Siguen aflorando los recuerdos de Thérèse sobre su madre y unos fajos de billetes que le pone en la maleta camino de Fossombronne para que se los dé a Frédérique, y también sobre un misterioso personaje que sería quien a su vez le habría dado a su madre esas y otras sumas de dinero. Constata que no había podido llegar a primera bailarina y que ahora, con una nueva identidad, había querido ser actriz llevándole a ella «como un perro amaestrado». Thérèse continúa con la prolepsia, y evoca los retazos de conversaciones oídos a las amigas de su madre por los que descubre que a partir del accidente tomaba morfina de vez en cuando para sobrellevar el dolor de los tobillos. Sus pensamientos derivan luego hacia el apartamento abandonado de su madre, que imagina con las ventanas rotas y hojas muertas sobre el parquet, invadido por cientos de gatos y también por «perros negros como el que mi madre había perdió en el bosque de Boulogne» ( J 146).
En el último capítulo, Thérèse vuelve a casa de los Valadier y encuentra bajo la puerta la carta que les había mandado por neumático unos días antes para decirles que no podía ir porque estaba enferma. Llama y nadie abre. Siente vértigo, una sensación que conocía desde la época de Fossombronne, cuando se ejercitaba atravesando el puente.
Observando su carta pegada a la puerta, Thérèse especula entonces con la idea de que su madre le hubiera mandado cartas desde Marruecos y que por un error ortográfico o por llevar mal la dirección hubieran sido devueltas y habían acabado perdidas «como el perro» ( J 151). Se vuelve a su casa y va tragando todas las pastillas de una caja de somníferos que le había proporcionado la farmacéutica, acompañadas de trozos de chocolate.
* * *
Dervila Cook (2007: 150) sostiene que aun cuando La Petite Bijou pueda inicialmente parecer una huida radical del paradigma normal de Modiano de un narrador masculino que busca identificarse con una figura paterna, el texto constituye, en realidad, una transposición de la misma problemática en modelo femenino. Algo no del todo preciso, porque como ha observado Burgelin (2009: 49-50), aunque la madre parezca tan mortífera como el padre, mientras que el conflicto con el padre se inscribe en un contexto inmediato de violencia, en la madre es la omisión, el olvido lo que resulta mortífero. El problema para Burgelin es cómo expresar la queja y no se le escapa que, en esta novela débil en metáforas, como en general las obras de Modiano, hay una imagen que se impone a lo largo de todo el texto y es la metáfora animal a través de la cual se expresan la pena y la piedad finalmente mezcladas con la cólera. Esta imagen del perro víctima de la crueldad humana, por muy banal que sea –sostiene Burgelin–es muy potente porque con ella sentimos la intensidad de una queja que se expresa más allá de las palabras. Unos silencios que, como se ha visto, solo se han podido romper cuando la protagonista ve repetida su propia historia familiar en el drama que vive la pequeña de los Valadier, que no por casualidad carece de nombre. Hasta que no se enfrente a los padres de la pequeña, un espejo de sí misma, Thérèse no podrá recordar el drama del perro de su infancia. Un perro que es a su vez un espejo en el que desde niña se ha visto reflejada la propia Thérèse, y le ha generado un temor que le persigue desde entonces «que después del perro, me tocaría a mí».
«Soy un perro que hace como que tiene pedigrí», escribirá unos años después en su autobiografía. Una metáfora que es una denuncia de los padres, tan baqueteados, tan inciertos, que obligan al hijo a construirse una genealogía. Por más que aquí las alusiones sean indirectas, el ajuste de cuentas no deja de ser hiriente. Ya con la máscara de Joyita, la metáfora canina se había sangrienta en el comentario de Thérèse a Michel Valadier de que debería desinfectarse la cara porque con los perros se puede contagiar la rabia. Pero la intensidad de la metáfora del perro aún puede subir un grado hasta convertirse en mortífera, aunque sea por la vía de los sueños: matar a la madre para vengar al perro. Conocemos el furor que lleva consigo el suave Modiano (Burgelin, 2009: 60). Tal vez porque se trata de un furor que surge de una profunda melancolía. Y así, la narradora de Joyita , recuerda cuando de pequeña la mandan al campo en un tren con una dirección al cuello y añade, sin que sepamos muy bien a qué se refiere, «el objeto perdido no volverá a aparecer nunca» ( J 30). «La chose perdue ne se retrouvera jamais». 37 Frase enigmática, a pesar de que, o tal vez porque, el lector de Modiano sabe que la pérdida es uno de los ejes de su narrativa. En Modiano, la pérdida es una obsesión que roza la neurosis. Sirva de ejemplo la sorprendente respuesta que dio en una entrevista periodística a la pregunta «¿qué cosas pierde usted?»:
Tengo mucho cuidado de no perder nada, para evitar que el suelo se hunda mis pies. No es tanto que me aferre a objetos, a libros, a ropa, a botones. 38 Sino que siento la menor pérdida como un pinchazo de aguja que te aproxima a la nada. Si no se pueden encontrar las llaves, ¿qué nos asegura que el resto y nosotros mismos no podamos tener el mismo destino? (Diatkine, 2006).
¿Qué es esa «chose perdue» que la narradora de Joyita , y probablemente el escritor, no volverá a encontrar? A partir del ensayo de Freud Luto y melancolía (1917), Giorgio Agamben (1995) ha abundado en la diferencia entre el luto y la pérdida. Así, mientras el luto es consecuencia de una pérdida real, en la melancolía no solo no está claro lo que se ha perdido, sino que ni siquiera es seguro que se haya perdido algo (Agamben, 1995: 52). Y si la libido del melancólico
se comporta como si hubiera ocurrido una pérdida, aunque no se haya perdido en realidad nada, es porque escenifica así una simulación en cuyo ámbito lo que no podía perderse porque nunca se había poseído aparece como perdido, y lo que no podía poseerse porque tal vez no había sido nunca real puede apropiarse en cuanto objeto perdido (Agamben, 1995: 53).
¿Y qué mayor escenificación de la simulación que la escritura? De manera que si la «chose perdue» fuese ese perro, que actúa como fetiche sustitutivo de un amor materno que nunca existió, hay un margen para que la narradora –y posiblemente el escritor– intente, a través de la palabra, recuperar ese amor que jamás fue real. «Ahora la entendía mejor» ( J 139) dice Thérèse de su madre, después de que Moreau-Badmaev le quite los zapatos y ella se diga que su progenitora también es una víctima. Apenas unos momentos antes, Moreau-Badmaev le ha traducido un poema que púdicamente Modiano se limita a transcribir en húngaro. Jeanne-Andrée Nelson (2007), en su estudio sobre la novela, nos ofrece una traducción al francés. 39 Attilla nació en un barrio pobre de Budapest hijo de un obrero rumano y de una campesina. Tenía dos hermanas mayores. Su padre los abandonó cuando Atilla tenía tres años. Sufrieron la pobreza extrema. La madre apenas podía mantener a sus tres hijos ni pagar el alquiler de su piso con su trabajo de limpiadora doméstica. Era una mujer dura y poco afectuosa hacia la que el niño sentía un amor tenaz y desgraciado, al punto de intentar suicidarse a los nueve años con la esperanza de despertar un impulso de ternura en su madre. A los treinta y un años fallece al arrojarse al paso de un tren. Un apunte biográfico que le permite a Nelson afirmar que, en este poema, bajo la voz de Józseph Attila, oímos las voces de la Petite Bijou, de la niña de los Valadier y también la de Patrick Modiano.
¿Quiere esto decir que hay un margen para la piedad filial? Ignoramos cómo han evolucionado, si es que lo han hecho, los sentimientos de Patrick Modiano hacia Louysa Colpein en los últimos años de su vida. No sabemos, si lo dicho en su carta de 1997 sigue inmutable.
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