– ¿Cómo disponemos a la gente? -preguntó Labajos.
El capitán de galera hizo ademán de aserrarse una mano con el canto de la otra.
– Para corte de línea y rechazar posibles abordajes… Y si pasamos, quiero los dos falconetes a popa. La caza puede ser larga.
– ¿Damos de comer, por si acaso?
– Sí, pero sin encender el fogón. Ajos crudos y vino, que es brasero del estómago.
– La chusma necesitará refresco -sugirió el cómitre.
Urdemalas se recostó en el coronamiento, bajo el fanal. Tenía ojeras, aspecto fatigado, y se le veía sucio y grasiento. El dolor de muelas y la incertidumbre le demudaban el tostado de la piel. No se preguntó Alatriste si también él tenía ese aspecto. Aun con las muelas sanas, sabía de sobra que así era.
– Aseguren las calcetas de todos los forzados, con manillas a turcos y moros. Luego denles un poco del arraquín que cogimos de la mahona: un chipichape por banco. Ese será hoy el mejor rebenque. Pero sin concesiones. Al primer remolón se le corta la cabeza, aunque sea yo quien tenga que pagarlo al rey… ¿Lo he dicho claro, señor cómitre?
– Clarísimo. Se lo diré al alguacil.
– Si al forzado le dan de beber -apuntó el sargento Quemado, con una mueca burlona- o está jodido o lo van a joder.
Contra la costumbre, nadie hizo coro a la gracia. Urdemalas miraba al sargento con aire de pocas fiestas.
– Para la gente de cabo y guerra -dijo, seco-, además de los ajos y el vino, otro sorbo de arraquín. Después, que tengan a mano vino ordinario, muy aguado -en ese punto se volvió hacia el artillero tudesco-. En lo que corresponde a vuesamerced, maestre lombardero, tirará con ferralla y hoja de Milán, de cerca y a mi orden… Por lo demás, el señor alférez Labajos estará a proa, el señor sargento Quemado a la banda diestra, y el señor Alatriste a la banda zurda.
– Convendría proteger lo más posible a la chusma -dijo Alatriste.
Urdemalas lo miró fijo, hosco, un instante más de lo necesario.
– Es cierto -asintió al fin-. Pongan de pavesadura cuanto haya a bordo, velas incluidas. Si nos matan mucha gente de remo, estamos perdidos… Piloto, meta la aguja y todos los instrumentos bien trincados y a cubierto en el escandelar… Conmigo quiero a los dos mejores timoneros, el piloto y ocho buenos tiradores con mosquetes… ¿Alguna pregunta?
– Ninguna -resumió Labajos tras un silencio.
– Por supuesto, ni pensar en abordajes nuestros: sólo metralla, pedreros, escopetería. Hola y adiós. Si nos detenemos, se acabó. Y si pasamos, a bogar como locos.
Hubo algunas sonrisas tensas.
– Dios lo quiera -murmuró alguien.
Se encogió de hombros el capitán de galera:
– Si no quiere, que al menos sepa dónde encontrarnos el día del Juicio.
– Y que no yerre al juntar los pedazos -apostilló el sargento Quemado.
– Amén -murmuró el cómitre, santiguándose.
Y, mirándose unos a otros de reojo, todos lo imitaron. Incluso Alatriste.
Miente quien diga que nunca conoció el miedo, pues no hay cosa que no tenga su día. Y aquel amanecer, frente a las ocho galeras turcas que cerraban la salida a mar abierto, en los momentos previos al enfrentamiento que hoy figura en las relaciones y libros de Historia como combate naval de Escanderlu, o de cabo Negro, pude reconocer la sensación, familiar de otras veces, que me tensaba el estómago hasta el límite de la náusea y hacía correr un incómodo hormigueo por mis ingles. Yo había crecido desde mis primeros lances junto al capitán Alatriste, y los dos años transcurridos desde el molino Ruyter, las trincheras de Breda y el cuartel de Terheyden, pese a la no poca arrogancia y suficiencia de una mocedad insolente, ponían en mi cabeza más seso y certeza del peligro. Lo que estaba a punto de ocurrir no era una peripecia abordada con ligereza de muchacho, sino un suceso grave, de resultado indeciso, a cuyo término podía estar la Cierta -no el peor final, a fin de cuentas-, pero también el cautiverio o la mutilación. Había madurado lo suficiente para comprender que en pocas horas podía verme al remo de una galera turca para toda la vida -a un pobre soldaduelo de Oñate nadie lo rescataba en Constantinopla-, o mordiendo un trozo de cuero mientras me amputaban un brazo o una pierna. Era el miedo a la mutilación lo que más me atenazaba el ánimo, pues no hay nada peor que verse estropeado, con un ojo menos o pierna de palo, hecho milagro de cera, desfigurado y roto, condenado a la piedad ajena, a la limosna y la miseria; y más cuando estás en pleno vigor de cuerpo y juventud. Entre muchas otras cosas, no era ésa la imagen que Angélica de Alquézar querría encontrar de mí si volvíamos a vernos. Y confieso que este último extremo hacíame flaquear las piernas.
Tales eran, en suma, mis poco gentiles pensamientos mientras terminaba, con los camaradas, de empavesar las bandas y la proa de la Mulata con velas enrolladas, jergones, ruanas, mochilas, jarcia y cuanto obstáculo podíamos oponer a las balas y saetas turcas que iban a llover como granizo. Cada cual tendría su procesión por dentro, como yo; pero lo cierto es que todos hacíamos de tripas corazón con harta compostura. Como mucho había manos temblorosas, palabras incoherentes, miradas absortas, oraciones en voz baja, bromas macabras o risas inquietas, según el carácter de cada uno: lo de siempre. Las tres galeras estábamos casi remo con remo, apuntados los espolones hacia los turcos, que se veían a tiro de cañón aunque nadie disparaba para calcularlo, pues ellos y nosotros sabíamos que habría ocasión de quemar pólvora con mejor provecho algo más de cerca -llegado el momento, todos procurarían tirar primero, pero lo más próximos posible al adversario: algo parecido al juego de las siete y levar-. El silencio en las galeras enemigas, como en las nuestras, era absoluto. El mar seguía quieto como una lámina de plomo, reflejando las nubes, mientras trazos negros de tormenta desfilaban hacia el mediodía sobre la costa de Anatolia, que se dibujaba a nuestra espalda y por nuestras bandas. Ya estábamos armados y listos, humeaban las mechas de los escopeteros, y sólo faltaba la orden de bogar hacia nuestro destino. Yo estaba asignado al trozo que, provisto de medias picas, partesanas y chuzos, debía rechazar en la banda siniestra cualquier intento de abordaje turco mientras cruzábamos la línea enemiga. El moro Gurriato se hallaba a mi lado -sospecho que siguiendo instrucciones del capitán Alatriste-, tan sereno que parecía ajeno a todo. Aunque se aprestaba a luchar y morir como los demás, parecía encontrarse de paso, testigo indiferente a su propia suerte; eso a pesar de que, moro como era, ésta no iba a ser envidiable si caía en manos turcas, donde no tardaría en ser delatado por algún galeote e incluso por los mismos compañeros. Que el impulso que hace a los hombres esforzados en la pelea, a veces se torna abyecto en la necesidad de sobrevivir a la derrota; y más en el cautiverio, donde tantos ánimos recios flaqueaban, renegaban o se sometían a cambio de la libertad, la vida o un miserable trozo de pan. Humanos somos, al cabo, y no todos sufren los trabajos con igual ánimo.
– Lucharemos juntos -me dijo el moro Gurriato-. Todo el tiempo.
Aquello me consoló un poco, aunque conocía de sobra que, cuando se riñe en el umbral de la otra vida, cada cual lo hace para sí, y no hay mayor soledad que ésa. Pero el mogataz había pronunciado las palabras oportunas, y agradecí la mirada amistosa que las acompañaba.
– Muy lejos de tu tierra -observé.
Sonrió, encogiendo los hombros. Llevaba calzón y alpargatas a la española, el torso desnudo, su gumía en la faja, un terciado de tres palmos al cinto y un hacha de abordaje en la mano. Nunca me había parecido tan sereno y feroz.
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