Lucy Maud Montgomery - 100 Clásicos de la Literatura

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Lo llevé a la cocina, donde miró con cierto rechazo a la finlandesa. Juntos examinamos los doce pasteles de limón de la tienda de delicatessen.

—¿Te parecen bien?

—¡Sí, por supuesto! ¡Estupendos! —y añadió, aunque sonó a falso—… compañero.

La lluvia amainó hacia las tres y media y se convirtió en una bruma húmeda, en la que flotaba alguna que otra gota minúscula, como de rocío. Gatsby ojeaba, ausente, un ejemplar de la Economía de Clay, se sobresaltaba cuando los pasos de la finlandesa hacían temblar el suelo de la cocina, y de vez en cuando miraba las ventanas empañadas como si una serie de acontecimientos invisibles pero alarmantes estuvieran sucediendo fuera. Se levantó por fin y, con voz insegura, me informó de que se iba a casa.

—¿Y eso por qué?

—No vendrá nadie a tomar el té. ¡Es demasiado tarde! —miró el reloj como si su tiempo fuera requerido con urgencia en otro sitio—. No puedo esperar todo el día.

—No seas tonto; faltan dos minutos para las cuatro.

Se sentó, abatido, como si le hubiera empujado, y en ese momento se oyó el ruido de un motor que entraba en el camino de mi casa. Los dos nos pusimos en pie de un salto y yo, un poco angustiado también, salí al jardín.

Bajo los lilos desnudos y goteantes subía por el camino un gran descapotable. Se detuvo. La cara de Daisy, ladeada bajo un tricornio de color lavanda, me miró con una sonrisa extasiada y luminosa.

—¿Aquí es donde vives, amor mío?

El susurro estimulante de su voz era bajo la lluvia un tónico fortísimo. Tuve que seguir la melodía un momento, arriba y abajo, sólo con el oído, antes de captar las palabras. Una veta de pelo mojado se le pegaba a la mejilla como una pincelada azul, y tenía la mano húmeda de gotas brillantes cuando se la cogí para ayudarla a apearse del coche.

—¿Te has enamorado de mí? —me dijo al oído—. Si no, ¿por qué tenía que venir sola?

—Ése es el secreto del castillo de Rackrent. Dile al chófer que se vaya y vuelva dentro de una hora.

—Vuelva dentro de una hora, Ferdie —y en un murmullo grave—. Se llama Ferdie.

—¿La gasolina le afecta a la nariz?

—No creo —dijo inocentemente—. ¿Por qué?

Entramos. Para mi sorpresa y confusión no había nadie en el cuarto de estar.

—Bueno, esto sí que tiene gracia.

—¿Qué tiene gracia?

Volvió la cabeza a la vez que sonaban unos golpes suaves y solemnes en la puerta. Fui a abrir. Era Gatsby, pálido como la muerte; con las manos hundidas como pesas en los bolsillos de la chaqueta, sobre un charco de agua, me miraba trágicamente a los ojos.

Con las manos todavía en los bolsillos de la chaqueta, cruzó a mi lado el recibidor majestuosamente, giró de pronto como si anduviera sobre un alambre, y desapareció en la sala de estar. No tenía ninguna gracia. Consciente de cómo me latía el corazón, le cerré la puerta a la lluvia, que iba en aumento.

Durante unos segundos no se oyó un ruido. Luego me llegó del cuarto de estar una especie de murmullo ahogado, una risa interrumpida, y la voz de Daisy, clara y artificial.

—Por supuesto que sí: me alegra muchísimo volver a verte.

Una pausa; se prolongó pavorosamente. No tenía nada que hacer en el recibidor, así que entré en la habitación.

Gatsby, con las manos todavía en los bolsillos, se había apoyado en la repisa de la chimenea, en una imitación forzada de la naturalidad absoluta, incluso del aburrimiento. La cabeza se echaba hacia atrás de tal modo que descansaba en la esfera de un difunto reloj, y desde esa postura miraba con ojos de perturbado a Daisy, asustada pero muy elegante, sentada en el filo de una silla.

—Ya nos conocíamos —murmuró Gatsby.

Me miró unos segundos, y los labios se abrieron en un fallido intento de risa.

Por suerte el reloj aprovechó ese momento para inclinarse peligrosamente bajo la presión de la cabeza de Gatsby, que se volvió y lo atrapó con dedos temblorosos para devolverlo a su sitio. Luego se sentó, rígido, con el codo en el brazo del sofá y la barbilla en la mano.

—Siento lo del reloj —dijo.

La cara me ardía como si estuviéramos en los trópicos. No fui capaz de encontrar ni un solo lugar común de los mil que tengo en la cabeza.

—Es un reloj viejo —dije estúpidamente.

Creo que, por un momento, los tres pensamos que se había hecho pedazos contra el suelo.

—Hace muchos años que no nos vemos —dijo Daisy, con la voz más neutra posible.

—Cinco años el próximo noviembre.

La respuesta automática de Gatsby nos paralizó un minuto más por lo menos. Los había hecho levantarse con la sugerencia desesperada de que me ayudaran a preparar el té en la cocina cuando la finlandesa del demonio lo trajo en una bandeja.

Entre la oportuna confusión de tazas y pasteles se estableció cierta cordialidad física. Gatsby se retiró a la sombra y, mientras Daisy y yo hablábamos, nos miraba alternativamente a uno y a otro, a fondo, con ojos llenos de tensión e infelicidad. Pero, puesto que la serenidad no era un fin en sí mismo, me excusé en cuanto pude y me levanté.

—¿Adónde vas? —preguntó Gatsby, alarmado.

—Volveré.

—Tengo que hablar contigo antes de que te vayas.

Me siguió a la cocina, descompuesto, cerró la puerta, y murmuró totalmente abatido:

—Dios mío.

—¿Qué pasa?

—Ha sido un error terrible —dijo, negando con la cabeza—, un error terrible, terrible.

—Te sientes violento, eso es todo —y por suerte añadí—. Daisy también se siente violenta.

—¿Se siente violenta? —repitió, incrédulo.

—Tanto como tú.

—No hables tan alto.

—Te estás portando como un niño —corté, impaciente—. No sólo eso: te estás portando como un maleducado. Ahí está Daisy, sola.

Levantó la mano para detener mis palabras, me lanzó una inolvidable mirada de reproche, y, abriendo la puerta con mucho cuidado, volvió a la otra habitación.

Yo salí por la puerta de atrás —el mismo camino que Gatsby, nervioso, había tomado media hora antes para dar la vuelta a la casa— y corrí hacia un inmenso y nudoso árbol negro cuyas hojas frondosas tejían una pantalla contra la lluvia. Otra vez diluviaba, y mi césped desigual, recién afeitado por el jardinero de Gatsby, abundaba en minúsculos pantanos enfangados y ciénagas prehistóricas. No había nada que mirar desde el pie del árbol, excepto la enorme casa de Gatsby, así que me dediqué a mirarla, como Kant el campanario de su iglesia, durante media hora. Un fabricante de cerveza la había construido al principio de la moda de la «arquitectura de época», diez años antes, y contaban que se había comprometido a pagar durante cinco años los impuestos de las casas de campo de todo el vecindario si los propietarios hacían los tejados de paja. Puede que el rechazo general disuadiera al cervecero de su plan de Fundar una Familia: inmediatamente empezó la decadencia. Sus hijos vendieron la casa cuando la corona fúnebre aún colgaba de la puerta. Los americanos, dispuestos a ser siervos e incluso impacientes por serlo, siempre se han mostrado reacios a ser gente de campo.

Media hora después, el sol volvió a brillar, y el automóvil del tendero tomó el camino de la casa de Gatsby con las materias primas para la cena de la servidumbre: estaba seguro de que Gatsby no comería nada. Una criada empezó a abrir las ventanas de la planta alta de la casa, apareció un instante en cada una, y, asomándose al amplio mirador principal, escupió meditativamente en el jardín. Era hora de volver. La lluvia, mientras duró, parecía el murmullo de las voces de Gatsby y Daisy, elevándose, creciendo de vez en cuando en ráfagas de emoción. Pero ahora, en el silencio nuevo, sentí que el silencio también había caído sobre la casa.

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