—No, no la hemos visto —contestaron los aldeanos.
Aladino continuó su marcha. Estaba desconsolado. La alfombra mágica no solo era un medio de transporte sino un lugar al que llegaban fácilmente los sueños y en el que el corazón era una estrella en las manos del tiempo. En la alfombra el aire creaba un tejido de ilusiones, un territorio para echar a rodos la alegría. Allí, el cuerpo se encontraba de manos a boca con movimientos sabios pertenecientes a la danza. Aladino no se conformaba con su pérdida. Su ausencia no solo lo afectaba a él, sino que estaba convencido de que era una pérdida para todos los seres humanos. Aladino no canceló jamás la búsqueda de la alfombra voladora. Tiempo después llegó a una gran ciudad y, al doblar una esquina, se encontró con un niño.
—¿Usted ha visto recientemente una alfombra mágica? —le preguntó Aladino.
—Sí, la he visto —dijo el niño.
—¿Y en qué lugar se encuentra? —preguntó Aladino con ansiedad.
—Está muy cerca de aquí —explicó el niño.
—Por favor, lléveme a ese sitio —rogó Aladino.
El niño guió al viajero a través de las calles y finalmente llegaron frente a una edificación enorme.
—Ahí adentro está la alfombra mágica —dijo el niño.
Aladino y su acompañante penetraron en el lugar. Subieron por unas anchas escaleras y desembocaron ante un paisaje que parecía la sala de recibo del sol. Toda la luz cantaba en el aire.
—Ahí está —dijo el niño.
Aladino sonrió y no pudo contener las lágrimas de su alegría, al contemplar la enorme alfombra de intenso color verde. La alfombra había crecido. Ahora era una mágica cancha de fútbol.
Franciscana
Dicen que cuando san Francisco —en su humildad y en su sabiduría— inventó la pelota de trapo, la chutó con toda la fuerza de su pie, y la bola entonces fue una paloma negra y gorda que pasó de manera inatajable por el extremo izquierdo del arco iris.
Dios, conmovido con la exaltada alegría de su siervo, decidió que algún día crearía el fútbol.
Perseguidores
Los balones irrumpieron violentamente. Rebotaron a lo largo de un pasillo y desembocaron en un salón bordeado por amplios ventanales. A los balones los seguía un vociferante grupo de criaturas.
—Atrápenlo —gritó un balón.
—No lo veo —dijo otro.
—No es posible. Alguien lo delató e informó que se escondía aquí —aseveró un tercero.
—A mí no me miren. Desde hace algún tiempo he permanecido callado —dijo un silbato.
—Es obvio que no está donde debería estar —dijo el fuera de lugar.
En ese momento aparecieron centenares de piernas y decenas de manos enguantadas. Las piernas estaban vestidas con las medias de los uniformes de reconocidos equipos de fútbol. Los pies calzaban guayos reglamentarios.
—¿Lo encontraron? —preguntaron un par de piernas ataviadas con las medias del Junior de Barranquilla.
—No. Si estaba aquí, llegamos tarde y se ha escapado —informó un silbato.
—Esa es una falta imperdonable —gritó el penalti.
Con desinflado hilo de voz, uno de los balones cloqueó:
—Sin él estamos acabados.
Los tres palos del arco se movieron con ruidos y maneras de insecto inmenso y descoyuntado.
—¿A gracia de qué tanto alboroto? —dijo el arco—. Déjenlo ir. Permitan que haga lo que le dé la gana. A mí, francamente, me cae muy mal. Nunca lo he podido ver con buenos ojos.
Una pierna zurda muy hábil y una derecha que cojeaba encararon al arco y exclamaron:
—Guárdese sus opiniones. Encontrarlo es para nosotros un asunto de vida o muerte.
Un par de piernas cascorvas, vestidas con las medias del uniforme oficial del Manchester United, afirmaron:
—El caballero arco, con sus palabras que le merecerían por lo menos un tiro de esquina, simplemente trasluce su ancestral resentimiento.
El arco arrastró sus tres palos en dirección a la salida y, antes de abandonar el recinto, exclamó:
—Si tomó las de Villadiego, si desertó, si escurrió la bola, por algo será. Nadie podrá negar que es un presumido, un arrogante, un perdonavidas, un loco. Cree que después de él no hay nada ni nadie.
—Eso o algo parecido he oído antes —dijo un banderín de esquina.
—Si no estamos mal informados, esa es una frase de Luis XV. “Después de mí el diluvio” —afirmaron las piernas con las medias distintivas del París Saint Germain.
—¿Y ese tal Luis XV en qué equipo juega? —preguntó una pelota.
—Creo que en el de los Borbones —dijo otra pelota.
El arco, al salir, estuvo a punto de llevarse por delante al tiempo.
—Estoy agotado —dijo, al entrar, el primer tiempo.
—Hemos perdido el tiempo —afirmó el segundo tiempo.
—Les anuncio un descanso —dijo el descanso.
Un silbato dejó oír su voz, y durante quince minutos permanecieron inmóviles y silenciosos. Mas allá de los grandes ventanales se adivinaba el centro de la ciudad y la lejana mole del estadio. Un guayo abandonó el pie y se arrastró hasta un rincón. Su lengüeta colgaba de manera melancólica, los ojetes parecían apagados y los cordones sueltos semejaban la desesperada cabellera de una viuda.
De repente irrumpió en el lugar un silbato que chillaba a todo viento. De manera alharaquienta, gritó:
—Lo localizaron. Corran. Que no escape. Esta vez no podemos fallar. Atrápenlo.
Todos a una, en medio de una barahúnda fenomenal, abandonaron el sitio con la apremiante necesidad de encontrar al gol.
De nación
La fila india se movía con lentitud. Los viajeros avanzaban paso a paso en dirección a las cabinas de los funcionarios de inmigración. Al final de la hilera estaba un hombre joven. De su cuerpo se desprendía un aura saludable. Vestía un atuendo deportivo y en la pechera del suéter mostraba el dibujo de un guardameta en una estirada magistral. La figura se levantaba desde el ombligo del joven y detenía la pelota que amenazaba con pasar bajo el arco de la clavícula. La mirada del hombre conservaba el extraño fulgor y los párpados abiertos de par en par que permiten la entrada del asombro. Esa mirada es característica de los seres humanos cuando tienen doce años de edad.
Los viajeros colocaban sus pasaportes en las manos de los funcionarios y esperaban el tramacazo del sello que caía sobre el papel como un pájaro iracundo.
Cuando le llegó el turno al joven, el burócrata de inmigración detuvo a medio camino el golpe del sello y lo observó de manera glacial, e hizo un gesto en el que mezcló, en partes iguales, incredulidad, burla y prepotencia.
—¿Cuál es su nacionalidad? —preguntó el funcionario.
—Soy futbolausiano.
—¿Futbolausiano?
—Sí, señor.
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