Que rubíes y perlas bordan.
Allí va el furioso Marte
En la persona curiosa
De más de un gallardo joven
Que de su sombra se asombra.
Junto a la casa del sol
Va Júpiter; que no hay cosa
Difícil a la privanza
Fundada en prudentes obras.
Va la luna en las mejillas
De una y otra humana diosa,
Venus casta, en la belleza
De las que este cielo forman.
Pequeñuelos Ganimedes
Cruzan, van, vuelven y tornan
Por el cinto tachonado
Desta esfera milagrosa.
Y para que todo admire
Y todo asombre, no hay cosa
Que de liberal no pase
Hasta el extremo de pródiga.
Milán con sus ricas telas
Allí va en vista curiosa;
las Indias con sus diamantes,
Y Arabia con sus aromas.
Con los mal intencionados
Va la envidia mordedora,
Y la bondad en los pechos
De la lealtad española.
La alegría universal
Huyendo de la congoja,
Calles y plazas discurre,
Descompuesta y casi loca.
A mil mudas bendiciones
Abre el silencio la boca,
Y repiten los muchachos
Lo que los hombres entonan.
Cuál dice: «Fecunda vid,
Crece, sube, abraza y toca
El olmo felice tuyo,
Que mil siglos te haga sombra.
Para gloria de ti misma,
Para bien de España y honra,
Para arrimo de la Iglesia,
Para asombro de Mahoma».
Otra lengua clama y dice:
«Vivas, ¡oh blanca paloma!,
Que nos has dado por crías
Águilas de dos coronas.
Para ahuyentar de los aires
Las de rapiña furiosas,
Para cubrir con sus alas,
A las virtudes medrosas».
Otra más discreta y grave
Más aguda y más curiosa
Dice, vertiendo alegría
Por los ojos y la boca:
«Esta perla que nos diste,
Nácar de Austria, única y sola,
¡Qué de máquinas que rompe!
¡Qué de designios que corta!
¡Qué de esperanzas que infunde!
¡Qué de deseos malogra!
¡Qué de temores aumenta!
¡Qué de preñados aborta!».
En esto, se llegó al templo
Del Fénix santo que en Roma
Fue abrasado, y quedó vivo
En la fama y en la gloria.
A la imagen de la vida,
A la del cielo Señora,
A la que por ser humilde,
Las estrellas pisan ahora,
A la Madre y Virgen junto,
A la hija y a la esposa
De Dios, hincada de hinojos,
Margarita así razona:
«Lo que me has dado te doy,
Mano siempre dadivosa;
Que a do falta el favor tuyo,
Siempre la miseria sobra.
Las primicias de mis frutos
Te ofrezco, Virgen hermosa:
Tales cuales son las mira,
Recibe, ampara y mejora.
A su padre te encomiendo;
Que humano Atlante se encorva
Al peso de tantos reinos
Y de climas tan remotas.
Sé que el corazón del rey
En las manos de Dios mora,
Y sé que puede con Dios
Cuanto pidieres piadosa».
Acabada esta oración,
Otra semejante entonan
Himnos y voces que muestran
Que está en el suelo su gloria.
Acabados los oficios,
Con reales ceremonias,
Volvió a su punto este cielo
Y esfera maravillosa.
Apenas acabó Preciosa su romance, cuando del ilustre auditorio y grave senado que la oía, de muchas se formó una voz sola que dijo:
—Torna a cantar, Preciosa, que no faltarán cuartos como tierra.
Más de doscientas personas estaban mirando el baile y escuchando el canto de las gitanas, y en la mayor fuga dél acertó a pasar por allí uno de los tenientes de la villa; y viendo tanta gente junta, preguntó qué era: y fuele respondido que estaban escuchando a la gitanilla hermosa que cantaba.
Llegose el teniente, que era curioso, y escuchó un rato, y por no ir contra su gravedad, no escuchó el romance hasta el fin; y habiéndole parecido por todo extremo bien la gitanilla, mandó a un paje suyo dijese a la gitana vieja que al anochecer fuese a su casa con las gitanillas, que quería que las oyese doña Clara su mujer.
Hízolo así el paje, y la vieja dijo que sí iría. Acabaron el baile y el canto, y mudaron lugar; y en esto llegó un paje muy bien aderezado a Preciosa, y dándole un papel doblado, le dijo:
—Preciosica, canta el romance que aquí va, porque es muy bueno, y yo te daré otros de cuando en cuando, con que cobres fama de la mejor romancera del mundo.
—Eso aprenderé yo de muy buena gana —respondió Preciosa—. Y mire, señor, que no me deje de dar los romances que dice, con tal condición que sean honestos; y si quiere que se los pague, concertémonos por docenas, y docena cantada docena pagada, porque pensar que le tengo de pagar adelantado, es pensar lo imposible.
—Para papel siquiera que me dé la señora Preciosica —dijo el paje—, estaré contento; y más, que el romance que no saliere bueno y honesto, no ha de entrar en cuenta.
—A la mía quede el escogerlos —respondió Preciosa.
Y con esto se fueron la calle adelante, y desde una reja llamaron unos caballeros a las gitanas. Asomó Preciosa a la reja, que era baja, y vio en una sala muy bien aderezada y muy fresca muchos caballeros que, unos paseándose y otros jugando a diversos juegos, se entretenían.
—¿Quiérenme dar barato, zeñores? —dijo Preciosa, que como gitana hablaba ceceoso, y esto es artificio en ellas, que no naturaleza.
A la voz de Preciosa, y a su rostro, dejaron los que jugaban el juego, y el paseo los paseantes, y los unos y los otros acudieron a la reja por verla, que ya tenían noticia della, y dijeron:
—Entren, entren las gitanillas, que aquí les daremos barato.
—Caro sería ello —respondió Preciosa— si nos pellizcasen.
—No, a fe de caballeros —respondió uno—: bien puedes entrar, niña, segura que nadie te tocará a la vira de tu zapato; no, por el hábito que traigo en el pecho.
Y púsose la mano sobre uno de Calatrava.
—Si tú quieres entrar, Preciosa —dijo una de las tres gitanillas que iban con ella—, entra enhorabuena; que yo no pienso entrar a donde hay tantos hombres.
—Mira, Cristina —respondió Preciosa—, de lo que te has de guardar es de un hombre solo y a solas, y no de tantos juntos; porque antes el ser muchos quita el miedo y recelo de ser ofendidas. Advierte, Cristinica, y está cierta de una cosa: que la mujer que se determina a ser honrada, entre un ejército de soldados lo puede ser. Verdad es que es bueno huir de las ocasiones; pero han de ser de las secretas y no de las públicas.
—Entremos, Preciosa —dijo Cristina—, que tú sabes más que un sabio.
Animolas la gitana vieja, y entraron. Y apenas hubo entrado Preciosa, cuando el caballero del hábito vio el papel que traía en el seno, y llegándose a ella, se lo tomó, y dijo Preciosa:
—Y no me lo tome, señor, que es un romance que me acaban de dar ahora, que aún no le he leído.
—¿Y sabes tú leer, hija? —dijo uno.
—Y escribir —respondió la vieja—, que a mi nieta la he criado yo como si fuera hija de un letrado.
Abrió el caballero el papel, y vio que venía dentro dél un escudo de oro, y dijo:
—En verdad, Preciosa, que trae esta carta el porte dentro. Toma este escudo que en el romance viene.
—Basta —dijo Preciosa—, que me ha tratado de pobre el poeta. Pues cierto que es más milagro darme a mí un poeta un escudo que yo recebirle. Si con esta añadidura han de venir sus romances, traslade todo el Romancero general, y envíemelos uno a uno, que yo les tentaré el pulso, y si vinieren duros, seré yo blanda en recibillos.
Admirados quedaron los que oían a la gitanica, así de su discreción como del donaire con que hablaba.
—Lea, señor —dijo ella—, y lea alto. Veremos si es tan discreto ese poeta, como es liberal.
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