PRÓLOGO
¿Cuál es nuestra justificación? ¿A qué se debe que tengamos que seguir involucrados tercamente en este asunto de contar historias, de ficcionar y hacer de la fantasía una especie de tierra de asilo, refugio y santuario? ¿Para qué contamos lo que contamos? Nadie lo sabe y en todo caso nadie debería saberlo, ya eso implicaría la muerte de lo más vital que ofrece la ficción: esa detonación mental inexplicable e impredecible que sucede al confrontar el imaginario del otro. No se escribe con un programa, se escribe por impulso y supervivencia, por una especie de hambre de inventar y compartir, por comunión más que por comunicación. Pienso en todo esto al terminar de leer Versos de una hora, de Rodolfo JM, una antología de relatos marcados por el ánimo de la ciencia ficción y por un impetuoso deleite literario que va de las citas y la celebración del género a un deleite personal por el choque entre información y delirio, entre certezas científicas y divagación lúdica.
Los cuentos de esta colección pasan por portales temporales, por la entomología y la taxonomía de artrópodos fantásticos, por los universos del porno, por las conspiraciones infraterrenales y por la especulación en torno a una ucronía: la historia cultural mexicana visitada por viajeros del tiempo. Rodolfo elabora intrincados metarrelatos, fulminantes paráfrasis, un homenaje a Cortázar, una nostálgica e irónica evocación punk y al caóticamente emblemático antro defeño LUCC (transformado aquí en La Última Carcajada de Carlos Salinas) y hasta una grotesca evocación kafkiana. Pero el verdadero mérito es que crea un estridente y melódico concierto de contrapuntos visuales, armonías ideológicas y disonancias literarias, en el que mantiene con gran destreza un fino equilibrio entre el cinismo y el idealismo. Así, el autor nos lleva en un paseo por estos cuentos fantásticos en los que se aparecen viejos conocidos en entornos nuevos, y desconocidos en parajes familiares. Además, el propio libro se convierte en objeto de reflexión al considerar el destino de sus páginas: «que no se convertirían en un cartón húmedo apilado entre cientos de libros iguales en su patetismo dentro de alguna librería de viejo».
Las historias de Versos de una hora están pobladas por víctimas, estrellas del porno (Rex Porneau, un apenas disimulado Max Hardcore), demonios, arañas psicotrópicas, Frida Kahlo y otros monstruos; pero, sobre todo, destacan los poetas subversivos que sueñan con cambiar el mundo con palabras, lanzar una revolución de versos incandescentes capaces de demoler el orden que han impuesto las hormigas de la burocracia, la disciplina y la represión.
Versos de una hora nos ofrece una respuesta a la pregunta que da inicio a este texto: la justificación para la ficción es su potencial liberador, su irreverencia creativa y sus provocaciones ilustradas y perversas que irremediablemente están condenadas a abrirnos las puertas de la «Universidad Invisible».
NAIEF YEHYA
Brooklyn, 10 de septiembre de 2015
I write the b sides
MARK OLIVER EVERETT
VERSOS DE UNA HORA
Aquel era el último fin de semana franco que tendría Marcial en por lo menos seis meses. A partir del siguiente lunes iniciarían las pruebas de lanzamiento y entonces ya nadie podría abandonar el hangar ni recibir llamadas personales. Era el protocolo de seguridad. Marcial pensó en su familia, a quienes no veía desde un mes atrás, pensó en el rostro que esa mañana vio en la televisión y que por un momento le pareció el de su hermana, pero no estaba seguro, las imágenes se deformaban con la velocidad y el movimiento. Además, aunque su hermana estuviera en casa, su familia lo recibiría desconfiada como hacía desde que se afilió al Partido. De nada servía haberles explicado tantas veces que él solo trabajaba en el taller mecánico, que lo suyo eran los motores. Y aunque no podía evitar los comentarios maliciosos de su padre y hermanos, quizá era ese detalle: el que fuese un simple mecánico y no miembro de alguna brigada, el que le permitía seguir siendo aceptado en la mesa de su familia.
Rechazó las invitaciones de sus compañeros de trabajo para ir a comer a una cantina y caminó las calles adoquinadas que separaban los hangares y la estación de tranvía. Buscó asiento junto a los obreros que abarrotaban el tren y pronto sus pensamientos volvieron al resumen que esa mañana viera en televisión sobre las manifestaciones. No podía quitarse de la memoria los rostros de los manifestantes, primero coléricos, gritando consignas y amenazas, luego asustados, huyendo de la Brigada Halcón. Sabía de buena fuente que el saldo del encuentro había dejado centenares de muertos y detenidos. Su hermana tenía 19 años.
Las únicas manifestaciones que conocía Marcial eran las que se organizaban cada año para apoyar al Partido, o para celebrar alguna de las fechas conmemorativas de la Reconstrucción. Él mismo había participado en unas y en otras. Eran impresionantes: miles de personas con uniformes verdes y vivos rojos marchando sobre la Plaza del Triunfo en perfecta coordinación. Pero la gente que tomó las calles contra el programa espacial no lucía los colores oficiales, sus pancartas no festejaban el nombre de ningún personaje público. Por primera vez, desde el inicio de la Reconstrucción, el tema de las consignas era el desempleo, la miseria, la inutilidad de viajar al espacio.
«Quizá los soviets tengan el poder económico para destinar tantos recursos a la investigación espacial —decía un impreso que circulaba de mano en mano por las calles—, pero nosotros somos un país que no ha terminado de recuperarse de la guerra ni de los gastos de la Reconstrucción. Nuestra condición de vencedores y la importancia como joven potencia que tenemos no son suficientes para permitirnos invertir en quimeras, sobre todo mientras no se resuelva el grave problema de desempleo…».
—¿Para qué necesitamos naves espaciales, hijo, acaso el Partido teme un ataque de los marcianos? —preguntaba el padre de Marcial.
Al principio, incluso el mismo Partido fue poco entusiasta con el programa espacial, justificaba su existencia argumentando que el país debía mostrar su poder tecnológico al mundo, pero hasta unos cuantos meses atrás, el hangar donde trabajaba Marcial no se diferenciaba de otras instalaciones de la fuerza aérea. Se hacían pruebas con aviones de reactor y maniobras de rutina, entrenaban a un grupo de jóvenes pilotos y tenían áreas en las que solo podían entrar oficiales de alto rango, pero nada más; ni cohetes ni trajes de cosmonauta.
Entonces se hizo público: comenzarían las pruebas para poner en órbita al primer ser humano.
—Muy pronto estaremos a la cabeza en investigación espacial —dijo el líder del Partido—, muy por encima de los sóviets.
Los cambios en el hangar fueron notables. Las jornadas de trabajo se incrementaron, así como el personal y la calidad del equipo. Las visitas de los altos mandos del Partido se hicieron cotidianas. También comenzaron las manifestaciones callejeras.
Marcial bajó del tranvía a un costado de la Plaza del Triunfo. Lo recibió un grupo de gente que miraba en una enorme pantalla de televisión la final olímpica de gimnasia por equipos. El equipo nacional femenino se enfrentaba a su principal contrincante y enemigo tradicional, el equipo sóviet. Marcial no se detuvo, siguió caminando hasta una vieja librería de oscuros pasillos en los que le gustaba perderse de cuando en cuando. No era afecto a la lectura, pero allí había una paz que en ningún otro lugar encontraba y que parecía emanar de los largos libreros que llenaban los pasillos. En sus visitas, Marcial recorría las secciones de mecánica y electrónica, miraba los libros y repetía sílaba por sílaba los títulos de su devoción, a veces tomaba alguno y observaba los diagramas, concentrado. Pero si había una sección que no le interesara en absoluto era la de literatura. Los títulos le sugerían historias de hombres solemnes y discursos partidistas. Por eso llamó su atención aquel libro de pastas negras: Versos de una hora. En la portada, como ilustración, aparecía el grabado de un reloj sin manecillas. Las primeras páginas le permitieron ver que se trataba de poemas, lo que también resultaba extraño. Tenía entendido que desde los primeros días de la Reconstrucción ya nadie escribía poesía, actividad burguesa por excelencia. Buscó el nombre del autor, aquel libro no podía ser obra de ninguno de los escritores oficiales. Hernaldo Negro, leyó. Tampoco el nombre le sonó familiar. El libro no incluía datos del autor ni fotografía que ayudara a identificarle.
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