Plato Plato - Obras Completas de Platón

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Obras Completas de Platón: краткое содержание, описание и аннотация

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Platón (en griego antiguo: Πλάτων, Plátōn; Atenas o Egina, c. 427-347 a. C.) fue un filósofo griego seguidor de Sócrates y maestro de Aristóteles. En 387 fundó la Academia, institución que continuaría su marcha a lo largo de más de novecientos años y a la que Aristóteles acudiría desde Estagira a estudiar filosofía alrededor del 367, compartiendo, de este modo, unos veinte años de amistad y trabajo con su maestro. Platón participó activamente en la enseñanza de la Academia y escribió, siempre en forma de diálogo, sobre los más diversos temas, tales como filosofía política, ética, psicología, antropología filosófica, epistemología, gnoseología, metafísica, cosmogonía, cosmología, filosofía del lenguaje y filosofía de la educación; intentó también plasmar en un Estado real su original teoría política, razón por la cual viajó dos veces a Siracusa, Sicilia, con intenciones de poner en práctica allí su proyecto, pero fracasó en ambas ocasiones y logró escapar penosamente y corriendo peligro su vida debido a las persecuciones que sufrió por parte de sus opositores.
Su influencia como autor y sistematizador ha sido incalculable en toda la historia de la filosofía, de la que se ha dicho con frecuencia que alcanzó identidad como disciplina gracias a sus trabajos. Alfred North Whitehead llegó a comentar:
La caracterización general más segura de la tradición filosófica europea es que consiste en una serie de notas a pie de página de Platón.
Alfred North Whitehead (1929)

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SÓCRATES. —Después de lo que acabo de oír, no puedo temer nada malo de vuestra parte. Esta frase: si tú quieres, me pone a salvo de todo temor en este punto. Además, me parece, que un dios me ha traído ciertas cosas a la memoria.

PROTARCO. —¿Cómo y cuáles son?

SÓCRATES. —Me acuerdo ahora de haber oído en otro tiempo, no sé si en sueños o despierto, con motivo del placer y de la sabiduría, que ni el uno ni la otra son el bien, sino que este nombre pertenece a una tercera cosa, diferente de ellas y mejor que ambas. Si descubrimos con evidencia que es así, no queda al placer esperanza de victoria, porque el bien no será ya el placer: ¿no es así?

PROTARCO. —Sí.

SÓCRATES. —Ya en este caso no tenemos necesidad de dividir el placer en sus especies a mi parecer; el resultado de esta discusión lo probará más claramente.

PROTARCO. —Has comenzado muy bien; acaba igual.

SÓCRATES. —Convengamos antes en algunos puntos poco importantes.

PROTARCO. —¿Qué puntos?

SÓCRATES. —¿Es o no una necesidad que la condición del bien sea perfecta?

PROTARCO. —La más perfecta de todas, Sócrates.

SÓCRATES. —¡Pero cómo!, ¿es el bien suficiente por sí mismo?

PROTARCO. —Así es, y en eso estriba su diferencia respecto de todo lo demás.

SÓCRATES. —Lo que me parece más indispensable es afirmar del bien que todo el que lo conoce lo busca, lo desea, se esfuerza por conseguirlo y poseerlo, y le importan poco todas las demás cosas, menos aquellas que se adquieren con el bien mismo.

PROTARCO. —No puede menos de convenirse en todo eso.

SÓCRATES. —Examinemos ahora y juzguemos la vida del placer y la vida de la sabiduría, considerando cada una aparte.

PROTARCO. —¿Qué dices?

SÓCRATES. —Que la sabiduría no entre para nada en la vida del placer, ni el placer en la vida de la sabiduría. Porque si uno de los dos es el bien, es preciso que no haya absolutamente necesidad de nada más, y si el uno o el otro nos parece que necesita otra cosa, no es ya el verdadero bien que buscamos.

PROTARCO. —¿Cómo puede verificarse?

SÓCRATES. —¿Quieres que hagamos en ti mismo la prueba de ello?

PROTARCO. —Con mucho gusto.

SÓCRATES. —Respóndeme, pues.

PROTARCO. —Habla.

SÓCRATES. —¿Consentirías, Protarco, en pasar toda tu vida en el goce de los mayores placeres?

PROTARCO. —¿Por qué no?

SÓCRATES. —Si no te faltase nada por este rumbo, ¿creerías que tienes aún necesidad de alguna otra cosa?

PROTARCO. —De ninguna.

SÓCRATES. —Examina bien si no tendrías necesidad de pensar, ni de concebir, ni de razonar cuando fuera necesario, ni de nada semejante, ¿qué digo, ni aun de ver?

PROTARCO. —¿Para qué?, teniendo el sentimiento del placer, lo tendría todo.

SÓCRATES. —¿No es cierto que viviendo de esta suerte, pasarías los días en medio de los mayores placeres?

PROTARCO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Pero como no tendrías inteligencia, ni memoria, ni ciencia, ni opinión, estarías privado de toda reflexión, y necesariamente ignorarías si tenías placer o no.

PROTARCO. —Eso es cierto.

SÓCRATES. —En igual forma, desprovisto de memoria, es también una consecuencia necesaria que no te acuerdes si has tenido placer en otro tiempo, y que no te quede el menor recuerdo del placer que sientes en el momento presente. Además, al no tener ninguna opinión verdadera, no crees sentir goce en el momento que lo sientes; y al estar destituido de razonamiento, serás incapaz de concluir que te regocijarás en el porvenir; en una palabra, que tu vida no es la de un hombre sino la de una esponja, o de esa especie de animales marinos que viven encerrados en conchas. ¿Es esto cierto?, ¿o podemos formarnos otra idea de este estado?

PROTARCO. —¿Y cómo podría formarse otra idea?

SÓCRATES. Y —bien, ¿es apetecible una vida semejante?

PROTARCO. —Ese razonamiento, Sócrates, me reduce a no saber qué decir.

SÓCRATES. —Aún no hay que desanimarse; pasemos a la vida de la inteligencia y considerémosla.

PROTARCO. —¿De qué vida hablas?

SÓCRATES. —Cualquiera de nosotros, ¿podría vivir teniendo sabiduría, inteligencia, ciencia, memoria, a condición de no sentir ningún placer, pequeño, ni grande, ni tampoco dolor alguno, y de no experimentar absolutamente sentimientos de esta naturaleza?

PROTARCO. —Ni una ni otra condición, Sócrates, me parecen envidiables, ni creo que puedan aparecer a nadie como tales.

SÓCRATES. —¿Y si se juntasen estas dos vidas, Protarco, y no formasen más que una, de manera que participase de la una y de la otra?

PROTARCO. —¿Hablas de una vida, en la que el placer, la inteligencia y la sabiduría entrasen a la par?

SÓCRATES. —Sí, de esa misma hablo.

PROTARCO. —No hay nadie que no la prefiera a cualquiera de las otras dos; no digo este o aquel, sino todo el mundo.

SÓCRATES. —¿Concebimos lo que resulta ahora de lo que se acaba de decir?

PROTARCO. —Sí, y es que de los tres géneros de vida que se han propuesto, hay dos que no son suficientes por sí mismos, ni apetecibles para ningún hombre, ni para ningún ser.

SÓCRATES. —Es ya evidente para lo sucesivo, respecto a estas dos vidas, que el bien no se encuentra en la una ni en la otra; puesto que si así fuese, sería cada una suficiente, perfecta, digna de ser elegida por todos los seres, plantas y animales, que tuviesen la capacidad requerida para vivir de la misma manera; y que si alguno de nosotros se sometiese a otra condición, esta elección sería contra la naturaleza de lo que es verdaderamente apetecible, y un efecto involuntario de la ignorancia o de cualquiera otra falsa necesidad.

PROTARCO. —Parece, efectivamente, que la cosa es así.

SÓCRATES. —Hemos demostrado suficientemente, a mi parecer, que a la diosa de Filebo no debe mirársela como el Bien mismo.

FILEBO. —Tu inteligencia, Sócrates, tampoco es el bien, porque está sujeta a las mismas objeciones.

SÓCRATES. —La mía sí, quizá, Filebo; pero con respecto a la verdadera y a la vez divina inteligencia, pienso, que no es lo mismo, y hasta imagino que es otra cosa distinta. En la vida mixta no disputo la victoria en favor de la inteligencia, pero es preciso ver y examinar qué partido tomaremos con relación al que haya de ocupar el segundo puesto. Quizá diremos, yo que la inteligencia, tú que el placer, es la principal causa de la felicidad en esta condición mixta, y de esta manera, aunque ni la una ni la otra sean el bien, podrían ser miradas la una o la otra como si fueran la causa. Sobre este punto estoy dispuesto, como nunca, a sostener contra Filebo, que cualquiera que sea la cosa que haga apetecible y dichosa esta vida de combinación, la inteligencia tiene más afinidad y semejanza con ella que el placer. Y en esta suposición puede decirse con verdad, que el placer no tiene derecho a aspirar al primero ni al segundo puesto, y hasta lo considero lejano del tercero, si es preciso que deis fe por el momento a mi inteligencia.

PROTARCO. —Me parece, Sócrates, que el placer queda batido y por tierra, en cierta manera como herido por las razones que acabas de exponer, porque él aspiraba al primer puesto, y he aquí que resulta vencido. Pero según las apariencias, también es preciso decir que la inteligencia no tiene razón para aspirar a la victoria, puesto que está en el mismo caso. Si el placer se viese también privado del segundo puesto, sería una ignominia para él respecto de sus amantes, a cuyos ojos no aparecería ya igualmente bello.

SÓCRATES. —Pero qué, ¿no vale más dejarlo para en adelante tranquilo, en lugar de atormentarlo, haciéndole sufrir un examen riguroso y llevándolo hasta la exageración?

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