En esa época vivíamos en Bray y la casa se hallaba a un palmo de distancia de Martello Terrace, próxima a los baños. La “terraza” llegaba hasta la orilla del agua y en invierno, algunas veces, el mar pasaba sobre el muro de contención e irrumpía en la calle, hasta los escalones de entrada. Desde nuestras ventanas teníamos una amplia visión de la Explanada, extendida a lo largo de la costa hasta la mitad del camino a Bray Head; detrás había un campo verde, igualmente amplio, con un estrado y –¡pincelada dickensiana!– los rudos cuidadores de burritos. Más allá de Martello Terrace se abrían callejuelas con las casas de los pescadores y se veía una enorme playa que se extendía hasta Killiney. Me recuerdo con los tobillos hundidos en las suaves y finas ondas de esa playa en una mañana de comienzos del verano, mientras mi padre nadaba, internándose hasta perderse en los deslumbrantes reflejos del sol en el mar.
El temor de mi hermano a los perros y la predilección por los gatos se remonta a la época en que fue desagradablemente mordido por un perro irlandés, excitado porque tirábamos piedras al mar desde la costa para que él las buscara, apostados cerca de los baños que están, o estaban, en medio de la Explanada. Las heridas, “que parecían tan dolorosas como horribles”, se las curó un doctor (o señor) Vance, un amigo de mi padre que tenía una farmacia cerca del mar. Era un farmacéutico alegre y laborioso, cuya mujer, que sufría del corazón, se pasaba la mayor parte del día en un sofá leyendo novelas. Su devoción por ella era con frecuencia tema de comentarios entre los amigos, la mayoría de los cuales descuidaba a sus esposas, pero no eran comentarios hostiles; se trataba de un hombre tan inteligente y vivaz en sociedad que no podía inspirar desprecio. Con gestos animados y graciosos, como los del actor cómico Edward Terry (hermano de Ellen Terry), a quien se parecía algo físicamente, solía contar historias de los desastres que él y una estúpida criada, una mujer llamada Handy Andy, provocaban en su casa, como por ejemplo cuando la criada puso tanta pimienta en un guiso irlandés que toda la familia, incluyéndola a ella, se vio obligada a pasar el resto de la noche sentada al lado del grifo de la cocina.
La hija mayor de Vance, Eileen, que aparece en la primera parte de Retrato del artista adolescente, un par de años mayor que mi hermano, era una muchacha pálida, de rostro ovalado, con largos cabellos oscuros, con frecuencia trenzados, que le caían sobre los hombros enmarcándole el rostro. Ella sabía muy bien el efecto que provocaba. Parecía fría y distante, pero no lo era en absoluto. Cuando mi hermano estaba en Clongowes, Eileen le escribió una carta, felizmente interceptada por mi madre, que concluía con estos versos que mostraban la mano de su padre:
Oh, Jimmy Joyce, you are my darlin’,
You are my looking-glass night and mornin’.
I’d rather have you without a farthin’
Than Johnny Jones, with his ass and garden. [3]
[Oh Jimmy Joyce, eres mi amor,
eres mi espejo noche y día.
Te prefiero a ti sin un centavo,
más que a Johnny Jones con su asno y su jardín.]
Mi hermano se apoderó de estos versos y de algunos vagos rasgos para crear a Bloom, pero Vance no se parecía a Leopold. Era sobrio y vivaz, y siempre bienvenido; era “una agradable compañía”. Su esposa estaba realmente enferma y murió joven pocos años después. El hecho de que fueran protestantes no interfería en nuestra amistad. Mi padre y mi madre nunca prestaron atención a ese hecho, pero un miembro de nuestra familia, que creía que arriesgaba su preciosa alma si jugaba a las cartas con los Vance, solía poner inconvenientes. Se trata de la mujer que aparece en Retrato del artista adolescente con el nombre de señora Riordan, y de la que hablaré luego.
Vance formaba parte de un pequeño grupo de amigos que compartían las grandes esperanzas que mi padre había puesto en su precoz jovencito. En verdad, no estaban tan equivocados. Murió mientras mi hermano, alumno del curso superior, alimentaba todavía esas esperanzas. Mi hermano lo estimaba y lo introdujo con su verdadero nombre en Retrato del artista adolescente. Este hecho atestigua, como otros ejemplos en Retrato del artista adolescente y Ulises, un recuerdo de gratitud.
De un escritor cuyas primeras impresiones fueron tan vívidas y perdurables y que eligió, deliberadamente, la Dublín de sus años adolescentes como el principal, si no el único, tema de su producción artística, no resulta ocioso preguntarse cómo se fijaron tan firmemente estas impresiones en su mente. A este respecto, la ingenua admiración de estas gentes de mentalidad simple, no teñida de envidia, que también tenían hijos, es un hecho que no debe pasarse por alto. No era el primogénito –el primero, un varón, murió en la infancia–, pero era el mayor de la familia, inteligente y guapo. Divertía a los amigos de la casa, un poco como se cuenta que Dickens hacía a la misma edad. Su precocidad y su independencia desde muy niño se recordarían luego, al término de los estudios en la Universidad, cuando comenzó a hablarse de él como de una promesa, o más bien, para decirlo con el lenguaje de Dublineses, como “un joven con un gran futuro por delante”. Se contaba que, cuando no tenía aún cuatro años, entretuvo a unos parientes que llegaron inesperadamente, en ausencia de sus padres, “tocando” el piano y cantando para ellos; o de su hábito, a una edad aún más temprana, de bajar a los postres por la escalera, peldaño por peldaño, del cuarto de los niños, en presencia de la niñera, gritando desde lo más alto hasta la puerta del comedor: “¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy!” (un comienzo adecuado para el autor cuya última creación debía ser H.C.E., [4] “Aquí viene todo el mundo”). O también, con siete años, de sus escapadas en triciclo desde las afueras de Dublín hasta Bray a visitar a una niñera, mientras sus afligidos padres lo buscaban en las casas de parientes y amigos. El efecto de una dosis tan fuerte de admiración en la infancia podía haber hecho del niño un pedante, pero la natural influencia de una familia grande, que pronto sufrió un gradual empobrecimiento, fue desfavorable al desarrollo de tal característica. En la tensa sensibilidad y el crudo realismo de las partes de Retrato del artista adolescente que se refieren a esos años no hay rastro de pedantería.
Su primera maestra fue la mujer que en Retrato del artista adolescente aparece como señora Riordan, a quien él, y los demás por imitación, llamábamos Dante, probablemente una deformada pronunciación infantil de auntie, tita. Ella ejerció, en verdad, una influencia nada diferente a la de su tocayo; además de enseñarle a leer y escribir y nociones de aritmética y geografía, le inculcó una buena dosis de catolicismo fanático y un amargo patriotismo anti inglés; la imposición las Leyes Penales era todavía una espina clavada en los hombres y mujeres de Irlanda cuando yo era niño. Se llamaba señora Conway, y al parecer tenía algún lejano parentesco con mi padre. Vivió varios años con nosotros, y gracias a su docencia mi hermano fue admitido en el Wood College, de Clongowes, la principal escuela de los jesuitas en Irlanda, cuando tenía poco más de seis años.
La señora Conway era desagradable y obesa. Acostumbraba a usar en la casa una de esas pequeñas cofias divertidas que en las fotografías realzan la marchita belleza de la reina Victoria. La recuerdo siempre sentada en alguna parte, imponente, y tenía un temperamento malhumorado que en Irlanda se asocia, sin duda injustamente, con la Iglesia Reformada de Cristo. Debía sufrir ciática, supongo, porque tenía dificultad para sentarse y levantarse y, al hacerlo, apoyaba ambas piernas con acompañamiento de exclamaciones de dolor: “¡Oh mi espalda, mi espalda, mi espalda!”, [5]que yo imitaba con gran exactitud, para diversión de mis hermanos. Sin embargo, tenía sus estallidos; recuerdo el escándalo que provocó, mencionado en Retrato del artista adolescente, una hermosa noche de verano, al concluir el programa de música de una banda militar detrás de la Explanada. Mientras la banda ejecutaba Dios salve a la Reina, desbarató el legítimo embeleso de un señor de edad que se hallaba de pie, sombrero en mano, prestando atención a la antífona, dándole un golpe en la cabeza con su sombrilla.
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