No volví a salir ni ese día ni el siguiente, como si las paredes me protegieran del aliento tirano de los dolores que me atormentaban o, simplemente, para tratar de huir de ellos y no enfrentarme al esfuerzo de subir las escaleras hasta un tercero. Pero esconderme no era la solución, y decidí dejar de autoengañarme y encaminar mis pasos hacia urgencias para descubrir por fin la causa de mis males. Aunque antes tenía otra cita a la que acudir. Aquel domingo, 8 de diciembre, había quedado para comer con mis amigas antes de que cada una de nosotras abandonara Madrid para celebrar la Navidad con sus respectivas familias.
Me preparé con esmero para la ocasión tratando de disimular todo signo de cansancio y rastro de dolor. Una sombra aquí y otra allá podían hacer milagros, al igual que la ropa. Me animé a sustituir el pijama por un vestido azul marino que se ajustaba perfectamente a mi silueta y las zapatillas, por unos tacones que estilizaban mi figura y me hacían contonear las caderas. Me miré en el espejo una última vez para cerciorarme de que mi aspecto no revelaba mi malestar, e hice un gesto de aprobación al comprobar que había logrado ocultar cualquier vestigio de que no me encontraba tan bien como aparentaba.
Me reuní con mis amigas en un restaurante cercano a Atocha. Las observé en silencio, orgullosa de haber conseguido cimentar las bases de una nueva familia tan lejos de mis raíces. Había vivido junto a ellas momentos únicos, incluso mágicos, precisamente porque cada una aportaba su color particular a ese arcoíris que habíamos creado. A Maite la consideraba mi hermana mayor. Una salmantina con nombre vasco capaz de poner cordura a mis locuras y cautela a mis impulsos. De tierras malagueñas traía Ana su dulzura y sensatez. Perfeccionista y detallista, su casa era el centro neurálgico de nuestros encuentros. Marta era mi compañera de batallas en el trabajo, mi apoyo y desahogo tanto dentro como fuera de la televisión. Juntas compartimos mesa, planes y risas aquel domingo. No sabía entonces que los propósitos de los que hablamos en la velada se quedarían suspendidos en el aire y que sería la última vez que las abrazara y besara durante mucho tiempo.
Cuando salimos del restaurante hacia las seis de la tarde, Maite se ofreció a acompañarme al servicio de urgencias de la Fundación Jiménez Díaz. A nadie le agrada ir al hospital, pero yo tenía auténtica fobia a todo lo que tuviera que ver con agujas, médicos y centros de salud. Sin embargo, no podía obviar durante más tiempo la lucecita de alerta que parpadeaba en mi interior desde hacía semanas.
Maite y yo entramos con un nudo en la garganta, pero confiando en volver a casa con la solución a mis problemas. Tras esperar un buen rato, escuché mi nombre y me dispuse a entrar sola en la consulta que me habían asignado. La doctora, algunos años más joven que yo, distaba mucho de ser amable. A pesar de ello, me esforcé en explicarle mis síntomas con todo lujo de detalles. No parecía tomarme en serio. Ni siquiera estaba segura de que me hubiera escuchado.
—Tienes que seguir tomando relajantes musculares —dijo sin levantar la mirada de los informes que tenía sobre la mesa.
—Le he dicho que los relajantes no me están ayudando —repetí subiendo un poco el tono—. ¡No me iré de aquí hasta saber lo que me pasa!
Fue la primera vez que se dignó a mirarme, supongo que para calibrar cuán firme era mi decisión de no moverme de allí sin que me hicieran un examen más exhaustivo. Escrutó mi determinación durante unos segundos, murmuró algo ininteligible y salió de la consulta sin dar ninguna explicación. No me inmuté; seguí sentada esperando que alguien me diera respuestas. Minutos más tarde volvió a aparecer junto a otra doctora, que al menos dio muestras de interesarse por cómo me encontraba.
—Vamos a hacerle una analítica de sangre para ver si podemos deducir algo de los resultados —me dijo, tranquilizadora.
En cuanto me hicieron el análisis me reuní con Maite en la sala de espera y enseguida nos enfrascamos en una amena conversación sobre los planes para el año siguiente hasta que tanta espera comenzó a inquietarme. Las manecillas del reloj no habían parado de girar desde que llegamos y, transcurridas unas tres horas, decidí preguntar por los resultados. En admisión no supieron darme una respuesta, y nos tocó seguir esperando hasta que, por fin, volvimos a escuchar mi nombre.
Crucé nerviosa el pasillo que llegaba a la consulta en la que me habían atendido previamente. Allí me esperaba de nuevo la joven que había querido despacharme con aires destemplados en nuestro primer encuentro. Su actitud no había cambiado ni un ápice.
—Tienes que pasar la noche en observación —me dijo sin pestañear.
—¿Cómo? ¿Por qué? —No podía dar crédito a lo que estaba escuchando.
—Hay algo que no cuadra en tu analítica, pero ya te lo explicará mejor la hematóloga que está de guardia. —No había ni un mínimo de empatía en sus palabras y, antes de que pudiera asimilarlas, me volvió a dejar sola en la consulta.
Su falta de sensibilidad me descuadró por completo y la impotencia que sentía se tradujo en forma de lágrimas. No había estado ingresada en mi vida y de ninguna de las maneras se me había pasado por la cabeza la posibilidad de hacer noche allí. Así que mi primer impulso fue llamar a mis padres.
— Ama , me tengo que quedar en observación toda la noche y no me han aclarado todavía el porqué —acerté a decir con la voz entrecortada.
—No te preocupes, cogeré el bus nocturno y mañana por la mañana estaré allí —me respondió decidida.
El exceso de protección innato en las madres, que tantas veces había criticado en la mía, en aquel momento me resultó gratificante. Tanto como la llegada de Maite a la consulta en misión de rescate. Me abrazó nada más entrar y nos enjuagamos las lágrimas la una a la otra sin saber muy bien cómo encajar todo aquello. Juntas intentamos quitar hierro al asunto y nos encaminamos hacia la habitación en la que tendría que pasar la noche. Era un cubículo oscuro y frío que contaba con una sola cama. El espacio me pareció deprimente y Maite debió de tener la misma sensación, porque me cogió la mano y me sonrió mientras me decía:
—No te voy a dejar sola. Voy a pasar la noche aquí contigo.
—Pero ¿dónde vas a dormir? —repliqué.
—En el suelo. Pondré el abrigo y me echaré encima. Mañana no tengo que dar ninguna clase y prefiero quedarme aquí contigo.
Intenté impedírselo, pero no encontré la manera de convencerla. Además, en el fondo sabía que no me vendría mal su compañía. Le dejé mi abrigo para que tuviera algo con lo que cubrirse y llamé al director del programa que había empezado a presentar en octubre para ponerlo al corriente de la situación, ya que no iba a poder ir a trabajar al día siguiente. En cuanto colgué el móvil, una doctora hizo acto de presencia en la habitación y Maite nos dejó a solas. Se presentó diciendo que era hematóloga con una voz tan dulce que me hizo pensar en mi amiga Ana. Sin embargo, su ceño fruncido auguraba preocupación.
—Tu analítica no está bien y estamos hablando de algo muy grave. —Hizo una pausa para darme tiempo de asimilar sus palabras antes de hablarme del posible diagnóstico al que me enfrentaba—. Podría tratarse de una leucemia.
—¿Leucemia? ¡No puede ser! No, no, no…
—Mañana por la mañana te haremos más pruebas para cerciorarnos, pero todo apunta en esa dirección porque…
La doctora continuó hablando, pero yo ya no la escuchaba. Su voz se fue diluyendo entre el frenético ritmo de mi corazón y los latidos que me bombardeaban la sien, mientras las garantías de un futuro comenzaban a resquebrajarse entre las palmas de mi mano.
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