Stuart Christie - Nosotros los anarquistas

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Desde el nacimiento oficial del anarquismo organizado en el Congreso de Saint-Imier de 1872, ninguna formación anarquista se ha visto sujeta a una tergiversación tan flagrante como la Federación Anarquista Ibérica. La FAI era un grupo de militantes del siglo xx dedicado a mantener el sindicato más grande de España, la CNT, en un camino revolucionario y anarcosindicalista. Esta obra posee dos dimensiones. La primera es descriptiva e histórica: repasa la evolución del anarquismo en España y su relación con el movimiento obrero en general y, al mismo tiempo, permite comprender mejor las ideas que convirtieron al movimiento obrero español en uno de los más revolucionarios de los tiempos modernos. La segunda es analítica, puesto que el libro trata -desde una perspectiva anarquista- el problema de entender y saber sobrellevar el cambio en el mundo contemporáneo.

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El rápido (pero efímero) aumento de afiliados al sindicato aceleró las contradicciones inherentes a un movimiento sindical revolucionario que intentaba realizar todas las funciones de un movimiento laboral reformista. Resultó ser una causa de tensión cada vez mayor y creó conflictos entre los militantes anarquistas, con sus objetivos revolucionarios inmediatos, y los elementos de orientación sindical, e igual influencia, con sus reivindicaciones laborales y económicas inmediatas. Para los anarquistas, la moral –es decir, los principios– y la realidad eran inseparables. Si los principios eran los correctos para afrontar la realidad, era evidente que eran los adecuados para formular objetivos.

Para los reformistas, en cambio, aunque alababan a la militancia anarquista y defendían el anarquismo como una influencia moral positiva, condenaban su objetivo revolucionario de comunismo libertario y pretendían desvincularlo de la lucha. Como ideal, el anarquismo era encomiable, pero ingenuo, un ideal que era incapaz de hacer frente a las realidades políticas y sociales de la sociedad capitalista contemporánea. Era un criterio moral abstracto que podía ser desechado siempre y cuando las circunstancias lo requiriesen. Los sindicalistas consideraban que era una vergüenza y un obstáculo en su búsqueda de objetivos viables, tanto como lo había sido la cláusula 4 para el Partido Laborista británico.

En la CNT catalana, empezaron a aparecer nuevos líderes que tenían poco que ver con el primer movimiento anarquista de la clase trabajadora y cuya principal prioridad era la lucha sindicalista. Líderes de la CNT como Salvador Seguí, Martí Barrera, Salvador Quemades, Josep Viadiu, Joan Peiró, Sebastià Clara y Àngel Pestaña empezaron a desplazar a los activistas anarquistas que jugaron un papel destacado en la federación Solidaridad Obrera y en los primeros años de la CNT –hombres como Negre, Herreros, Andreu, Miranda, etcétera.

En noviembre de 1916, los dirigentes de la CNT Salvador Seguí y Ángel Pestaña (un relojero cuya experiencia en el campo de la gestión lo llevó rápidamente del anarquismo revolucionario al filosófico) negociaron con éxito el primer acuerdo socialista-anarcosindicalista para coordinar una huelga conjunta de protesta por el coste de la vida. Al principio, los militantes de la CNT rechazaron la propuesta, pero finalmente las bases, en el Congreso Nacional de 1916, aceptaron la alianza para forzar concesiones políticas por parte del gobierno de Romanones. El denominado «Pacto de Zaragoza» promovido básicamente por Seguí y Pestaña, se firmó en noviembre de 1916.

La mayor parte de la afiliación de la CNT mostró poco entusiasmo con la idea de colaborar con los socialistas autoritarios para reemplazar al gobierno del conde Romanones por una republica liberal burguesa. Las desastrosas experiencias con políticos burgueses y supuestamente radicales durante el movimiento cantonalista de 1873 demostraron a los militantes anarquistas que los líderes políticos de todos los signos, impulsados por su deseo de conquistar el poder, sólo colaboraban por interés propio. Su desconfianza en el sindicato socialista y en los republicanos no era infundada, como hemos visto, pero aunque el pacto fue efímero, con consecuencias desafortunadas para el movimiento sindicalista, sirvió para resaltar las diferencias irreconciliables entre el sindicalismo revolucionario y el reformista. (Aunque no hay pruebas de que los dirigentes fueran reformistas y la base revolucionaria.)

En 1920, desafiando abiertamente las decisiones del congreso de 1919 y sin ni siquiera intentar consultar a la militancia, Salvador Seguí demostró aún más desprecio por el proceso democrático negociando otro pacto con la UGT. Ese movimiento arbitrario y antidemocrático del líder de la CNT fue condenado en una asamblea plenaria de la CNT ese mismo año. Pero ante un fait accompli, se tomó la decisión de conceder al sindicato socialista el beneficio de la duda. Pusieron a prueba la buena fe de sus aliados convocando una huelga general en solidaridad con los mineros de la empresa Río Tinto. Los socialistas, ya fuera por miedo a una confrontación con el Estado o por no querer ceder la iniciativa a la CNT, renegaron del acuerdo y la huelga de Río Tinto fracasó al cabo de cuatro meses de lucha.

El pistolerismo, los asesinatos a tiros de militantes sindicalistas por gángsters contratados por la Federación de Empresarios y por miembros del ala derecha del denominado «Sindicato Libre», apareció por primera vez a pequeña escala durante la Primera Guerra Mundial. [10]En 1920, las matanzas individuales se multiplicaron hasta convertirse en una matanza institucionalizada de militantes de la CNT. Se cree que entre 1917 y 1922 se intentó asesinar a 1.012 hombres, de los cuales 753 eran trabajadores, 112 policías, 95 empresarios y 52 gerentes. En 1923, el Comité para la Defensa de los Presos de la CNT habló de 104 miembros de la CNT asesinados y de 33 heridos. [11]Esa estrategia de tensión fue orquestada por Arlegui, el jefe de la policía de Barcelona. Contó con el apoyo de las principales autoridades de la región, incluyendo al capitán general Milans del Bosch y al gobernador civil Martínez Anido.

A ese terrorismo de Estado paralelo se le dio el visto bueno judicial en diciembre de 1920 con la introducción de la famosa «ley de fugas», una ley que permitía a las fuerzas de seguridad matar a tiros a cualquier sospechoso que intentase «evitar» su captura. La CNT de nuevo buscó un pacto con la UGT para convocar una huelga general revolucionaria en Cataluña con el fin de frenar la espiral de violencia, pero el sindicato socialista se negó a dar su apoyo y el pacto de Seguí finalmente se hundió en la ignominia. Asustada por la amenaza revolucionaria a las instituciones fundamentales de su sociedad –tradición, propiedad y privilegios– la elite gobernante recurrió al único idioma que entendía: la violencia.

A los militantes anarquistas de la CNT no les quedó otra alternativa que responder con las mismas armas. Organizaron comités de defensa para identificar, localizar y asesinar a los responsables de la oleada de terrorismo semioficial. Esos comités de defensa orientados a la acción se convirtieron, comprensiblemente, en focos de atracción para los elementos más jóvenes, dinámicos y revolucionarios, que empezaron a destacar en el seno de la CNT, mientras que los colaboracionistas como Salvador Seguí, que pretendían restaurar el énfasis en las cuestiones exclusivamente laborales, perdieron influencia.

En octubre de 1922, se formó en Barcelona el grupo de afinidad anarquista Los Solidarios (véase Ricardo Sanz: Los Solidarios). Estaba constituido por jóvenes militantes de los comités de defensa de la clase obrera de la CNT cuyas ideas y actitudes se habían forjado durante el sangriento periodo del terrorismo estatal y empresarial. El grupo tenía vínculos especialmente estrechos con el sindicato de los carpinteros. Había evolucionado a partir del grupo Crisol, con base en Zaragoza, que a su vez estaba ligado a otro grupo anterior, Los Justicieros. Entre sus miembros se hallaban algunos de los nombres más famosos de la historia del anarquismo español –Buenaventura Durruti, un mecánico de León; Francisco Ascaso, un camarero de Zaragoza, y García Oliver, aprendiz de cocinero, camarero y más tarde pulimentador de Tarragona– y su influencia resultó ser crucial para el desarrollo del movimiento anarquista en la primera mitad de los años treinta. [12]

Según Aurelio Fernández, uno de los fundadores de Los Solidarios, los objetivos declarados del grupo eran enfrentarse al pistolerismo, defender los objetivos anarquistas de la CNT y fundar «una federación anarquista de ámbito estatal que uniría a todos los grupos próximos entre si ideológicamente, pero dispersos por toda la península». Después de ajustar las cuentas a los dirigentes y organizadores más prominentes de la campaña de terror en contra de la CNT, utilizaron las columnas de su influyente periódico Crisol para forzar un congreso anarquista nacional. Su convocatoria tuvo éxito y tanto la CNT como la Federación de Grupos Anarquistas estuvieron representadas. Durruti, Ascaso y Aurelio Fernández fueron elegidos para una Comisión de Relaciones Nacional, organismo precursor de la Federación Anarquista Ibérica, la FAI.

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