Arturo Pérez-Reverte - Corsarios De Levante

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Corsarios de levante es el sexto libro de la serie `Las aventuras de El Capitán Alatriste`, que Arturo Pérez Reverte comenzó a escribir allá por el año de nuestro señor de 1996. Pardiez como pasa el tiempo.
Como los anteriores Libros, Corsarios de Levante pretende hacernos vivir uno mas de los aspectos de la vida del siglo XVII. Y en esta ocasión Arturito nos lleva por las aguas del Mediterráneo, Donde Turcos, Españoles, Venecianos, Franceses, Ingleses y demás se pasaban el día comerciándo y degollándose. Para ello nos embarca con Alatriste y el ya crecidito Iñigo en una galera, ` La Mulata `, y nos lleva de paseo en plan barquita de recreo. No cuento más, que no es menester de estas líneas, pero decir que el que no quiera ver tripas, oler mal y pasar miedo entre deguellos y voto a tales, mejor lea otra cosa.

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Orán era otra cosa, aunque tampoco el paraíso. La ciudad participaba de la ruin condición del resto de plazas españolas en África, mal abastecida y peor comunicada, con sus defensas mermadas por la improvisación y la incuria. Pero en este caso no se trataba de una peña seca y fortificada como Melilla, sino de un verdadero lugar con río, agua abundante y huertas aledañas, amén de una guarnición que, aunque insuficiente -en aquel tiempo había unos mil trescientos soldados con sus familias, además de quinientos vecinos de diversos oficios-, se las arreglaba para defenderse y, llegado el caso, ofendía con desenvoltura. De manera que si las plazas españolas se encontraban casi abandonadas a su suerte, la de Orán, siendo mala, no era de las peores. La prueba era el convoy de bastimentos fondeado en la ensenada del cabo Falcón, puerto de la ciudad, entre el formidable fuerte de Mazalquivir y la punta de la Mona, bajo el castillo de San Gregorio; allí donde nuestra galera mojó ferro entre las naves cuya conserva habíamos abandonado para dar caza al corsario. Ancoramos cerca de tierra, junto a la torre, y con falúas nos llegamos a suelo africano, andando a pie el camino hasta la ciudad, que se alzaba siguiendo la costa a media legua de la playa, en una orilla alta y cortada, de mal puerto -por eso Mazalquivir era el suyo-, caballera sobre el río, con una hermosa vista debida a los huertos, arboledas y molinos a uno y otro lado de éste, que corría entre la ciudad y el fuerte de Rosalcázar.

Llegamos, como digo, satisfechos de estar de nuevo en tierra y con dinero en la bolsa; y aunque Orán no era Nápoles ni de lejos, modo había de alegrarse. No faltaban tabernas llevadas por antiguos soldados, las treguas con los moros abastecían el mercado, y el trigo, paño y pólvora que habíamos traído de la Península alegraban a todo el mundo. Por si fuera poco, la ciudad gozaba de algún lupanar razonable; que, en guarniciones como aquélla, hasta los obispos y teólogos de nuestra Santa Madre Iglesia, tras mucho debatir el asunto, habían concluido, resignados a lo inevitable, que unas cuantas daifas animosas, aparte aliviar de picores a la tropa, salvaguardaban la virtud de doncellas y mujeres casadas, evitaban violaciones y reducían el número de deserciones al campo moro en busca de hembras. Y de eso íbamos hablando soldados y gente de mar apenas desembarcados: de visitar un burdel oranés como primer trámite de aduana o almojarifazgo, cuando, apenas franqueada la puerta de Canastel -de las dos de Orán, la más próxima a la marina-, el capitán Alatriste y yo tuvimos un encuentro inesperado, gratísimo e increíble, que prueba hasta qué punto nos depara sorpresas cada vuelta y revuelta de la vida.

– Que me ahorquen si no estoy soñando -dijo una voz familiar.

Y allí mismo, pequeño, flaco y duro como siempre, brazos en jarras y espada al cinto, charlando a la sombra con unos soldados y en funciones de cabo de guardia de aquella entrada, estaba Sebastián Copons, en persona.

– Y eso es lo que hay -concluyó, apurando la jarra.

Bebíamos los tres, sentados a la mesa de una taberna estrecha y sucia, bajo una remendada lona de vela que protegía del sol. Fiel al estilo propio, Copons no había gastado mucha parla para resumir sus últimos dos años, que era el tiempo transcurrido desde que nos habíamos dicho adiós en una venta andaluza, tras la escabechina del Niklaasbergen y el asunto del oro real; cuando hicimos, con el concurso de algunos camaradas, buena montería de flamencos y esbirros en la barra de Sanlúcar. Desde entonces, según contó el aragonés, sus planes para dejar la milicia y establecerse en su rincón, Huesca, con un poco de tierra, una casa y una mujer, se desbarataron por la mala fortuna. Un mal lance en Sevilla y una muerte en Zaragoza -ésta con vaivén de alguaciles, abogados, jueces, escribanos y demás parásitos emboscados entre legajos como chinches en costura- lo habían aliviado de dineros y llevado de nuevo, vacíos bolsa y estómago, camino de un cuartel para ganarse la vida. Sus intentos de pasar a las Indias resultaron inútiles -ya no necesitaban allí soldados, sino funcionarios, curas y menestrales-, y cuando se disponía a sentar plaza para Flandes o Italia, una pendencia tabernaria, con dos corchetes maltrechos y un alguacil persignado en la cara, lo llevó de nuevo ante la Justicia. Esta vez no quedaban recursos para cegar a la Tuerta; de modo que el juez, que también era oséense, y en atención a ser paisanos, le había dado a elegir entre cuatro años de estaribel o uno de soldado en Orán por cincuenta reales al mes. Y allí estaba, cumplido el año con creces, pues pasaban cinco meses del plazo.

– ¿Y por qué no se va vuestra merced? -pregunté yo, ingenuo.

Cambió Copons una mirada con el capitán Alatriste, como diciendo lo veo buen mozo pero aún pardillo, y luego puso más vino en las jarras: se trataba de un cáramo áspero y seco, de sabe Dios dónde; pero era vino, estábamos en África, y hacía un calor de mil diablos. Y, sobre todo, bebíamos los tres juntos, después -el molino Ruyter, Breda, Terheyden, Sevilla, Sanlúcar- de tantísimo tiempo.

– Porque el sargento mayor no me da licencia.

– ¿Y eso?

– El señor marqués de Velada, gobernador de la plaza, no se la da a él. O eso dice.

Y acto seguido, entre trago y trago, me puso al corriente de lo que era Orán: gente mal abastecida y peor pagada pudriéndose entre aquellos muros, sin esperanza de promoción ni otra gloria que envejecer allí, solos o con sus familias quienes las tenían, hasta ser dados por inválidos; y nada aprovechaban reclamaciones, memoriales ni maldita la cosa. Veterano había con cuarenta años de servicio al que se le regateaba volver a la Península, pues las vacantes quedaban sin cubrir y los soldados destinados a Berbería desertaban antes de embarcarse. Bastaba un paseo por la ciudad para ver mucha gente mal vestida y sin socorro; y por cada ocasión de lograr algo, aunque fuera poco, venían semanas de hambre y falta de todo, pues ni las pagas llegaban, ni enteras, ni medias ni tercias, pese a ser las de Orán las más míseras de la milicia española; pues, como había decidido en la Corte algún secretario de las finanzas reales -y el rey nuestro señor parecía de esa opinión-, habiendo agua, huertos y moros cerca, componerse no podía salir caro a la tropa. El caso era que sólo alcanzaban los soldados algún socorro en situaciones extremas; y el propio Copons, pese a llevar cumplidos diecisiete meses a pulso, no había visto un maravedí de los ciento y pico escudos que como soldado viejo, platico en arcabuz y mosquete, se le adeudaban. Siendo la única forma de remediarse, las cabalgadas que de vez en cuando se hacían para despojar.

– ¿Cabalgadas? -pregunté.

Copons guiñó un ojo y se me quedó mirando. Fue el capitán Alatriste quien respondió en su lugar.

– Almogavarías, como las de nuestros abuelos. Se las llama así de antiguo… Se trata de salir al campo y asaltar aduares de moros de guerra.

– Porque Orán -apostilló Copons- es una vieja alcahueta que vive de eso.

Lo miré, confuso.

– No comprendo.

– Ya lo harás, ridiela. Ya lo harás.

Sirvió más vino. Yo lo encontraba seco, nervudo y fuerte como de costumbre, pero más viejo, el aire cansado. Y, cosa extraña, hablador. Parecía que su carácter silencioso -era como el capitán Alatriste, difícil de verbos y fácil de acero- hubiera acumulado en Orán demasiadas cosas que el calor de nuestra vieja amistad, el encuentro inesperado, hacían fluir ahora de golpe, como un desahogo. Y yo lo escuchaba atento, observándolo con afecto. Se había abierto el sucio jubón de gamuza sobre el pecho, por el calor -no llevaba camisa debajo, pues no tenía ni para ropa blanca-, y la vieja cicatriz del molino Ruyter, sobre la oreja izquierda, le clareaba dos pulgadas de sien entre el pelo corto, que tenía algunas canas más. También despuntaban hebras blancas en su mentón mal afeitado.

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