Más importante que diseccionar las distintas olas generacionales del feminismo, en cambio, es el surgimiento de lo que se ha terminado llamando «feminismo transversal». El feminismo transversal, que hunde sus raíces en el pensamiento feminista negro y chicano, cuestiona la idea de que la opresión social que sufre la mujer pueda analizarse y combatirse adecuadamente concentrándose únicamente en la categoría «mujer». El fe-minismo transversal insiste en que no existe una «Mujer» arquetípica bajo opresión universal. Entender la opresión de una mujer o grupo de mujeres concreto implica prestar atención a todo lo que interfiere con su condición de mujeres, como la raza, la clase, la nacionalidad, la religión, la discapacidad, la sexualidad, la condición migratoria y otra miríada de circunstancias que les marginaliza o privilegia –incluyendo la manifestación de sentimientos o identidades transgénero o de género no conforme. Las perspectivas transversales emergieron ya en la Segunda Ola pero la dividieron en distintas facciones y continuaron influyendo en todas las formaciones feministas posteriores. Una cepa poderosa dentro de los movimientos contemporáneos transgénero para el cambio social nace de las perspectivas feministas sectoriales que brotaron inicialmente en la Segunda Ola pero en la mayoría de los casos encuentra alianzas más afines y favorables en los movimientos de Tercera (o Cuarta) ola que son explícitamente pro transgénero. Los feminismos que incorporan la perspectiva transgénero todavía combaten para desmantelar las estructuras que apuntalan la jerarquía de género como sistema de opresión, pero lo hacen reconociendo que dicha opresión puede darse tanto al cambiar de género o desafiar las categorías de género como al ser incluida en la categoría del «segundo sexo».
Para reconciliar la relación entre las políticas transgénero y las feministas –para crear un transfeminismo– necesitamos únicamente reconocer que el modo en el que cada persona experimenta y entiende su identidad de género, su conciencia de ser un hombre o una mujer o algo que no encaja en ninguno de esos términos o mezcla ambos, es una cuestión personal muy idiosincrática relacionada con otros muchos atributos de nuestra vida. Es algo que antecede, o subyace en, nuestras acciones políticas y no es necesariamente en sí mismo un reflejo de nuestras creencias políticas. Abrazar una identidad transgénero no es ni radical ni reaccionario. Las personas no transgénero, al fin y al cabo, se consideran mujeres u hombres y nadie les pide que defiendan la corrección política de su «elección» ni piensa que su percepción de formar parte de un género de algún modo comprometa o invalide el resto de sus valores y compromisos. Ser transgénero es como ser gay: simplemente algunas personas son «así», aunque la mayoría no lo sean. Podemos tener curiosidad por saber por qué algunas personas son gay o transgénero y podemos elaborar todo tipo de teorías o contar historias interesantes sobre cómo se puede ser transgénero o gay, pero en última instancia debemos aceptar sencillamente que una fracción menor de la población (quizá incluyéndonos a nosotros y nosotras mismas) es «así» y ya está.
¿UNA BASE BIOLÓGICA?
Muchas personas consideran que la identidad de género –la percepción subjetiva de ser un hombre o una mujer, o ambos o ninguno– tiene su origen en la biología, aunque nunca se haya demostrado la «causa» biológica de la identidad de género (pese a las innumerables afirmaciones de lo contrario). Otra mucha gente entiende el género como algo más parecido al lenguaje que a la biología; es decir, aunque consideran que nosotros los seres humanos tenemos una capacidad biológica para usar el lenguaje, puntualizan que no nacemos con un lenguaje integrado y preinstalado en el cerebro. Del mismo modo, aunque tengamos una capacidad biológica para identificarnos con y para aprender a «hablar» desde una posición particular en un sistema de género cultural, no venimos al mundo con una identidad de género predeterminada.
La bióloga evolutiva Joan Roughgarden sugiere una forma de conciliar los modelos aprendidos versus innatos de desarrollo de la identidad de género. En su libro Evolution’s Rainbow: Diversity, Gender, and Sexuality in Nature and People, escribe:
¿En qué momento del desarrollo se forma la identidad de género? La identidad de género, como otros aspectos del temperamento, presuntamente no se desarrolla hasta el tercer trimestre, cuando se está formando el cerebro en su totalidad (...) Podría ser el momento en torno al nacimiento cuando se organiza la identidad de género del cerebro (...) Entiendo la identidad de género como una lente cognitiva. Cuando un bebé abre los ojos al nacer y mira a su alrededor, ¿a quién emulará o, simplemente, a quién percibirá? Un bebé varón quizá emule a su padre o a otros hombres, quizá no, y un bebé mujer a su madre o a otras mujeres, quizá no. En mi opinión, una lente en el cerebro controla a quién enfocar como «tutor». La identidad transgénero es por tanto la aceptación de un tutor del sexo opuesto. Los distintos grados de identidad transgénero y de variación de género normalmente reflejan distintos grados de obsesión en la selección del género del tutor. El desarrollo de la identidad de género depende entonces tanto del estado del cerebro como de la experiencia postnatal temprana, porque el estado del cerebro determina lo que es la lente y la experiencia ambiental proporciona la imagen que será fotografiada a través de dicha lente y por último revelada de forma imborrable en el sistema de circuitos del cerebro. Una vez que se configura la identidad de género, como otros aspectos básicos del temperamento, la vida parte de ahí.
Durante la investigación para escribir su libro The Riddle of Gender: Science, Activism, and Transgender Rights, la escritora y científica Deborah Rudacille llegó a la convicción de que los factores ambientales contribuyen a explicar el aparente aumento en la prevalencia de fenómenos transgénero relatados. Rudacille recurre al artículo publicado en 2001 bajo el título «Disruptores endocrinos y transexualidad», en el que la autora Christine Johnson plantea un nexo causal entre los «efectos reproductivos, conductuales y anatómicos» de la exposición a sustancias químicas frecuentemente halladas en pesticidas y aditivos alimenticios y la «expresión de la identidad de género y otros trastornos como el fallo reproductivo». Rudacille asocia la condición transgénero al descenso del número de espermatozoides entre los varones humanos, al incremento del número de reptiles con micropene y de aves, peces y anfibios hermafroditas y a otras anomalías supuestamente asociadas con los disruptores endocrinos del medioambiente.
Siendo los miembros de minorías, por definición, menos co-munes que los miembros de las mayorías, suelen experimentar falta de comprensión, prejuicio y discriminación. La sociedad tiende a organizarse de forma que, con intención o sin ella, se favorezca a la mayoría, y la ignorancia y la falta de información sobre formas de ser menos comunes en el mundo pueden perpetuar estereotipos y retratos erróneos. Y por si fuera poco, la sociedad puede efectivamente privilegiar a algunos tipos de personas sobre otros tipos de ellas, beneficiándose las anteriores de la explotación de estas últimas: los colonos se beneficiaron de la apropiación de las tierras indígenas, los esclavistas se beneficiaron del trabajo de los esclavizados, los hombres se han beneficiado de la desigualdad de las mujeres. La violencia, la ley y la costumbre perpetúan estas jerarquías sociales.
Las personas que sienten la necesidad de combatir el género que se les ha asignado al nacer o de resistirse a vivir como miembros de otro género se han dado de bruces con numerosas formas de discriminación y prejuicio, incluida la condena religiosa. Dado que la gran mayoría de gente tiene serias dificultades para reconocer la humanidad de otra persona si no puede reconocer su género, los encuentros con personas que han cambiado de género o desafían el mismo puede parecer a algunas un encuentro con un ser inhumano monstruoso y aterrador. Esta reacción visceral puede manifestarse en forma de pánico, asco, desprecio, odio o crueldad, lo que puede traducirse ulteriormente en violencia física o emocional –hasta e incluyendo el asesinato– dirigida contra la persona que se percibe como no plenamente humana. Hemos de preguntarnos por qué la reacción típica ante el encuentro con formas no privilegiadas de género o corporeidad no suscita más a menudo asombro, deleite, atracción o curiosidad.
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