Horacio Vazquez-Rial - Las leyes del pasado

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Si es por cuestión de prestar atención al escenario, esta novela sobre la mafia en la Argentina de los años veinte también podría ser considerada parte del «ciclo argentino» de Horacio Vázquez-Rial. Una novela que surge de una investigación del autor sobre Mussolini y sus relaciones con la mafia, y de allí a las ramificaciones de este poderoso grupo criminal en la Argentina.Un libro violento, que transcurre en numerosos escenarios y que relata las aventuras de diversos personajes relacionados con las actividades de la mafia en la ciudad de Rosario, llamada en los años veinte «la Chicago argentina». Una novela en la que los escenarios, desde Roma hasta la Patagonia pasando por Rosario y Buenos Aires, dibujan las tortuosas sendas por las que discurrió uno de los capítulos de la historia del siglo XX: el de la mafia en el sur de América.El narrador de esta historia es Walter Bardelli, uno de los personajes del universo narrativo de Horacio y que ya hiciera su aparición en
El lugar del deseo, ya publicado en esta colección. De forma ágil, el narrador va revelando la trama de intereses que diversos grupos mafiosos urdieron para controlar Argentina —en particular la temible Migdal, la mafia argentina de Rosario— en la primera mitad del siglo XX. Las raíces sicilianas de la mafia, el intento de manipulación de los capos por el Duce, la malla de conveniencias y deslealtades de esos grupos criminales, van aflorando en el texto configurando una trama que va y viene en el tiempo revelando así la voluntad de los mafiosos de establecer un poder autónomo dentro del poder legítimo del Estado. Con su narración, Horacio consigue que ese infausto propósito sea narrado como si fuera una peripecia de suspense, o más bien de terror.La alianza entre la mafia y la oligarquía se halla en la fundación de los grupos parapoliciales. Es una poderosa alianza que ha llegado hasta nuestros días. Siempre he creído que la Historia con mayúsculas es otro género de ficción. Stendhal dijo que sólo a través de la novela se puede llegar a la verdad y estoy bastante de acuerdo con él. (Horacio Vázquez-Rial)

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—Es una cifra importante.

—Es el precio de su vida, y de la de ellas. ¿Le parece mucho?

—Siendo eso lo que compro, no.

—Pues voy a avisar.

—Espere… Déme un par de horas. Quiero prepararlas. Para que no se resistan.

—Bien que hace. Dentro de dos horas, las subiré a un camarote.

7

El viaje de Ganitz con sus dos esclavas duró aún veinticuatro días. La iniciación de Hannah y de Myriam corrió a cargo de su dueño quien, en las dos horas concedidas por el capitán y valiéndose de un objeto de caucho con las formas de un pene de considerable tamaño, hizo lo que en otros casos hacen, sin dolor ni violencia, la pasión, la ternura o el deseo. Lo único que le movía era la ira por el despojo del que se sentía víctima: las cuentas del marino no incluían el precio de dos virginidades en el mercado del sur, bocados cardenalicios para los que había buenos y conocidos clientes, y Ganitz no quería hacer regalos a nadie: si su vida era estimada en cinco mil pesos, no iba a pagar por ella el doble, lo supieran o no quienes le cobraban: le parecía preferible desperdiciar el mayor de los méritos de su mercancía, dañándola por propia mano, a entregarla intacta sin recibir nada a cambio.

Después, empezaron a pasar los hombres. En su mayoría, eran de apetencias simples y actuaciones breves, de modo que, aunque los olores y, en ocasiones, los dolores, resultaban a menudo escandalosos, lo efímero de los contactos acababa por hacerlos tolerables. Pero el capitán había visto en la forzosa sumisión de las hembras la oportunidad de hacer alguna ganancia, y ofreció a sus clientes, ya que nada iba a sacar de la tripulación, servicios especiales. Así que Hannah y Myriam volvieron a ser azotadas, aunque ya no por Ganitz y fueron obligadas a ceder todas las entradas de su cuerpo y hasta se vieron empapadas en orines y otras miserias. Durante veinticuatro días. Hannah lo resistió mejor.

Al amanecer del día veinticinco, cuando casi todos los marineros dormían, el capitán, empleando la menor cantidad posible de hombres, hizo detener los motores y echar el ancla. Después, fue a buscar a Ganitz.

—Hemos llegado —le dijo—. Vístase, busque a sus putas y suba a cubierta con el equipaje.

Ganitz obedeció. Subió a cubierta con sus dos pequeñas maletas, seguido por las muchachas, que no llevaban más que lo puesto. Se sorprendió al comprobar que no había ninguna ciudad a la vista: sólo una costa pelada, de arenas extensas y escasas hierbas, barrida por el viento helado.

—No estamos en Montevideo —se limitó a constatar.

—No —le confirmó el capitán—. Estamos al sur de Buenos Aires. —No precisó a qué distancia—. Usted se baja aquí. Y ellas —señaló—. Nosotros vamos a Chile.

El contramaestre traidor fue el encargado de bajarles en un bote y dejarles en la playa. Nadie pronunció palabra en el curso de la operación. Cuando Hannah, Myriam y Ganitz pisaron tierra, el marino, sin abandonar el bote, que inmediatamente después haría girar para regresar al Marseille , señaló al norte, una dirección obvia si se daba por sentado que habían dejado atrás el Río de la Plata.

—Buenos Aires está allá —dijo.

—La cabeza todavía me da para eso —se despidió el rufián.

Mientras el bote se alejaba, Ganitz abrió una maleta y sacó el látigo.

Lo hizo chasquear en el aire y miró a las mujeres.

—También aquí hace frío —murmuró Hannah, acomodándose la poca ropa que llevaba.

—Vamos —dijo Ganitz—. En marcha.

Echaron a andar hacia el norte. Era el comienzo de un camino de varios cientos de kilómetros.

Sanofevich aún no había entrado en el destino de Hannah.

2. La Bestia

¡Pobrecilla! Lleva las faldas muy arremangadas. En vida, se hubiese ruborizado.

Raymond Queneau, Siempre somos demasiado buenos con las mujeres

Ammazzavano… mai erano buoni, coragiossi. Non uccidevano per cattiveria. Ammazzavano perché sapevano che sarebbero morti, che erano destinati a morire. Quei ragazzi erano nati sotto una cattiva stella e infatti sono finiti ammazzati tutti quanti.

Antonino Calderone, mafioso

1

El de Sanofevich era un nombre adquirido en un bar de marineros, en el puerto de Santos, en Brasil. Acababa de llegar de Europa y no tenía ni siquiera nombre. O tenía uno y lo había olvidado. O prefería olvidarlo. O aspiraba a que quien lo hubiese conocido, lo olvidara.

Entró en el Marabú como había bajado del barco: con lo puesto. Iba a beber. Alguien pagaría. Seguramente, alguna de las mujeres que aguardaban junto a la barra el advenimiento de un destino. O un borracho sentimental.

Pidió un ron y siguió hacia el fondo del local. Los servicios —una pared mohosa con una canaleta en declive al pie y una suerte de choza diminuta con una turca, ambas cosas agresivamente malolientes— estaban al otro lado de un patio en el que se apilaban cajas con botellas vacías y cubos de basura antigua. Si no había nadie dispuesto a pagar, siempre se podía salir por allí, saltar la verja de madera que cerraba el lugar y perderse en la oscuridad. Orinó conteniendo la respiración para que el amoníaco no le lastimara la garganta.

Cuando regresó al interior, su copa estaba servida. La vació de un trago y pidió otra, acodándose en aquel punto de la barra. Una negra cuarentona, rolliza y con el pelo alisado y teñido de platino, se instaló a su izquierda. A su derecha había un marinero rubio que hablaba con el camarero en inglés, una lengua que él no comprendía.

La negra le habló en portugués.

—¿Buscas mujer? —preguntó.

—No entiendo —contestó él, en ruso.

El marinero rubio le oyó.

—Yo hablo ruso —declaró, girando a medias la cabeza—. ¿Necesita ayuda?

—Habla ruso pero no es ruso —afirmó el recién llegado—. Y no puedo pagar por su ayuda.

—No le he pedido nada a cambio —protestó el marinero.

—Nadie hace nada sin esperar algo —terminó él, volviéndose y dando la espalda al rubio.

La negra musitó su reflexión de solitaria.

—No le interesa la gente —concluyó.

El marinero apoyó el comentario.

—Déjalo estar —dijo, ignorando al ruso.

La negra intentó ahondar el vínculo así establecido.

—¿Tú buscas mujer? —preguntó, inclinándose sobre la barra para seguir el diálogo, como si aquel al que primero había abordado ya no existiese.

Pero existía. Y estaba alerta. Y, aunque no sabía de qué se estaba hablando, daba por sentado que le involucraba. Se sintió molesto, casi ofendido por el aislamiento al que le sometían su propia ignorancia y su propio egoísmo, los motores verdaderos de sus actos: llevó la mano al interior de la chaqueta y sujetó el mango de la daga, corta y filosa, que llevaba, envainada, en el cinturón.

El marinero no quería comprometerse sin haber visto bien a la negra. Le gustaba su cara, pero sólo apartándola de la barra podría contemplarla entera y decidir si le interesaba.

—Busco a alguien —generalizó—. ¿Quieres fumar? —acompañó la oferta con un gesto, empujando su paquete de cigarrillos por encima de la barra, por delante del ruso, hacia ella, rozando la copa de su vecino con el antebrazo.

Llegó exactamente hasta ese punto. La entrada de la daga, por veloz, no le provocó dolor, pero se puso pálido al ver cómo la mano le había quedado clavada a la madera de la barra.

Son of a bitch —dijo, mirando al ruso, que fijó los ojos en los suyos sin soltar el arma.

Sanofevich —remedó Sanofevich, sonriendo—. No sé lo que quieres decir, pero me gusta: parece un apellido ruso: me quedo con él.

—Quiero decir que eres un hijo de puta —explicó el otro.

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