Jane Austen - Orgullo y prejuicio (Clásicos de Jane Austen)

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Orgullo y prejuicio (Clásicos de Jane Austen): краткое содержание, описание и аннотация

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"Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa. Sin embargo, poco se sabe de los sentimientos u opiniones de un hombre de tales condiciones cuando entra a formar parte de un vecindario. Esta verdad está tan arraigada en las mentes de algunas de las familias que lo rodean, que algunas le consideran de su legítima propiedad y otras de la de sus hijas."
"Orgullo y prejuicio" de Jane Austen es la más famosa de las novelas de Jane Austen y una de las primeras comedias románticas en la historia de la novela.

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A Catherine y a Lydia, ni la carta ni su autor les interesaban lo más mínimo. Era prácticamente imposible que su primo se presentase con casaca escarlata, y hacía ya unas cuantas semanas que no sentían agrado por ningún hombre vestido de otro color. En lo que a la madre respecta, la carta del señor Collins había extinguido su rencor, y estaba preparada para recibirle con tal moderación que dejaría perplejos a su marido y a sus hijas.

El señor Collins llegó puntualmente a la hora anunciada y fue acogido con gran cortesía por toda la familia. El señor Bennet habló poco, pero las señoras estaban muy dispuestas a hablar, y el señor Collins no parecía necesitar que le animasen ni ser aficionado al silencio. Era un hombre de veinticinco años de edad, alto, de mirada profunda, con un aire grave y estático y modales ceremoniosos. A poco de haberse sentado, felicitó a la señora Bennet por tener unas hijas tan hermosas; dijo que había oído hablar mucho de su belleza, pero que la fama se había quedado corta en comparación con la realidad; y añadió que no dudaba que a todas las vería casadas a su debido tiempo. La galantería no fue muy del agrado de todas las oyentes; pero la señora Bennet, que no se andaba con cumplidos, contestó en seguida:

―Es usted muy amable y deseo de todo corazón que sea como usted dice, pues de otro modo quedarían las pobres bastante desamparadas, en vista de la extraña manera en que están dispuestas las cosas.

―¿Alude usted, quizá, a la herencia de esta propiedad?

―¡Ah! En efecto, señor. No me negará usted que es una cosa muy penosa para mis hijas. No le culpo; ya sabe que en este mundo estas cosas son sólo cuestión de suerte. Nadie tiene noción de qué va a pasar con las propiedades una vez que tienen que ser heredadas.

―Siento mucho el infortunio de sus lindas hijas; pero voy a ser cauto, no quiero adelantarme y parecer precipitado. Lo que sí puedo asegurar a estas jóvenes, es que he venido dispuesto a admirarlas. De momento, no diré más, pero quizá, cuando nos conozcamos mejor…

Le interrumpieron para invitarle a pasar al comedor; y las muchachas se sonrieron entre sí. No sólo ellas fueron objeto de admiración del señor Collins: examinó y elogió el vestíbulo, el comedor y todo el mobiliario; y las ponderaciones que de todo hacía, habrían llegado al corazón de la señora Bennet, si no fuese porque se mortificaba pensando que Collins veía todo aquello como su futura propiedad. También elogió la cena y suplicó se le dijera a cuál de sus hermosas primas correspondía el mérito de haberla preparado. Pero aquí, la señora Bennet le atajó sin miramiento diciéndole que sus medios le permitían tener una buena cocinera y que sus hijas no tenían nada que hacer en la cocina. El se disculpó por haberla molestado y ella, en tono muy suave, le dijo que no estaba nada ofendida. Pero Collins continuó excusándose casi durante un cuarto de hora.

CAPÍTULO XIV

El señor Bennet apenas habló durante la cena; pero cuando ya se habían retirado los criados, creyó que había llegado el momento oportuno para conversar con su huésped. Comenzó con un tema que creía sería de su agrado, y le dijo que había tenido mucha suerte con su patrona. La atención de lady Catherine de Bourgh a sus deseos y su preocupación por su bienestar eran extraordinarios. El señor Bennet no pudo haber elegido nada mejor. El señor Collins hizo el elogio de lady Catherine con gran elocuencia. El tema elevó la solemnidad usual de sus maneras, y, dándose mucha importancia, afirmó que nunca había visto un comportamiento como el suyo en una persona de su alcurnia ni tal afabilidad y condescendencia. Se había dignado dar su aprobación a los dos sermones que ya había tenido el honor de pronunciar en su presencia; le había invitado a comer dos veces en Rosings, y el mismo sábado anterior mandó a buscarle para que completase su partida de cuatrillo durante la velada. Conocía a muchas personas que tenían a lady Catherine por orgullosa, pero él no había visto nunca en ella más que afabilidad. Siempre le habló como lo haría a cualquier otro caballero; no se oponía a que frecuentase a las personas de la vecindad, ni a que abandonase por una o dos semanas la parroquia a fin de ir a ver a sus parientes. Siempre tuvo a bien recomendarle que se casara cuanto antes con tal de que eligiese con prudencia, y le había ido a visitar a su humilde casa, donde aprobó todos los cambios que él había hecho, llegando hasta sugerirle alguno ella misma, como, por ejemplo, poner algunas repisas en los armarios de las habitaciones de arriba.

―Todo eso está muy bien y es muy cortés por su parte ―comentó la señora Bennet―. Debe ser una mujer muy agradable. Es una pena que las grandes damas en general no se parezcan mucho a ella. ¿Vive cerca de usted?

―Rosings Park, residencia de Su Señoría, está sólo separado por un camino de la finca en la que está ubicada mi humilde casa.

―Creo que dijo usted que era viuda. ¿Tiene familia?

―No tiene más que una hija, la heredera de Rosings y de otras propiedades extensísimas.

―¡Ay! ―suspiró la señora Bennet moviendo la cabeza―. Está en mejor situación que muchas otras jóvenes. ¿Qué clase de muchacha es? ¿Es guapa?

―Es realmente una joven encantadora. La misma lady Catherine dice que, haciendo honor a la verdad, en cuanto a belleza se refiere, supera con mucho a las más hermosas de su sexo; porque hay en sus facciones ese algo que revela en una mujer su distinguida cuna. Por desgracia es de constitución enfermiza, lo cual le ha impedido progresar en ciertos aspectos de su educación que, a no ser por eso, serían muy notables, según me ha informado la señora que dirigió su enseñanza y que aún vive con ellas. Pero es muy amable y a menudo tiene la bondad de pasar por mi humilde residencia con su pequeño faetón y sus jacas.

―¿Ha sido ya presentada en sociedad? No recuerdo haber oído su nombre entre las damas de la corte.

―El mal estado de su salud no le ha permitido, desafortunadamente, ir a la capital, y por ello, como le dije un día a lady Catherine, ha privado a la corte británica de su ornato más radiante. Su Señoría pareció muy halagada con esta apreciación; y ya pueden ustedes comprender que me complazco en dirigirles, siempre que tengo ocasión, estos pequeños y delicados cumplidos que suelen ser gratos a las damas. Más de una vez le he hecho observar a lady Catherine que su encantadora hija parecía haber nacido para duquesa y que el más elevado rango, en vez de darle importancia, quedaría enaltecido por ella. Esta clase de cosillas son las que agradan a Su Señoría y me considero especialmente obligado a tener con ella tales atenciones.

―Juzga usted muy bien ―dijo el señor Bennet―, y es una suerte que tenga el talento de saber adular con delicadeza. ¿Puedo preguntarle si esos gratos cumplidos se le ocurren espontáneamente o si son el resultado de un estudio previo?

―Normalmente me salen en el momento, y aunque a veces me entretengo en meditar y preparar estos pequeños y elegantes cumplidos para poder adaptarlos en las ocasiones que se me presenten, siempre procuro darles un tono lo menos estudiado posible.

Las suposiciones del señor Bennet se habían confirmado. Su primo era tan absurdo como él creía. Le escuchaba con intenso placer, conservando, no obstante, la más perfecta compostura; y, a no ser por alguna mirada que le lanzaba de vez en cuando a Elizabeth, no necesitaba que nadie más fuese partícipe de su gozo.

Sin embargo, a la hora del té ya había tenido bastante, y el señor Bennet tuvo el placer de llevar a su huésped de nuevo al salón. Cuando el té hubo terminado, le invitó a que leyese algo en voz alta a las señoras. Collins accedió al punto y trajeron un libro; pero en cuanto lo vio ―se notaba en seguida que era de una biblioteca circulante― se detuvo, pidió que le perdonaran y dijo que jamás leía novelas. Kitty le miró con extrañeza y a Lydia se le escapó una exclamación. Le trajeron otros volúmenes y tras algunas dudas eligió los sermones de Fordyce. No hizo más que abrir el libro y ya Lydia empezó a bostezar, y antes de que Collins, con monótona solemnidad, hubiese leído tres páginas, la muchacha le interrumpió diciendo:

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