Arturo Pérez-Reverte - Corsarios De Levante

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Corsarios de levante es el sexto libro de la serie `Las aventuras de El Capitán Alatriste`, que Arturo Pérez Reverte comenzó a escribir allá por el año de nuestro señor de 1996. Pardiez como pasa el tiempo.
Como los anteriores Libros, Corsarios de Levante pretende hacernos vivir uno mas de los aspectos de la vida del siglo XVII. Y en esta ocasión Arturito nos lleva por las aguas del Mediterráneo, Donde Turcos, Españoles, Venecianos, Franceses, Ingleses y demás se pasaban el día comerciándo y degollándose. Para ello nos embarca con Alatriste y el ya crecidito Iñigo en una galera, ` La Mulata `, y nos lleva de paseo en plan barquita de recreo. No cuento más, que no es menester de estas líneas, pero decir que el que no quiera ver tripas, oler mal y pasar miedo entre deguellos y voto a tales, mejor lea otra cosa.

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– Explícale lo que son moros de guerra -sugirió al capitán.

Éste lo hizo. Los alarbes cercanos se dividían en tres clases, dijo: moros de paz, moros de guerra y mogataces. Los moros de paz eran los que tenían treguas con los españoles, negociaban comida y todo lo demás. Pagaban tributos -que allí se llamaban garrama-, y eso los convertía en amigos hasta que dejaban de pagar. Entonces se volvían moros de guerra.

– Suena peligroso -apunté.

– Claro. Son los que nos cortan el cuello y las partes berrendas si nos trincan… O aquellos a quienes se las cortamos nosotros.

– ¿Y cómo se distinguen unos moros de otros?

El capitán movió la cabeza.

– No siempre se les distingue.

– A veces para nuestra mala fortuna -precisó Copons-. Y a veces para la suya.

Reflexioné sobre las implicaciones sombrías de aquella respuesta. Luego pregunté qué eran los mogataces. Ésos, respondió el capitán, eran los que, sin cambiar de religión, combatían a nuestro lado, como soldados de España.

– ¿De fiar?

Copons hizo una mueca.

– Algunos hay.

– No creo que pudiera nunca fiarme de un moro.

Me observaron, socarrones. Debía de parecerles endiabladamente pardillo.

– Pues te sorprenderías. Hay moros y moros.

Pedimos más vino, que nos trajo una tabernera de feos pies desnudos y peor semblante, negra como la pez. Me quedé mirando, pensativo, cómo Copons ponía más vino en mi jarra.

– ¿Y cómo sabemos si uno es de fiar?

– Cuestión de años, zagal -el aragonés se tocó la nariz-. Cuestión de olfato… Y mira lo que te digo: he visto a muchos cristianos cargados de zumo de uvas; pero a un moro, nunca. Tampoco juegan, al contrario que nosotros, por más que la baraja tenga igual número de naipes que los años de Mahoma.

– Pero no guardan su palabra -objeté.

– Depende quiénes, y a quién. Cuando hicieron pedazos a la gente del conde de Alcaudete, sus mogataces se mantuvieron fieles, peleando sin desmayar… Por eso te digo que hay moros y moros.

Mientras despachábamos la nueva jarra de vino -más bautizado que la descosida que lo parió-, Copons siguió ilustrándonos la vida en Orán. El problema de las vacantes era grave, añadió, pues ninguna tropa quería venir a los presidios africanos si no era por fuerza: soldado que entraba, se arriesgaba a no salir jamás. Por eso las plazas nunca estaban cubiertas -aquel año faltaban cuatrocientos hombres para completar la guarnición-, y casi todo lo que llegaba era escoria de la Península, de mala índole y pocas ganas; gente díscola, carne de galera o reclutas engañados en su buena fe, como el contingente llegado el último otoño: cuarenta y dos soldados que se habían alistado para Italia, o al menos eso les dijeron; y que, una vez embarcados en Cartagena, fueron llevados a Orán sin que valieran fieros ni fueros, ahorcados tres que se amotinaron, e incorporados los otros a la tropa local, metidos allí sin esperanza de salir jamás. No era casualidad, después de todo, que para apuntar la dificultad de una empresa, además del refrán de poner una pica en Flandes, se dijese meter en Orán cien lanzas.

– Y así anda la gente. Desesperada, desnuda y hambrienta -Copons bajó un poco la voz-. No extraña que en cuanto pueden, los más flojos o los más hartos se pasen a los moros. ¿Te acuerdas, Diego, de Yndurain el vizcaíno?… ¿El que defendió el casar viejo, en Fleurus, con Utrera, Barrena y los otros, y sólo quedaron él y un corneta?

El capitán se acordaba. Y qué pasa con Yndurain, dijo. Copons miró su jarra, ladeó el rostro para escupir bajo la mesa y volvió a mirarla.

– Llevaba aquí cinco años, sin cobrar una paga desde hacía tres. Hará dos meses tuvo palabras con un sargento, le dio una cuchillada y escapó saltando de noche el muro, con otro compañón que estaba de guardia… Se dice que llegaron con muchas penalidades a Mostagán, donde renegaron. Pero cualquiera sabe.

Los dos camaradas se miraron, sabiendo de qué hablaban; y al poco vi cómo mi antiguo amo mojaba el mostacho en el vino, encogiendo los hombros. Resignado por

sí mismo, por su amigo y por los otros, por todos, por la infeliz España. En ese momento recordé, comprendiéndolo al fin, lo que había oído en un corral de comedias un par de años antes, en Madrid, escandalizándome entonces su sentido:

Soy un soldado

que me he venido a entregar

por no poder tolerar

ser valiente y mal pagado.

– ¿Te lo imaginas? -comentó de pronto el capitán a Copons-. ¿ Yndurain, haciendo la zalá de cara a La Meca?

Sonreía a medias, atravesado. Copons lo acompañó con una sonrisa más breve, pero idéntica. Eran sonrisas sin humor, escépticas. Propias de soldados viejos que no se hacen ilusiones.

– Y sin embargo -dijo el aragonés-, cuando redobla el tambor, nunca faltan espadas.

Era muy cierto, y el tiempo lo siguió probando. Pese al abandono, al maltrato y a la miseria, en los presidios norteafricanos casi nunca faltaron manos para pelear cuando llegó el caso. Y se hizo sin pagas, sin socorro y sin gloria; por desesperación, orgullo, reputación. Por no ser esclavos y acabar de pie -sé lo que digo, y a lo largo de esta relación lo verán vuestras mercedes-. A fin de cuentas, a la hora de morir y para cierta clase de hombres, vender cara la piel siempre significó algún consuelo. Entre los españoles ésa era historia antigua y siguió ocurriendo después, hasta que buena parte de aquellos lugares, olvidados por Dios y por el rey, fueron cayendo en manos de turcos o moros. Eso había pasado ya en Argel durante el siglo viejo: cuando Jaradín Barbarroja atacó el peñón guarnecido de ciento cincuenta soldados nuestros que estorbaban la entrada del puerto, y España abandonó a su suerte a los que, esperando un socorro que nunca llegó -«por los muchos y grandes negocios que el emperador trabajaba entonces», escribió fray Prudencio de Sandoval-, resistieron como quienes eran hasta que, tras dieciséis días de batirlos con artillería demoliendo el reducto piedra a piedra, los turcos apresaron sólo a cincuenta hombres heridos y maltrechos; entre ellos su capitán Martín de Vargas, a quien Barbarroja, exasperado por la feroz resistencia, hizo matar a palos. En cuanto a la plaza de Larache, pocos años después de lo que narro habría de sufrir un tremendo asalto de veinte mil enemigos, rechazado por sólo ciento cincuenta soldados españoles y cincuenta inválidos que pelearon como diablos -la pérdida y recuperación de la torre del Judío fue encarnizada- para defender seis mil pasos de extensión de muralla, que se dice pronto. También Orán se había sostenido con mucha decencia en varios asedios, entre ellos el que inspiró al buen don Miguel de Cervantes la comedia El gallardo español. A Cervantes, por cierto -no en vano era veterano de Lepanto-, debemos dos hermosos sonetos escritos en memoria de los millares de soldados que en nuestra Historia murieron peleando solos y abandonados de su rey; como era, y sigue siendo, españolísima costumbre. Esos versos, incluidos en el Quijote, recuerdan a los defensores del fuerte de La Goleta, frente a Túnez, aniquilados tras resistir veintidós asaltos turcos y matar a veinticinco mil enemigos; de manera que, de los pocos españoles supervivientes, a ninguno cautivaron allí sin heridas. Primero que el valor faltó la vida, dice uno de esos sonetos. Y comienza el segundo:

De entre esta tierra estéril, derribada,
destos terrones por el suelo echados,
las almas santas de tres mil soldados
subieron vivas a mejor morada.
Siendo primero en vano ejercitada
la fuerza de sus brazos esforzados
hasta que al fin, de pocos y cansados,
dieron la vida al filo de la espada.

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