chicas más mayores les interesaban tanto los chicos, incomprensible. Un día, antes de comenzar las clases, me dijeron que un coche había atropellado a mi hermano René. Salí corriendo al patio y cuando lo vi tumbado en el suelo dolorido y rodeado por toda esa gente, no pude evitar echarme a llorar. Mucho tiempo después, identifiqué ese dolor que sentí en un poema que la autora francesa Madame de Sévigne había dedicado a su hija y que decía: « J’ai mal à votre gorge... », ‘Me duele tu garganta...’

Me encantaba ir al colegio. Me gustaba aprender y se me debía de dar bastante bien porque me salté el segundo curso y, al ser la alumna estrella me convertí en la favorita de la mayoría de profesores. Sin embargo, a mis amigas y a mí nos aterraba la directora. La Srta. Herbet era una mujer soltera extremadamente seria y nos daba pavor a todas las niñas pero, para mi sorpresa, llegué incluso a quererla y estoy segura de que ella a mí también. Podía sentir el afecto y la aprobación en sus ojos. De hecho, la Srta. Herbet llegó a invitarme una vez a su casa para tomar el té después de clase (en la segunda planta del colegio, que era donde vivía). En otra ocasión, me hizo levantarme y me pidió que cantase la lección que tocaba ese día. Con toda mi vergüenza y tras un largo silencio, admití que no me la había estudiado, a lo que ella respondió: «Es una pena. Siéntate. Tienes un cero». Ese cero no podía aparecer en mis notas, ¡qué humillación! Entonces, la Srta. Herbet siguió llamando a otros alumnos y, solo escuchándolos, fui capaz de memorizar los teoremas de geometría que no me había estudiado la noche anterior. Les dije a mis amigos susurrando que ya sí podía intentar cantarlos, que ya me sabía la lección y, muy emocionados se lo dijeron a la profesora y ella me dio otra oportunidad. Canté los teoremas al pie de la letra mientras mis compañeros, alborotados, le suplicaban que me quitase el cero. Y lo hizo. ¡Qué alivio y qué gran victoria!

****

En un viaje que hice hace poco a Francia, me pasé a ver mi escuela primaria, que estaba a orillas del Ródano. Nada había cambiado, podía oler hasta las tizas. Emocionada con lágrimas en los ojos, recordé que mi más tierna infancia ya se había acabado. Me habría gustado correr a contarles a mis padres que había vuelto a casa y que había pasado por el colegio, pero, por supuesto, ellos ya no estaban allí. Se marcharon con mi infancia y con la mejor parte de mi vida. Tenía tantas ganas de contarles todo lo que había visto y vivido, lo grandes que me parecían las calles de pequeña y lo estrechas que me parecían ahora. Quería contarles que había vuelto al parque al que nos llevaba Maman de niños, que había visto a nuestros viejos amigos de la calle de al lado, que seguían viviendo allí y que no habían cambiado nada. Me dijeron que mi amiga Martine era enfermera y que ahora vivía en Alemania. Necesitaba compartir con ellos toda esta nostalgia, pero no podía... Me sentí como si volviera a perderlos y sentí de nuevo todo ese dolor. Paré en la boulangerie donde solíamos comprar el pan y los pasteles, y me la encontré tal cual la recordaba: los mismos aromas, la misma variedad de panes recién sacados del horno... Pero no era la misma. Es cierto eso de que no se puede volver atrás.

¡Cuánto jugábamos de pequeños! Algunas mañanas, mi padre nos llamaba desde su cama para ver si ya estábamos despiertos. Si lo estábamos, nos decía « Parlons de lit à lit », ‘¡Hablemos de una cama a otra!’ y nos poníamos a hablar hasta acabar todos en su cama. Mientras tanto yo, pensando en paisajes soleados, siempre esperaba que nos contase alguna historia sobre l’Italie , pero él me corregía y me decía que se trataba de conversaciones « lit à lit », no de Italia.

También jugaba con mis muñecas. Una de mis favoritas tenía un carrito que llené de almohadas y mantas. Un día, mientras jugaba con esta muñeca, me di cuenta de que mi madre se había marchado a comprar y me había dejado en casa con mi abuela, que no hacía más que maldecirme hasta que me echaba a llorar por la angustia de pensar que mi madre nunca volvería. Todavía recuerdo el miedo y el dolor que me provocaba pensar que nunca más volvería a verla.

El odio de mi abuela hacia mí era incomprensible. Me maldecía a menudo, pero mi madre nunca se atrevió a defenderme y mi padre, por su parte, no se atrevía a hacerle frente porque se ofendería. Por ejemplo, mi abuela era muy habilidosa con las manos, así que se dedicaba todo el tiempo a la costura. Una vez, cuando le pedí que me enseñara a hacer el talón de unas medias me respondió:

—¡Aprende tú sola igual que hice yo!

—¡Pero tú eres una magnífica mujer de tu casa!— que era el cumplido estrella de la época y yo, inocente de mí, creí que la aplacaría.

—¡Ojalá no veas el día de ser una mujer de tu casa!

Salí corriendo a contárselo a mi madre y, alucinada, me dijo que le preguntase a mi padre qué quería decir todo aquello. Mi padre me preguntó de dónde había sacado esas palabras y, cuando le dije que me las había dicho Memé, palideció pero no hizo nada. Ella sabía que nadie se le ponía por delante.

Otra vez me dijo que ojalá me hubiera muerto en la cuna. No me extraña que me diese pánico que mi madre me abandonara y me dejase con esa arpía.

Por aquella misma época, cuando ya tenía unos diez u once años, en el colegio repartieron zapatos y zuecos para los niños necesitados. El encargado del programa era el director del colegio de niños. Cuando me acerqué allí para que me dieran mis zuecos, el director me tocó de formas muy poco apropiadas y yo, sintiéndome totalmente avergonzada, no le dije nada a nadie. Después, en la tienda de al lado donde mi madre solía mandarnos a comprar, me ocurrió lo mismo con el dependiente a plena luz del día. Esta vez sí que se lo conté a mi madre y, tanto ella como mi padre, fueron a pedirle explicaciones al hombre que, por supuesto, lo negó todo. Más tarde, cuando me hospitalizaron en el Granges Blanches, uno de los muchachos de prácticas volvió a tocarme como no debía mientras me examinaba. Volví a decírselo a mis padres, que montaron gran revuelo, pero, de nuevo, el chico lo negó todo. Años después, en Italia, un cura me abrazó en su despacho y metió las manos por dentro de mi camisa. Lo denuncié ante el obispo y —¡que raro!— el curo lo negó.

En aquellos días, la voz de una mujer no tenía el peso que tiene hoy, y eso que todavía nos queda mucho camino por recorrer.

A lo largo de mi vida, todos estos hombres que se me echaban encima se han aprovechado de su posición, de sus logros o de su modales y lo único que yo podía hacer si no toleraba sus maneras de tratarme, era marcharme. Desafortunadamente, siempre trabajé para el director ejecutivo o para el socio preferente de una empresa, así que no había ningún superior a quien yo pudiera dirigir mis quejas, y ellos sacaban un gran partido de esa situación. Además, la única vez que me quejé, hablé con la oficina de empleo y nos llamaron a mí y a mi jefe para una audiencia. Como yo acababa de llegar a los Estados Unidos y todavía no tenía mucha fluidez hablando en inglés, la oficina de empleo me penalizó por ‘haber mentido’.

Estoy segura de que las formas que tenían antes para solventar las cosas sorprendería a más de uno en esta época. Pegar a los niños era lo más normal del mundo y, por lo general, nadie se moría. Pero ahora no me refiero a ese tipo de abusos, ahora me refiero a aprovecharse de aquellos que no pueden defenderse a sí mismos por el motivo que sea: bien por su edad, por su sexo, por su cultura o por su fuerza física.

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