Matías Rivas Aylwin - Yo no soy un Quijote

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El 13 de septiembre de 1973, mientras la directiva de su partido, la Democracia Cristiana, apoyaba el golpe de Estado, Andrés Aylwin Azócar y otros doce militantes corrían el riesgo de firmar una declaración de rechazo categórico al derrocamiento del gobierno del presidente Allende. «Traidores», los llamaron algunos de sus camaradas. Ese mismo día, el hermano menor del entonces presidente de la DC Patricio Aylwin, iría al rescate de un exministro de Allende que se escondía en la población La Victoria.
Era solo el comienzo: en los días posteriores, Andrés Aylwin sería uno de los primeros en advertir el drama de los detenidos desaparecidos. Los afectados no eran sus amigos o compañeros de partido; se trataba de personas desconocidas para él y que incluso, habían sido sus adversarios políticos.
Empezaba su fecunda labor como abogado en causas de derechos humanos.
En este libro, su nieto y periodista Matías Rivas Aylwin relata historias imprescindibles de su vida, repartidas en tres épocas: la dictadura militar, la transición a la democracia y su retiro de la vida pública en 1998. Resultado de una investigación histórica que trasciende los lazos sanguíneos, el autor se propone buscar la huella señera que dejara su abuelo, con rigor y coraje, sin soslayar sinsabores y desencuentros. El denominador común es la defensa intransigente de valores morales.
Esta valiosa contribución a la memoria histórica rescata la gesta de un personaje singular que como escribiera Patricia Verdugo: «Encarna la fidelidad a un sueño posible y la acción cotidiana para hacerlo realidad. De hecho, su accionar es fundamental para explicar las claves que permitieron a Chile poner fin a la dictadura y comenzar a recorrer la transición a la democracia».

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Al reunirse con conocidos de los detenidos nota reticencia y percibe en sus rostros el temor que obliga a agachar la mirada y callar.

Una mujer, sin embargo, le alcanza a relatar que han ocurrido cosas terribles, que ya han muerto muchas personas y que en la noche se escuchan balazos. Le advierte que su vida podría estar en peligro.

—Don Andrés, aquí ha muerto mucha gente y a usted lo pueden matar. Lo van a matar porque están matando a mucha gente y yo con mis hijos ya tomamos la decisión, me voy de Paine. Usted no vuelva por acá.

El relato comienza a repetirse y aparece, de pronto, una conciencia generalizada en los habitantes acerca del destino de los arrestados:

—No los busque más, están muertos.

Días después, Andrés logra conversar con parientes de los detenidos. Le cuentan que sus hermanos, maridos y padres fueron secuestrados por patrullas militares en compañía de personas vinculadas con los dueños de la tierra (y que habían sido afectados por la reforma agraria) o con grupos de extrema derecha que individualizaban perfectamente a los dirigentes sindicales y a los comprometidos con la reforma agraria.

—No hubo enfrentamientos. No hubo guerra. Tenían listas con los nombres de las personas que iban a arrestar —le dice un familiar, dando cuenta de la lógica revanchista que operó en las detenciones.

En los años noventa, al cumplirse 25 años de la tragedia, Andrés escribirá que esos arrestos se llevaron a cabo con “especial violencia y crueldad por parte de las patrullas de uniformados. Sin embargo, las autoridades de la época negaron que los arrestos hubiesen tenido lugar y, por lo mismo, durante muchos años se desconoció el destino de las víctimas”. Y luego continúa: “Sin embargo, con el tiempo se supo la verdad: varios de ellos fueron fusilados y los restantes pasaron a integrar la lista de los detenidos desaparecidos”27.

En San Bernardo, mientras tanto, en pleno día, penetra a la Maestranza de Ferrocarriles —la principal empresa de la zona— una patrulla militar que procede a arrestar a once dirigentes sindicales y trabajadores pertenecientes al Partido Comunista. Andrés conoce a la mayoría de los arrestados y los considera hombres dispuestos a luchar por la justicia social, pero ajenos a cualquier expresión de violencia. A los pocos días, empero, todos son ejecutados a sangre fría en el campo de prisioneros del cerro Chena, sin forma alguna de juicio, mientras él se encuentra en la casa de sus padres, en San Bernardo, junto a sus hermanos.

La balacera llega al oído de todos. Casi instantáneamente el cuerpo de Andrés comienza a tiritar y a sufrir un incontrolable ataque de nervios. Percibe la muerte, ahí, en el mismo lugar donde había hecho sus ejercicios de conscripto durante el servicio militar en 1947 y 1948, y donde se había acercado por primera vez a la doctrina de los derechos humamos, al aprender el trato respetuoso que se les debía dar a los prisioneros, algo que incluso estaba ligado con el honor militar.

Posteriormente, algunos cadáveres son enterrados como N.N. en el Patio 29 del Cementerio General de Santiago y otros son entregados a las familias de las víctimas masacrados y desfigurados. “Ojalá hubiese sido solo eso —recordaría el ex preso político Ricardo Klapp, testigo de los horrores del cerro Chena—. Ojalá hubieran sido solo fusilados, pero no solo les tiraron los balazos, es cosa de consultarles a los familiares cuando los fueron a ver: no tenían ojos, la cara destruida, quebrada, estaban en una situación final”. Y agregaría: “Los once dirigentes pensaron que don Andrés los podía salvar. En el cerro se hablaba mucho de él, ahí lo escuché, pensaban que era la única persona que podía ayudarlos. No se pensaba en otra persona”28.

A partir de este momento, Andrés ve cómo el terror se expande en la ciudad, en los campos, en las fábricas, en las universidades y especialmente entre los partidos —ahora disueltos— de la Unidad Popular. Y él, consciente de que el Congreso ha sido clausurado y de que ya no es más un diputado, se da cuenta de que eso no lo exime de la responsabilidad moral de defender principios y valores y de ir en ayuda de las personas que, ante el silencio, la pasividad y la tolerancia de los sectores que apoyaron, justificaron y ejecutaron el Golpe, han comenzado a sufrir los horrores, las violaciones y las injusticias de sus servicios de inteligencia.

Así, mientras la patria se cubre de silencio, su familia y él pasan a ser, nuevamente, opositores.

Décadas después, Andrés escribirá lo que significó la instalación de la tiranía:

La historia es así. Desgraciadamente las dictaduras, sustentadas siempre por falsos ideólogos que siembran el odio y el fanatismo, solo traen dolor a la vida de los pueblos. Dolor en el ser humano ultrajado o asesinado; dolor en la madre o el hijo impotentes ante la crueldad; dolor en cualquier hombre, civil o uniformado, a quien el sistema perverso lo puede llevar a cometer los peores crímenes; dolor, también, para el juez que hace abandono de sus funciones y para el comunicador que calla. Dolor, en síntesis, para las víctimas y los victimarios, y, especialmente, para los hijos, las madres y las esposas de unos y otros29.

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