Lucy Maud Montgomery - 100 Clásicos de la Literatura

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100 Clásicos de la Literatura: краткое содержание, описание и аннотация

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«Todo es posible ahora que hemos cruzado este puente», pensé; «absolutamente todo». Incluso Gatsby era posible, sin especial asombro.

Mediodía excelente. En una bodega bien ventilada de la calle Cuarenta y dos me reuní con Gatsby para comer. Parpadeando para quitarme de los ojos la luz de la calle, lo entreví en la antesala. Hablaba con otro hombre.

—Mister Carraway, le presento a mi amigo mister Wolfshiem.

Un judío menudo y chato levantó su gran cabeza y me miró con dos estupendas matas de pelo que le crecían generosamente en los orificios de la nariz. Tardé unos segundos en descubrir sus ojillos en la semioscuridad.

—… Así que lo miré —dijo mister Wolfshiem, estrechándome la mano con energía—, ¿y qué cree que hice?

—¿Qué? —pregunté por cortesía.

Pero era evidente que no se dirigía a mí, porque me soltó la mano y apuntó a Gatsby con su nariz, muy expresiva.

—Le di el dinero a Katspaugh y le dije: «Muy bien, Katspaugh, no le pagues ni un centavo hasta que cierre la boca». La cerró en el acto.

Gatsby nos cogió del brazo y nos llevó hacia el comedor, y mister Wolfshiem, tragándose una frase que acababa de empezar, se quedó ensimismado, como un sonámbulo.

—¿Whisky con soda y hielo? —preguntó el maître.

—Está bien este restaurante —dijo mister Wolfshiem, mirando las ninfas presbiterianas del techo—. Pero me gusta más el de enfrente.

—Sí, whisky con soda —asintió Gatsby, y a mister Wolfshiem—. En el de enfrente hace demasiado calor.

—Hace calor y es pequeño, sí —dijo mister Wolfshiem—, pero está lleno de recuerdos.

—¿Qué sitio es? —pregunté.

—El viejo Metropole.

—El viejo Metropole —repitió triste y meditabundo mister Wolfshiem—. Lleno de caras muertas y desaparecidas. Lleno de amigos que se han ido para siempre. No olvidaré mientras viva la noche que mataron a Rosy Rosenthal. Éramos seis a la mesa, y Rosy había comido y bebido mucho aquella noche. Cuando ya era casi de día, el camarero se le acercó con un gesto raro y le dijo que alguien quería hablar con él en la calle. «Muy bien», dijo Rosy, y empezó a levantarse. Yo lo obligué a sentarse: «Que vengan aquí esos hijos de puta si quieren verte, Rosy, pero no se te ocurra salir de esta habitación». Eran las cuatro de la mañana, y si hubiéramos levantado las persianas habríamos visto la luz del día.

—¿Y salió? —pregunté inocentemente.

—Por supuesto que salió —la nariz de mister Wolfshiem se dirigió fulminante hacia mí, indignada—. Se volvió en la puerta y dijo: «¡Que el camarero no se lleve mi café!» Luego salió a la acera, le pegaron tres tiros en la barriga y se dieron a la fuga.

—Electrocutaron a cuatro —dije, haciendo memoria.

—A cinco, contando a Becker —las ventanas de la nariz se abrieron ante mí con interés—. Tengo entendido que busca usted coneggsiones para sus negocios.

La yuxtaposición de aquellas dos frases me dejó perplejo. Gatsby respondió por mí.

—Ah, no —exclamó—. No es éste.

—¿No? —Mister Wolfshiem parecía desilusionado.

—Es sólo un amigo. Ya te dije que hablaríamos de eso en otro momento.

—Le pido disculpas —dijo mister Wolfshiem—. Me he equivocado.

Un suculento estofado llegó, y mister Wolfshiem, olvidando la atmósfera sentimental del viejo Metropole, empezó a comer con una delicadeza feroz. Sus ojos, entretanto, recorrieron muy despacio todo el local. Y, para completar el arco, se volvió a inspeccionar a las personas que tenía detrás. Creo que, si yo no hubiera estado presente, habría echado un vistazo debajo de la mesa.

—Óyeme, compañero —dijo Gatsby, inclinándose hacia mí—. Me temo que esta mañana, en el coche, te he molestado.

Allí estaba de nuevo la sonrisa, pero esta vez no cedí.

—No me gustan los misterios —respondí—, y no entiendo por qué no me hablas con franqueza y me dices lo que quieres. ¿Por qué me lo tiene que decir miss Baker?

—No es nada turbio —me aseguró—. Miss Baker es una gran deportista, ya sabes, y jamás haría nada incorrecto.

De repente miró el reloj, se puso en pie de un salto y salió a toda prisa de la habitación, dejándome con mister Wolfshiem en la mesa.

—Tiene que hablar por teléfono —dijo mister Wolfshiem, siguiéndolo con la mirada—. Un tipo estupendo, ¿verdad? Da gusto verlo y es un perfecto caballero.

—Sí.

—Estudió en Oggsford.

—¡Ah!

—Fue al Oggsford College, en Inglaterra. ¿Conoce el Oggsford College?

—Algo he oído.

—Es uno de los más famosos colleges del mundo.

—¿Hace mucho que conoce a Gatsby? —pregunté.

—Varios años —contestó, complacido—. Tuve el placer de conocerlo recién acabada la guerra. Pero supe que había descubierto a un hombre de excelente crianza después de hablar con él una hora. Me dije: «Éste es el tipo de hombre al que llevarías encantado a casa y le presentarías a tu madre y a tu hermana» —hizo una pausa—. Veo que está mirando mis gemelos.

Yo no estaba mirando los gemelos, pero los miré entonces. Estaban hechos con piezas de marfil extrañamente familiares.

—Los mejores ejemplares de molares humanos —me informó.

—¡No me diga! —los examiné—. Es una idea muy interesante.

—Sí —se cubrió de un tirón los puños de la camisa con las mangas de la chaqueta—. Sí, Gatsby es muy respetuoso con las mujeres. Ni se atrevería a mirar a la mujer de un amigo.

Cuando el merecedor de aquella confianza instintiva volvió y se sentó a la mesa, mister Wolfshiem se bebió el café de un tirón y se levantó.

—Ha sido un placer comer con ustedes —dijo—, pero voy a dejarlos. Son jóvenes y no quiero que me consideren un pesado.

—No tengas prisa, Meyer —dijo Gatsby, sin entusiasmo.

Mister Wolfshiem levantó la mano en una especie de bendición.

—Eres muy amable, pero pertenezco a otra generación —anunció solemnemente—. Ustedes se quedan aquí y hablan de sus diversiones, de sus amigas, de sus… —un vago movimiento de la mano sustituyó a un nombre imaginario—. En lo que a mí concierne, tengo cincuenta años y no quiero seguir imponiéndoles mi presencia.

Cuando nos dio la mano y se volvió, le temblaba la nariz trágica. Me pregunté si había dicho yo algo que pudiera ofenderlo.

—A veces se pone muy sentimental —me explicó Gatsby—. Hoy tiene uno de sus días sentimentales. Es todo un personaje en Nueva York, vecino de Broadway.

—¿Es actor?

—No.

—¿Dentista?

—¿Meyer Wolfshiem? No, es jugador —Gatsby titubeó antes de añadir fríamente—. Es el hombre que amañó la serie final de las Grandes Ligas de béisbol en 1919.

—¿Amañó la serie final? —repetí.

La idea me dejó estupefacto. Recordaba, por supuesto, que en 1919 amañaron el campeonato, pero, si hubiera pensado en el asunto, me habría parecido algo que pasó simplemente, el eslabón final de una cadena inevitable. No se me hubiera ocurrido nunca que un hombre pudiera jugar con la buena fe de cincuenta millones de personas con la determinación de un ladrón que revienta una caja fuerte.

—¿Cómo se le ocurrió hacer una cosa así? —pregunté.

—Se le presentó la oportunidad.

—¿Por qué no está en la cárcel?

—No lo pueden coger, compañero. Es listo.

Insistí en pagar la cuenta. Cuando el camarero me dio el cambio, descubrí a Tom Buchanan al fondo del local abarrotado.

—Acompáñame un momento —dije—. Tengo que saludar a alguien.

Tom nos vio, se levantó y dio unos pasos hacia nosotros.

—¿Dónde te has metido? —preguntó con calor—. Daisy está furiosa porque no nos has llamado.

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