En otra ocasión se hallaba cruzando Fifteen Acres, un espacio abierto en el Phoenix Park, en compañía de su cuñado, cuando un regimiento de caballería que hacía prácticas se acercó a todo galope. El cuñado, mi tío John Murray, salió corriendo hacia unos árboles, pero ya era demasiado tarde: la caballería estaba casi encima de ellos. Mi padre corrió tras él, lo agarró y lo obligó a quedarse quieto. De esta manera el regimiento de caballería se apartó, dejando a los hombres en el medio. Mi padre se jactó después de que mientras pasaban, el oficial de la instrucción dio orden de que lo saludaran con los sables en alto. Esta feliz combinación del pánico de su cuñado y su presencia de ánimo era demasiado propicia para ser archivada. La recordaba constantemente.
Mi madre no era de carácter débil, excepto con su marido, y no carecía de energía en el gobierno del hogar si la ocasión lo requería. Tengo nítido el recuerdo de su lucha contra el peligroso fuego que se declaró en la chimenea del cuarto de los niños. Los teléfonos en las casas eran entonces una excepción y no era fácil llamar a los bomberos. Se sentó en el suelo y rápida pero tranquilamente sacó los leños de la chimenea y los fue envolviendo en telas mojadas que las criadas le alcanzaban de un balde de agua que había cerca de ella. Tengo mis buenas razones para recordar otra de sus intervenciones enérgicas. Un día, a comienzos del verano –Jim estaba ya en Clongowes– mandaron a todos los niños a pasear. El grupo estaba compuesto de cuatro o cinco niños, la niñera, llamada Cranly, que pertenecía a una familia de honrados pescadores de Bray, y una muchacha de quince o dieciséis años, hermana o prima suya que había venido a ayudarla. En la Explanada un fotógrafo quería fotografiar al grupo. Las niñeras estaban encantadas –los fotógrafos eran una rareza entonces– y esa noche obtuvieron autorización para sacarse la fotografía. Al día siguiente, las muchachas se pusieron sus galas de domingo y fuimos todos al encuentro del fotógrafo, que nos colocó en un artístico grupo, en el césped, detrás de la Explanada. Yo, que tenía entonces cinco o seis años, debía estar sentado en el suelo, al frente, con las piernas cruzadas, pero cuando el fotógrafo dijo: “Ahora no se muevan”, diabólicamente comencé a mover y sacudir la cabeza de un lado a otro y ni la palabra persuasiva del fotógrafo ni las súplicas de las niñeras lograron calmarme. El hombre tuvo que abandonar la idea de fotografiarnos y todos regresamos a casa. Las niñeras estaban furiosas y, al contar de qué manera deliberada les había arruinado la ocasión, casi lloraban. Mi madre escuchó el relato y rápidamente nos envió a todos a nuestro cuarto, donde me dio una paliza ejemplar, ya que todavía la recuerdo.
Mis padres tenían muchos amigos en Bray y en la ciudad; para Navidad y Año Nuevo iban a Dublín a bailar y se quedaban a pasar la noche en un hotel, como hacen los Conroy en “Los muertos”. Mi madre hacía recomendaciones tan numerosas e inquietantes a los criados sobre lo que debían hacer durante su ausencia, que me asaltaba el temor de que marcharan para siempre. Mientras ella se mantuvo lozana, mi padre le hacía escenas de celos con pretextos triviales. Una noche, en un baile, uno de los invitados pidió a la dueña de casa que lo presentara a “esa hermosa joven”. “Con mucho gusto –respondió ella–, pero permítame decirle que esa hermosa joven es madre de cuatro niños”. Cuando la señora les contó la broma, mi padre rio, pero dejó de hacerlo al volver a casa, y luego durante meses.
Él, por su parte, bailaba, y lo hacía bien, con todas las muchachas bonitas de la fiesta y no prestaba atención a su esposa. Mi madre, por el contrario, no era en absoluto celosa. Las fotografías de la primeras novias de mi padre aún estaban sobre el piano cuando yo era niño. Recuerdo el nombre de dos de ellas: Hannah Sullivan, una muchacha morena de aspecto enérgico, y Annie Lee, como la canción. En ambos casos, él había roto el noviazgo en un acceso de celos injustificados, según el testimonio de mi madre. Un día las fotografías desaparecieron del sitio en que estaban. En cuanto mi padre entró en la sala, lo notó.
–¿Dónde están las fotografías? –preguntó.
–Quemadas –fue la respuesta.
–¿Quién las ha quemado? –preguntó otra vez.
–Yo –dijo mi madre, desafiante.
Mi padre se colocó el monóculo que usaba en esa época y la miró.
–No, no fuiste tú –dijo–; fue esa vieja perra que está arriba.
“Esa vieja perra que está arriba” era una elegante descripción de la señora Conway. Tenía razón. La señora Conway había persuadido a mi madre de que era absolutamente impropio tener las fotografías en la sala, donde los niños, que estaban creciendo y comenzaban a observar, podían verlas. Es evidente que sus escenas de celos eran la forma de satisfacer sus truculentas exigencias masculinas. Mi madre lamentó después haber cedido a la insistencia de aquella mujer, “porque –decía– eran muchachas bonitas”. Y quizá también porque le habían proporcionado la sensación de triunfo de un indio que adorna su tienda con los cueros cabelludos de sus víctimas.
[3]Vance adoptó los versos de Samuel Lover del capítulo “Baladas y cantores de baladas” del libro Leyendas y narraciones de Irlanda, que dicen: Oh Thady Brady you are my darlin, /You are my looking-glass from nigth till morning /I love you bether without one fardin /Than Brian Gallagher wid house and garden. [Oh Thady Brady eres mi amor, / eres mi espejo de la noche a la mañana. / Te amo más sin un centavo/ que a Brian Gallagher con su casa y su jardín.]
[4]En inglés, Here Comes Everybody.
[5]“¡Oh mi espalda, mi espalda, mi espalda!”, Finnegan’s Wake (Londres, Faber & Faber, 1939), p. 213.
[6]“...bebiendo champaña en su chinela después que terminó el baile como el niño Jesús en el pesebre en Inchicore en los brazos de la Santísima Virgen seguro que ninguna mujer pudo haber tenido un chico tan grande...” Ulises, p. 800, Buenos Aires, Santiago Rueda, 1945, trad. de J. Salas Subirat. [Todas las citas de Ulises son de la misma edición.]
[7]“Dante le daba una pastilla aromática cada vez que le entregaba un trozo de papel de seda”. Retrato del artista adolescente, p. 7, Londres, Jonathan Cape, 1924.
[8]“... y el señor Casey le había dicho que le quedaron entumecidos los dedos, preparando un regalo de cumpleaños para la Reina Victoria”. Retrato del artista adolescente, p. 31.
[9]Las alusiones a Charles Stewart Parnell se repiten a lo largo del texto en diferentes oportunidades. Fue un político irlandés nacido en Avondale (Co. Wicklow) en 1846, de notables condiciones oratorias y, en su momento, profundamente influyente en la política de su país. Sucedió a Isaac Butt como repre-sentante de Meath en el ala irlandesa del Parlamento británico –el Parlamento irlandés había sido definitivamente clausurado por los ingleses en 1800–, poniéndose inmediatamente al frente del movimiento autonomista y logrando la mitad de los escaños en las elecciones parlamentarias de 1874. Para alcanzar sus objetivos, Parnell se apoyó en la National Land League, creada en 1879 por Michael Davitt. Ese movimiento –del cual Parnell fue presidente–, buscaba asegurar los derechos básicos de los granjeros católicos frente a los abusos de los propietarios de las tierras, mayoritariamente protestantes. Se produjo entonces una ola de agitación en toda Irlanda, que finalizó cuando el gobierno británico abolió el antiguo sistema sucesorio en favor del otorgamiento de las tierras a quienes las trabajaran. El éxito de Parnell le confirió una base de apoyo importante para sus reclamos e influyó sobre el Primer Ministro británico Gladstone, quien intentó alentar sucesivos proyectos de autonomía (Home Rule), pero estos fueron vetados en el Parlamento inglés. Transformado en héroe nacional, en 1889 Parnell fue objeto de un escándalo al ser citado a comparecer ante un tribunal en el juicio de divorcio de Katherine O’Shea, con quien tenía amores en secreto. Sus detractores aprovecharon la ocasión y lo hundieron en el desprestigio, ayudados primero por la iglesia católica y, luego, por el Partido Liberal. En diciembre del año siguiente, convertido en paria, Parnell se casó con su amante, para morir en sus brazos en junio de 1891 [Nota de J.F.].
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