Jane Austen - Orgullo y prejuicio (Clásicos de Jane Austen)

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Orgullo y prejuicio (Clásicos de Jane Austen): краткое содержание, описание и аннотация

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"Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa. Sin embargo, poco se sabe de los sentimientos u opiniones de un hombre de tales condiciones cuando entra a formar parte de un vecindario. Esta verdad está tan arraigada en las mentes de algunas de las familias que lo rodean, que algunas le consideran de su legítima propiedad y otras de la de sus hijas."
"Orgullo y prejuicio" de Jane Austen es la más famosa de las novelas de Jane Austen y una de las primeras comedias románticas en la historia de la novela.

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―Mucho más racional sí, Caroline; pero entonces ya no se parecería en nada a un baile.

La señorita Bingley no contestó; se levantó poco después y se puso a pasear por el salón. Su figura era elegante y sus andares airosos; pero Darcy, a quien iba dirigido todo, siguió enfrascado en la lectura. Ella, desesperada, decidió hacer un esfuerzo más, y, volviéndose a Elizabeth, dijo:

―Señorita Eliza Bennet, déjeme que la convenza para que siga mi ejemplo y dé una vuelta por el salón. Le aseguro que viene muy bien después de estar tanto tiempo sentada en la misma postura.

Elizabeth se quedó sorprendida, pero accedió inmediatamente. La señorita Bingley logró lo que se había propuesto con su amabilidad; el señor Darcy levantó la vista. Estaba tan extrañado de la novedad de esta invitación como podía estarlo la misma Elizabeth; inconscientemente, cerró su libro. Seguidamente, le invitaron a pasear con ellas, a lo que se negó, explicando que sólo podía haber dos motivos para que paseasen por el salón juntas, y si se uniese a ellas interferiría en los dos. «¿Qué querrá decir?» La señorita Bingley se moría de ganas por saber cuál sería el significado y le preguntó a Elizabeth si ella podía entenderlo.

―En absoluto ―respondió―; pero, sea lo que sea, es seguro que quiere dejarnos mal, y la mejor forma de decepcionarle será no preguntarle nada.

Sin embargo, la señorita Bingley era incapaz de decepcionar a Darcy, e insistió, por lo tanto, en pedir que les explicase los dos motivos.

―No tengo el más mínimo inconveniente en explicarlo ―dijo tan pronto como ella le permitió hablar―. Ustedes eligen este modo de pasar el tiempo o porque tienen que hacerse alguna confidencia o para hablar de sus asuntos secretos, o porque saben que paseando lucen mejor su figura; si es por lo primero, al ir con ustedes no haría más que importunarlas; y si es por lo segundo, las puedo admirar mucho mejor sentado junto al fuego.

―¡Qué horror! ―gritó la señorita Bingley―. Nunca he oído nada tan abominable. ¿Cómo podríamos darle su merecido?

―Nada tan fácil, si está dispuesta a ello ―dijo Elizabeth―. Todos sabemos fastidiar y mortificarnos unos a otros. Búrlese, ríase de él. Siendo tan íntima amiga suya, sabrá muy bien cómo hacerlo.

―No sé, le doy mi palabra. Le aseguro que mi gran amistad con él no me ha enseñado cuáles son sus puntos débiles. ¡Burlarse de una persona flemática, de tanta sangre fría! Y en cuanto a reírnos de él sin más mi más, no debemos exponernos; podría desafiarnos y tendríamos nosotros las de perder.

―¡Que no podemos reírnos del señor Darcy! ―exclamó Elizabeth―. Es un privilegio muy extraño, y espero que siga siendo extraño, no me gustaría tener muchos conocidos así. Me encanta reírme.

―La señorita Bingley ―respondió Darcy― me ha dado más importancia de la que merezco. El más sabio y mejor de los hombres o la más sabia y mejor de las acciones, pueden ser ridículos a los ojos de una persona que no piensa en esta vida más que en reírse.

―Estoy de acuerdo ―respondió Elizabeth―, hay gente así, pero creo que yo no estoy entre ellos. Espero que nunca llegue a ridiculizar lo que es bueno o sabio. Las insensateces, las tonterías, los caprichos y las inconsecuencias son las cosas que verdaderamente me divierten, lo confieso, y me río de ellas siempre que puedo. Pero supongo que éstas son las cosas de las que usted carece.

―Quizá no sea posible para nadie, pero yo he pasado la vida esforzándome para evitar estas debilidades que exponen al ridículo a cualquier persona inteligente.

―Como la vanidad y el orgullo, por ejemplo.

―Sí, en efecto, la vanidad es un defecto. Pero el orgullo, en caso de personas de inteligencia superior, creo que es válido.

Elizabeth tuvo que volverse para disimular una sonrisa.

―Supongo que habrá acabado de examinar al señor Darcy ―dijo la señorita Bingley , y le ruego que me diga qué ha sacado en conclusión.

―Estoy plenamente convencida de que el señor Darcy no tiene defectos. Él mismo lo reconoce claramente.

―No ―dijo Darcy―, no he pretendido decir eso. Tengo muchos defectos, pero no tienen que ver con la inteligencia. De mi carácter no me atrevo a responder; soy demasiado intransigente, en realidad, demasiado intransigente para lo que a la gente le conviene. No puedo olvidar tan pronto como debería las insensateces y los vicios ajenos, ni las ofensas que contra mí se hacen. Mis sentimientos no se borran por muchos esfuerzos que se hagan para cambiarlos. Quizá se me pueda acusar de rencoroso. Cuando pierdo la buena opinión que tengo sobre alguien, es para siempre.

―Ése es realmente un defecto ―replicó Elizabeth―. El rencor implacable es verdaderamente una sombra en un carácter. Pero ha elegido usted muy bien su defecto. No puedo reírme de él. Por mi parte, está usted a salvo.

―Creo que en todo individuo hay cierta tendencia a un determinado mal, a un defecto innato, que ni siquiera la mejor educación puede vencer.

―Y ese defecto es la propensión a odiar a todo el mundo.

―Y el suyo respondió él con una sonrisa― es el interpretar mal a todo el mundo intencionadamente. ―Oigamos un poco de música ―propuso la señorita Bingley, cansada de una conversación en la que no tomaba parte―. Louisa, ¿no te importará que despierte al señor Hurst?

Su hermana no opuso la más mínima objeción, y abrió el piano; a Darcy, después de unos momentos de recogimiento, no le pesó. Empezaba a sentir el peligro de prestarle demasiada atención a Elizabeth.

CAPÍTULO XII

De acuerdo con su hermana, Elizabeth escribió a su madre a la mañana siguiente, pidiéndole que les mandase el coche aquel mismo día. Pero la señora Bennet había calculado que sus hijas estarían en Netherfield hasta el martes en que haría una semana justa que Jane había llegado allí, y no estaba dispuesta a que regresara antes de la fecha citada. Así, pues, su respuesta no fue muy favorable o, por lo menos, no fue la respuesta que Elizabeth hubiera deseado, pues estaba impaciente por volver a su casa. La señora Bennet les contestó que no le era posible enviarles el coche antes del martes; en la posdata añadía que si el señor Bingley y su hermana les insistían para que se quedasen más tiempo, no lo dudasen, pues podía pasar muy bien sin ellas. Sin embargo, Elizabeth estaba dispuesta a no seguir allí por mucho que se lo pidieran; temiendo, al contrario, resultar molestas por quedarse más tiempo innecesariamente, rogó a Jane que le pidiese el coche a Bingley en seguida; y, por último, decidieron exponer su proyecto de salir de Netherfield aquella misma mañana y pedir que les prestasen el coche.

La noticia provocó muchas manifestaciones de preocupación; les expresaron reiteradamente su deseo de que se quedasen por los menos hasta el día siguiente, y no hubo más remedio que demorar la marcha hasta entonces. A la señorita Bingley le pesó después haber propuesto la demora, porque los celos y la antipatía que sentía por una de las hermanas era muy superior al afecto que sentía por la otra.

Al señor de la casa le causó mucha tristeza el saber que se iban a ir tan pronto, e intentó insistentemente convencer a Jane de que no sería bueno para ella, porque todavía no estaba totalmente recuperada; pero Jane era firme cuando sabía que obraba como debía.

A Darcy le pareció bien la noticia. Elizabeth había estado ya bastante tiempo en Netherfield. Le atraía más de lo que él quería y la señorita Bingley era descortés con ella, y con él más molesta que nunca. Se propuso tener especial cuidado en que no se le escapase ninguna señal de admiración ni nada que pudiera hacer creer a Elizabeth que tuviera ninguna influencia en su felicidad. Consciente de que podía haber sugerido semejante idea, su comportamiento durante el último día debía ser decisivo para confirmársela o quitársela de la cabeza. Firme en su propósito, apenas le dirigió diez palabras en todo el sábado y, a pesar de que los dejaron solos durante media hora, se metió de lleno en su libro y ni siquiera la miró.

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