– Mi tierra sois el capitán y tú -dijo.
Eso me conmovió, mas disimulé cuanto pude, diciendo lo primero que me vino a la boca:
– Aun así, hay mejores sitios para morir.
Inclinó la cabeza el mogataz, cual si reflexionara.
– Hay tantas muertes como personas -respondió-. En realidad nadie aguarda la suya, aunque lo crea. Sólo la acompaña y dispone.
Permaneció un momento contemplando la tablazón embreada del suelo, entre sus pies, y luego me miró de nuevo:
– Tu muerte viaja contigo desde siempre, y la mía conmigo… Cada cual lleva la suya a cuestas.
Busqué con los ojos al capitán Alatriste. Al fin lo divisé en la parte más a proa del corredor, disponiendo a los arcabuceros en la arrumbada. Designado mayoral de la banda siniestra, había puesto como cabo de brega a Sebastián Copons. Me pareció tranquilo, frío como de costumbre, su chapeo inclinado sobre los ojos y el perfil aguileño, los pulgares en el cinto del que pendían espada y daga, sobre el coleto de piel de búfalo surcado de marcas de antiguas cuchilladas. Dispuesto a afrontar de nuevo lo que la suerte deparase, sin aspavientos, bravatas ni ademanes innecesarios. Con la calma digna de quien era, o de quien procuraba ser. Hay tantas muertes como personas, había dicho el moro Gurriato. Envidié la del capitán, cuando llegase.
La voz del mogataz sonó de nuevo, suave, a mi lado.
– Quizá un día lamentes no haberle dicho adiós.
Me volví, enfrentándome con su mirada intensa y negra, entre aquellas largas pestañas casi femeninas.
– Dios nos da -añadió- una corta luz entre dos noches.
Lo estudié un instante; su cráneo rapado, los aros de plata en las orejas, la barba en punta, la cruz tatuada en uno de los pómulos. Lo hice durante el espacio que duró su sonrisa. Después, cediendo al impulso que sus palabras habían puesto en mi corazón, caminé por el corredor, esquivando a los camaradas que lo atestaban, acercándome a mi antiguo amo. Llegué a él y no dije palabra, pues tampoco sabía qué decir. Me limité a quedarme apoyado en el filarete de la arrumbada, mirando hacia las galeras turcas. Pensaba en Angélica de Alquézar, en mi madre y mis hermanillas cosiendo junto al fuego del caserío. También pensaba en mí recién llegado a Madrid, sentado a la puerta de la taberna de Caridad la Lebrijana una mañana de sol de invierno. Pensaba en los muchos hombres que yo podría ser un día, y que tal vez quedaran allí para siempre, truncados en aquel paraje, pasto de peces, sin llegar a ser ninguno de ellos.
Entonces sentí la mano del capitán Alatriste apoyarse en mi hombro.
– No permitas que te cojan vivo, hijo mío.
– Lo juro -respondí.
Sentí ganas de llorar, pero no de pena, ni de temor. Era una extraña y tranquila melancolía. A lo lejos, en la calma y el silencio absoluto del mar, resplandeció un relámpago, tan distante que su trueno no llegó hasta nosotros. Entonces, como si aquel quebrado zigzag de luz fuera una señal, sonó un redoble de tambor. Encaramado de pie en el coronamiento de popa de la Caridad Negra, junto al fanal y con el crucifijo en alto, fray Francisco Nistal alzó una mano y nos bendijo a todos; que descubriéndonos, puestos de rodillas, rezamos mientras llegaban, entrecortadas, las palabras del capellán: In nomine… etfilii… Amen. Todavía estábamos arrodillados cuando, izando en la popa de la capitana el pendón real, en la de Malta la cruz argentada de ocho puntas y en la nuestra el lienzo blanco con la vieja aspa de San Andrés, cada galera afirmó su bandera con un toque de corneta.
– ¡Ropa fuera! -ordenó el cómitre.
Después, en un silencio sobrecogedor, ocupamos nuestros puestos y empezóse a bogar hacia los turcos.
Seguía la tormenta silenciosa a lo lejos. El resplandor de los relámpagos quebraba el horizonte gris, con destellos en el agua plomiza y tranquila. En silencio también seguía la boga, aún reposada, con sólo el resollar de la chusma y el tintineo de las cadenas al ritmo de la palamenta. Se remaba a cuarteles, despacio, economizando fuerzas para el tramo final, y ni siquiera el cómitre usaba el silbato. íbamos callados, los ojos en las galeras turcas, cubiertos de hierro y a punto de guerra. Y a la mitad del recorrido, mientras nos desviábamos un poco hacia la zurda, la galera de Malta empezó a adelantarse por nuestra banda diestra. Desde muy cerca la vimos tomar la delantera, mosquetes, arcabuces y picas asomando tras los paveses, los remos entrando y saliendo del agua con ritmo preciso, las velas aferradas en las entenas bajas; y en la popa, donde habían abatido la tienda, frey Fulco Muntaner, su capitán, de pie y bien a la vista, coselete blanco con la sobreveste de tafetán rojo y la cruz, descubierta la cabeza, luenga la barba cana y espada en mano, rodeado por su gente de confianza: frey Juan de Mañas, de la lengua de Aragón e hijo de los condes de Bolea, frey Luciano Cánfora, de la lengua de Italia, y el caballero de caravana Ghislain Barrois, de la lengua de Provenza. A su paso, casi rozando nuestros remos y los suyos, el capitán Urdemalas saludó quitándose el sombrero. «Buena suerte», voceó. A lo que el viejo corsario de la Religión, tranquilo como si fuese a puerto y señalando displicente las ocho galeras turcas, se encogió de hombros mientras respondía, con su fuerte acento mallorquín: «Es poca ropa». Cuando la Cruz de Rodas nos rebasó del todo, tomando la cabeza de la línea, siguió la Caridad Negra al mismo ritmo de boga, el estandarte con las armas reales agitándose débilmente a popa, pues la única brisa era la que movía la nave en su remada. Así vimos adelantarnos a los vizcaínos que nos precederían en el ataque, saludándolos con manos, sombreros y cascos en alto. Iban el capitán Machín de Gorostiola y los suyos hoscos y callados, humeando mosquetes y arcabuces de proa a popa, y don Agustín Pimentel muy tieso y gallardo en la carroza, revestido con una armadura milanesa de mucho precio, un puño en el pomo de la espada y el morrión en manos de un paje, con la compostura que correspondía a su grado, a la nación, al rey y al Dios en cuyo nombre nos iban a hacer pedazos.
– Que la Virgen los ayude -murmuró alguien cerca.
– Que nos ayude a todos -dijo otro.
Ya remaban las tres galeras en fila, muy juntas, a espolón con fanal una de otra, mientras seguían flameando los relámpagos silenciosos sobre el mar quieto y plomizo. Yo estaba en mi puesto, entre el moro Gurriato y el encargado de manejar un pedrero de borda, que tenía en una mano el botafuego humeante y en la otra desgranaba las cuentas de un rosario mientras movía los labios. Quise tragar saliva, pero no tuve. El sorbo de arraquín y el vino aguado se me habían secado hacía rato en la garganta.
– ¡Apretad la boga! -ordenó el capitán Urdemalas.
Decirlo, y pitar el cómitre, y restallar corbacho en espaldas de galeotes, todo fue uno. Intentando disimular la tensión de mis dedos, ceñí el pañuelo en torno a mi cabeza y me puse el capacete de acero, sujetándolo con el barbuquejo. Comprobé que podía soltar con facilidad las correas del peto en caso de caer al mar. Mis alpargatas con suela de esparto estaban bien anudadas en los tobillos, tenía en las manos el asta de media pica afilada como navaja, con el tercio superior ensebado, y al cinto mi espada del perrillo y la daga vizcaína. Respiré hondo varias veces. No había más que pedir, excepto que notaba en el estómago un hueco de a palmo. Desabrochándome los calzones, aunque con pocas ganas, oriné en el bacalar sin reparo de nadie, entre los remos que se movían acompasados, y casi todos los que estaban cerca me imitaron en el jarear. Eramos gente acuchillada.
– ¡Todos al remo!… ¡Ahora! ¡Boga larga!
Sonó un cañonazo a proa y nos empinamos sobre las puntas de los pies para ver mejor. Las galeras turcas, cada vez más cerca y hasta entonces quietas, empezaban a moverse, hormigueando de turbantes, bonetes rojos, altos gorros jenízaros, almaizares, marlotas y jaiques de colores. Una nubecilla de humo blanco se elevó de la proa de la más próxima. Tras el estampido, su silencio se quebró con rebato de pífanos, chirimías y añafiles, y de las embarcaciones otomanas se elevaron los tres grandes gritos o voces con que esa gente suele animarse al degüello. Como respuesta, de la Cruz de Rodas llegaron tres secos cornetazos, seguidos por redoble de cajas y los gritos: «¡San Juan, San Juan!» y «¡Acordaos de San Telmo!».
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