Lucy Maud Montgomery - 100 Clásicos de la Literatura

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100 Clásicos de la Literatura: краткое содержание, описание и аннотация

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Revisados y actualizados, contienen un índice de contenidos al inicio del libro que permite acceder a cada tíltulo de forma fácil y directa. El retrato de Dorian Gray por Oscar Wilde Mujercitas por Louisa May AlcottHombrecitos por Louisa May AlcottOrgullo y Prejuicio por Jane AustenPeter Pan por J.M. BarrieTrilogía de Caspak 1. La Tierra Olvidada por el Tiempo por Edgar Rice BurroughsTrilogía de Caspak 2. Los Pueblos que el Tiempo Olvidó por Edgar Rice BurroughsTrilogía de Caspak 3. Desde el Abismo del Tiempo por Edgar Rice BurroughsDesde mi celda por Gustavo Adolfo BécquerLa Historia de Tristán e Isolda por Joseph BédierFuente Ovejuna por Félix Lope de Vega y CarpioEl Perro del Hortelano por Félix Lope de Vega y CarpioEl Hombre que Fue Jueves por G. K. ChestertonLa Ley y la Dama por Wilkie CollinsEspaña Contemporánea por Rubén DaríoCrimen y Castigo por Fedor Mikhaïlovitch DostoïevskiEl Sabueso de los Baskerville por Arthur Conan DoyleLas Aventuras de Sherlock Holmes por Arthur Conan DoyleVeinte Años Después por Alexandre DumasAgua de nieve por Concha EspinaEl Curioso Caso de Benjamin Button por Francis Scott FitzgeraldEl Profeta por Kahlil GibranAntología Poética por Miguel HernándezLa Odisea por HomeroLos Cuatro Jinetes del Apocalipsis I por Vicente Blasco IbáñezLos Cuatro Jinetes del Apocalipsis II por Vicente Blasco IbáñezTres Hombres en una Barca por Jerome K. JeromeLa Metamorfosis por Franz KafkaCartas a Milena por Franz KafkaIdeario Español por Mariano José de LarraEl Casarse Pronto y Mal por Mariano José de LarraLa Quimera del Oro por Jack LondonRomancero Gitano por Federico García LorcaEl Rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda por Thomas MaloryLo Que el Viento se Llevó por Margaret MitchellEl Avaro por MolièreLolita por Vladimir NabokovLa República por PlatónLa Caída de la Casa de Usher por Edgar Allan PoeLa Divina Comedia por Dante AlighieriMetafísica por AristótelesSentido y Sensibiildad por Jane AustenLas Flores del Mal por Charles BaudelaireEl Decamerón por Giovanni BoccaccioAgnes Grey (Español) por Anne BrontëLas Aventuras de Pinocho por C. CollodiEl Último Mohicano por James Fenimore CooperNoches Blancas por Fedor Mikhaïlovitch DostoïevskiEstudio en Escarlata por Arthur Conan DoyleEl Signo de los Cuatro por Arthur Conan DoyleLos Tres Mosqueteros por Alexandre DumasCanción del Pirata por José de EsproncedaMadame Bovary I por Gustave FlaubertPsicología de las Masas y Análisis del Yo por Sigmund FreudBailén por Benito Pérez GaldósEl Jardín del Profeta por Kahlil GibranFausto Parte I por Johann Wolfgang Goethe.Fausto Parte II por Johann Wolfgang von GoetheLOS MISERABLES por Victor Hugo Y MUCHOS MÁS.

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—La semana que viene: tengo al chófer arreglándolo.

—No se da prisa, ¿verdad?

—Se equivoca —dijo Tom con frialdad—. Pero, si lo cree así, quizá lo mejor sea que le venda el coche a otro.

—No es eso lo que digo —se apresuró a explicar Wilson—. Lo que digo es que…

Su voz se fue apagando y Tom miró impaciente a su alrededor. Entonces oí pasos en la escalera y, al momento, la pesada silueta de una mujer tapó la luz de la puerta de la oficina. Debía de tener unos treinta y cinco años, y estaba un poco gorda, pero lucía sus carnes con esa sensualidad de la que algunas mujeres son capaces. No había rasgos ni atisbo de belleza en su cara, que surgía de un vestido de seda azul oscuro a lunares, pero aquella mujer poseía una vitalidad inmediatamente perceptible, como si los nervios de su cuerpo estuvieran siempre al rojo vivo. Sonreía con calma, y pasando a través del marido como si fuera un fantasma, le estrechó la mano a Tom, mirándolo intensamente a los ojos. Se humedeció los labios y, sin volverse, le dijo a su marido con una voz suave y ordinaria:

—Trae sillas, que se pueda sentar la gente.

—Ah, sí —asintió inmediatamente Wilson, y fue a la oficina, confundiéndose en el acto con el color cemento de las paredes.

Polvo blanco y ceniciento le cubría el traje oscuro y el pelo pálido como cubría todo lo que había a su alrededor, excepto a su mujer, que se había acercado a Tom.

—Quiero verte —dijo Tom con decisión—. Coge el próximo tren.

—Muy bien.

—Espérame en el puesto de periódicos del andén de abajo.

La mujer asintió y se separó de Tom en el momento preciso en que George Wilson salía de la oficina con dos sillas.

La esperamos en la carretera, donde no podían vernos. Faltaban pocos días para el Cuatro de Julio, y un niño italiano, gris y escuálido, ponía una fila de petardos en la vía del tren.

—Terrible lugar, ¿verdad? —dijo Tom, intercambiando con el doctor Eckleburg una mirada de disgusto.

—Horrible.

—A ella le viene bien salir.

—¿Al marido no le importa?

—¿Wilson? Cree que va a Nueva York a ver a su hermana. Es tan tonto que ni siquiera sabe que está vivo.

Así que Tom Buchanan, su chica y yo fuimos juntos a Nueva York. O no exactamente juntos, porque mistress Wilson viajó discretamente en otro vagón. Era una deferencia de Tom con la susceptibilidad de los habitantes de East Egg que pudieran ir en el tren.

Mistress Wilson se había cambiado el vestido por uno de muselina marrón estampada que se le ajustó restallante a las anchas caderas cuando Tom la ayudó a apearse en el andén de Nueva York. En el puesto de periódicos compró el Town Tattle y una revista de cine, y en el drugstore de la estación crema facial y un perfume. Arriba, en la entrada solemne y llena de ecos, rechazó cuatro taxis antes de elegir uno, nuevo, de color lavanda, con la tapicería gris, y en él nos alejamos de la gran estación, hacia la espléndida luz del sol. Pero inmediatamente mistress Wilson dejó de prestar atención a la ventanilla, se inclinó hacia delante, y golpeó en el cristal que nos separaba del chófer.

—Quiero uno de esos perros —dijo muy seria—. Quiero uno para el apartamento. Es bueno tener… un perro.

Dimos marcha atrás en busca de un viejo ceniciento que se parecía de un modo absurdo a John D. Rockefeller. En una cesta que le colgaba del cuello se encogían de miedo un puñado de cachorros recién nacidos, de raza indeterminada.

—¿Qué tipo de perros son? —preguntó mistress Wilson con verdadera ilusión, cuando el hombre se acercó a la ventana del taxi.

—De todos los tipos. ¿Qué tipo busca usted, señora?

—Me gustaría un perro policía, pero supongo que no tendrá ninguno de esa raza.

El hombre miró con ojos inseguros dentro de la cesta, metió la mano y sacó un cachorro que no paraba de moverse, cogiéndolo por el cuello.

—No es un perro policía —dijo Tom.

—No, no es exactamente un perro policía —dijo el hombre, con algo de decepción—. Yo más bien diría que es un Airedale —pasó la mano por el lomo pardo, que parecía un paño de cocina—. Fíjese en el pelo. Qué pelo. Este perro jamás le dará la lata con un resfriado.

—Me parece precioso —dijo mistress Wilson con entusiasmo—. ¿Cuánto cuesta?

—¿Este perro? —el hombre lo miró con verdadera admiración—. Para usted serán diez dólares.

El Airedale —indudablemente había implicado algún remoto Airedale en el asunto, aunque aquellas patas fueran llamativamente blancas— cambió de dueño y fue a caer en el regazo de mistress Wilson, que acarició con arrobo aquel pelaje a prueba de las inclemencias del tiempo.

—¿Es niño o niña? —dijo con delicadeza.

—¿Este perro? Es niño.

—Es una perra —dijo Tom terminantemente—. Aquí tiene su dinero. Vaya y cómprese diez perros más.

Entramos en la Quinta Avenida, cálida y adormilada, casi pastoral, en la tarde veraniega de domingo. No me hubiera extrañado ver aparecer en una esquina un gran rebaño de ovejas blancas.

—Pare —dije—. Tengo que dejaros aquí.

—De eso nada —me interrumpió Tom—. Myrtle se ofendería si no subes al apartamento. ¿Verdad, Myrtle?

—Venga —me insistió mistress Wilson—. Llamaré por teléfono a mi hermana Catherine. Los que entienden dicen que es muy guapa.

—Me gustaría ir, pero…

No nos detuvimos, volvimos a acortar por Central Park hacia el oeste y las calles Cien. En la calle Ciento cincuenta y ocho el taxi se paró ante un trozo del gran pastel blanco de un edificio de apartamentos. Lanzando al vecindario una mirada de reina que vuelve al hogar, mistress Wilson cogió el perro y sus otras compras y entró en la casa con aires de grandeza.

—Voy a llamar a los McKee —anunció mientras subíamos en el ascensor—. Y a mi hermana, claro.

El apartamento estaba en el ático: una pequeña sala de estar, un pequeño comedor, un pequeño dormitorio y un cuarto de baño. Hasta la puerta del cuarto de estar se acumulaban los muebles, tapizados y demasiado grandes, y dar un paso significaba tropezarse con escenas de damas columpiándose en los jardines de Versalles. El único cuadro era una fotografía muy ampliada, desenfocada, de lo que parecía ser una gallina posada en una piedra. Mirada desde lejos, sin embargo, la gallina se convertía en una cofia, y el semblante de una dama anciana y corpulenta resplandecía en la habitación. Había encima de la mesa varios números atrasados de Town Tattle, un ejemplar de Simón, llamado Pedro y algunas revistas de cotilleos de Broadway. Mistress Wilson se preocupó del perro ante todo. Un ascensorista fue de mala gana a por leche y un cajón con paja, a lo que añadió por iniciativa propia una lata de galletas para perro grandes y duras, una de las cuales pasó la tarde deshaciéndose apáticamente en el cuenco de leche. Y, mientras, Tom sacó una botella de whisky de una cómoda cerrada con llave.

Sólo me he emborrachado dos veces en mi vida, y la segunda fue aquella tarde, así que una confusa capa de niebla empaña todo lo que pasó, aunque un sol espléndido iluminó el apartamento hasta pasadas las ocho. Sentada encima de Tom, mistress Wilson llamó por teléfono a varias personas, y luego se acabaron los cigarrillos, y bajé a comprar a la tienda de la esquina. Cuando volví, los amantes habían desaparecido, y yo me senté prudentemente en el cuarto de estar y leí un capítulo de Simón, llamado Pedro: o era infame o el whisky distorsionaba las cosas, porque aquello no tenía ningún sentido.

En el momento en que Tom y Myrtle (después de la primera copa mistress Wilson y yo nos tuteamos) reaparecieron, los invitados empezaron a llegar al apartamento.

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