Myrtle meditó la respuesta.
—Me casé porque creí que era un caballero —dijo por fin—. Creí que sabía lo que es una buena educación, pero no valía ni para limpiarme los zapatos con la lengua.
—Pues durante un tiempo estuviste loca por él —dijo Catherine.
—¡Loca por él! —exclamó Myrtle con incredulidad—. ¿Quién ha dicho que estaba loca por él? Jamás he estado más loca por él que por ese hombre.
De repente me señaló con el dedo, y todos me miraron acusadoramente. Intenté que mi expresión dejara claro que yo no aspiraba a ningún tipo de aprecio.
—Mi única locura fue casarme. E inmediatamente supe que me había equivocado. Él le pidió prestado a no sé quién su mejor traje para la boda, y no me dijo ni una palabra, y el hombre vino a por su traje un día que mi marido no estaba. «Ah, ¿el traje es suyo?», dije, «pues ahora me entero». Se lo di y luego me eché en la cama y me pasé la tarde llorando sin parar.
—Tendría que separarse —me resumió Catherine—. Llevan once años viviendo en el altillo de ese garaje. Y Tom es el primer amigo que ha tenido.
La botella de whisky —la segunda— ahora estaba muy solicitada por todos los presentes, exceptuando a Catherine, que «se sentía bien sin nada». Tom llamó al conserje y lo mandó a por unos sándwiches famosos que valían por una cena completa. Yo tenía ganas de irme y pasear hacia el este en dirección al parque, a la luz suave del crepúsculo, pero cada vez que intentaba despedirme me veía enredado en alguna ruidosa discusión sin sentido, que me retenía, como si me hubieran atado. Dominando la ciudad, sin embargo, nuestra fila de ventanas iluminadas ofrecería su parte de secreto humano al observador ocasional de las calles oscuras, algo que también era yo, mirando y maravillándome. Yo estaba dentro y fuera, a la vez encantado y repelido por la inagotable variedad de la vida.
Myrtle acercó su silla, y de repente su aliento cálido derramó sobre mí la historia del primer encuentro con Tom.
—Fue en esos dos asientos pequeños, uno frente a otro, que siempre son los últimos que quedan libres en el tren. Iba a Nueva York a ver a mi hermana y a pasar la noche. Tom iba vestido de etiqueta, con zapatos de charol, y yo no podía quitarle los ojos de encima, pero, si él me miraba, fingía leer el anuncio que había más arriba de su cabeza. Cuando llegamos a la estación, lo sentí cerca, y la pechera blanca de su camisa me oprimía el brazo, así que le dije que iba a llamar a un policía, pero él sabía que no era verdad. Yo estaba tan excitada cuando me subí con él al taxi que apenas si me di cuenta de que no tomaba el metro. Lo único que pensaba, una y otra vez, era: «No vas a vivir eternamente; no vas a vivir eternamente».
Se volvió hacia mistress McKee y resonó en la habitación su risa artificial.
—Tesoro —exclamó—, te regalaré el vestido en cuanto me lo quite. Mañana pienso comprarme otro. Voy a hacer una lista de todas las cosas que necesito. Un masaje y una permanente, un collar para el perro, uno de esos ceniceros tan lindos con un dispositivo para tragarse la ceniza, y una corona con lazo de seda negro para la tumba de mi madre, que dure todo el verano. Voy a hacer una lista con todas las cosas que tengo pendientes para que no se me olviden.
Eran las nueve, y casi inmediatamente miré el reloj y vi que eran las diez. Mister McKee se había quedado dormido en su silla, con los puños cerrados sobre el regazo. Parecía la foto de un hombre de acción. Cogí el pañuelo y le limpié de la mejilla la espuma de afeitar seca que me había inquietado toda la tarde.
El perrillo miraba desde encima de la mesa, cegado por el humo, y de vez en cuando gemía débilmente. La gente desaparecía, reaparecía, hacía planes para ir a algún sitio, y entonces se perdía, se buscaba, se encontraba a un metro de distancia. En torno a la medianoche Tom Buchanan y mistress Wilson, de pie, cara a cara, discutieron apasionadamente si mistress Wilson tenía derecho a pronunciar el nombre de Daisy.
—¡Daisy! ¡Daisy! ¡Daisy! ¡Dai..! —gritó mistress Wilson—. ¡Lo diré todas las veces que me dé la gana!
Con un movimiento seco y expeditivo, Tom Buchanan le rompió la nariz con la mano abierta.
Entonces hubo en el suelo del cuarto de baño toallas empapadas de sangre, y voces indignadas de mujeres, y, por encima de la confusión, un quejido de dolor inacabable y entrecortado. Mister McKee se despertó y buscó aturdido la puerta. No había terminado de salir cuando se volvió y vio la escena: Catherine y su mujer, que gritaban y protestaban e intentaban ofrecer algún consuelo mientras, con cosas del botiquín en la mano, tropezaban en todos los muebles que atestaban la habitación, y la desesperada figura del sofá, que no dejaba de sangrar e intentaba proteger con las páginas del Town Tattle la tapicería y sus escenas de Versalles. Entonces mister McKee dio media vuelta y reemprendió el camino hacia la puerta. Cogí mi sombrero del candelabro donde lo había dejado, y lo seguí.
—Venga a comer un día —sugirió, mientras bajaba y gemía el ascensor.
—¿Adónde?
—A cualquier sitio.
—No toque la palanca —se quejó el ascensorista.
—Perdone —dijo mister McKee muy digno—. No me he dado cuenta.
—Estupendo —dije yo—. Será un placer.
… Y luego yo estaba de pie, junto a la cama, y mister McKee, entre las sábanas y en ropa interior, sentado, tenía en las manos una carpeta grande.
—La bella y la bestia… Soledad… El caballo de la vieja tienda de ultramarinos… El puente de Brooklyn…
Después me vi derrumbado, medio dormido, en el andén más hondo y frío de la Pennsylvania Station, con la mirada fija en la primera edición del Tribune y esperando el tren de las cuatro de la mañana.
3
Llegaba música de la casa de mi vecino en las noches de verano. En sus jardines azules hombres y chicas iban y venían como mariposas nocturnas entre los murmullos, el champagne y las estrellas. Cuando por las tardes subía la marea, yo miraba a los invitados, que se tiraban desde el trampolín de la balsa de Gatsby, o tomaban el sol en la arena caliente de su playa privada mientras dos lanchas motoras surcaban las aguas del estrecho y remolcaban a esquiadores acuáticos sobre cataratas de espuma. Los fines de semana el Rolls-Royce de Gatsby se convertía en autobús y, desde las nueve de la mañana hasta la madrugada, traía y llevaba a grupos de la ciudad, mientras una furgoneta volaba como un bicho amarillo a esperar a todos los trenes. Y los lunes ocho criados, incluyendo un jardinero extra, se pasaban el día limpiando, fregando, dando martillazos, podando y arreglando el jardín, remediando los estragos de la noche anterior.
Una frutería de Nueva York mandaba todos los viernes cinco cajas de limones y naranjas, y todos los lunes esos mismos limones y naranjas salían por la puerta trasera en una pirámide de cáscaras sin pulpa. En la cocina había una máquina que podía exprimir doscientas naranjas en media hora si el pulgar del mayordomo apretaba doscientas veces un botón.
Al menos una vez cada quince días un ejército de proveedores se presentaba con más de cien metros de lona y suficientes luces de colores como para convertir el enorme jardín de Gatsby en un árbol de Navidad. En las mesas del buffet, adornadas con entremeses deslumbrantes, jamones cocidos con especias se apretaban contra ensaladas arlequinadas, pastelillos de carne de cerdo y pavos color de oro viejo, como encantados. En el vestíbulo principal ponían un bar, con una auténtica barra de metal donde apoyar el pie, y provisto de ginebras, bebidas alcohólicas y licores olvidados desde hacía tanto tiempo que la mayoría de las invitadas eran demasiado jóvenes para distinguir unos de otros.
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