Björn Larsson - Long John Silver

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¿Quién no recuerda a Long John Silver, el famoso Pata de Palo de La isla del tesoro? Espíritu rebelde, audaz y mujeriego, el intrépido marino surcó los mares a las órdenes de piratas tan temidos como England o Flint, contrabandeó en las costas de Francia y fue vendido como esclavo en las Antillas, convirtiéndose en el personaje más carismático y controvertido de R. L. Stevenson.
Este hombre seductor, capaz de mil traiciones y siempre dispuesto a pactar para sobrevivir, nos cuenta ahora su intensa vida desde su retiro en la isla de Madagascar: así es como la magia de la letra impresa consigue hacernos llegar una autobiografía imposible y sin embargo tan real como las mejores páginas de la buena literatura.
Björn Larsson, escritor y navegante, es el autor de este doble salto mortal que nos regala la voz de Pata de Palo para que él mismo nos diga la verdad, y nada más que la verdad, sobre sus andanzas de hombre y marinero.

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Once I had an Irish girl, she wasfat and lazy.

Now, I've got a negro one, she drives me

almost crazy [2] '.

Antes de que me diera tiempo de hacer nada, toda la tripulación, con el desenfreno producido al avistar tierra, empezó a cantar aquellos dos versos una y otra vez, a voz en cuello, que hasta las gaviotas callaron. Me di la vuelta y allí estaba Deval mirándome fijamente, Con la sonrisa más alegre que se pueda imaginar. Claro que en cuanto me vio, la sonrisa le desapareció de repente.

Primero hice que cesara la cantinela con un bramido espantoso, y después cogí a Deval por el pescuezo y se lo apreté hasta que estuvo medio muerto. Lo solté y le llamé delante de todos parásitos y cucaracha. Y presa del entusiasmo le expliqué para terminar qué mierda de tipo era su héroe, Dunn, que no en vano había intentado matarme y qué fui yo el que lo había matado como se merecía.

– Estaba loco -grité y, como he dicho, al final expliqué cómo habían ocurrido las cosas-. ¿Por qué si no iba a cargar con un lobo de mar tan inútil como tú?

Deval palideció, y probablemente se habría llevado su merecido si el vigía en ese mismo momento no hubiera gritado vela a la vista. Después las cosas fueron como fueron, apresamos el botín, que era el Rose, perdí la pierna, Deval lo mismo, y me dieron un nuevo nombre, Barbacoa, un buen mote para un tipo como yo.

Después navegamos durante un año por las Antillas, hasta que Flint se mató bebiendo ron en Savannah. Fue durante ese año cuando Flint perdió la cabeza, la poca que le quedaba, y se forjó la reputación de ser el pirata más cruel y sanguinario que jamás hubiera surcado los océanos. Sí, si alguien quiere saber mi opinión, estaba dispuesto a que lo mataran en la batalla antes de reconocer que había perdido. Realmente, era un tipo que podía morir porque su vida tenía algún sentido, pero ¿le sirvió de algo? ¡Un carajo!

Tiró por la borda todas las precauciones y quería gritar al mundo entero que llegaba el temido Flint, el último de todos los piratas, que había aterrado a la humanidad. Y así es; a pesar de todo, no se puede parecer cruel y cizañero sin acabar siéndolo de verdad, ni siquiera con un motivo tan loable como el de Flint. Y, después, ¿qué queda para elegir, aparte de la locura o la muerte súbita, si es que tiene sentido mientras dura?

Sí, de no haber sido por mí es casi seguro que nos habrían apresado, matado o colgado a todos. ¿Es que yo, que había navegado toda una vida con guantes para que mis manos no me delataran, que había arreglado tan bien las cosas con Dolores en tierra y con guardaespaldas a bordo, iba a darlo todo en el barco para que un tipo como Flint nos enviara a todos a la ruina con su cerebro enfermo y encharcado de ron? Y un pimiento, y eso por decirlo con delicadeza. Hice que remozaran el Walrus y lo dejaran de punta en blanco, como hacíamos en los viejos tiempos antes de un abordaje. Hice que la tripulación cerrase el pico ante los extraños cuando estaban en tierra. Me cuidé de que continuáramos con nuestras apariciones; surgíamos de la nada para desaparecer dejando a nuestro paso sólo miedo y espanto. Controlaba a Flint cuando quería atacar barcos con los que la victoria no era segura. Si alguien saca las cuentas, debo de haber salvado muchos cientos de vidas de una muerte dolorosa durante aquel año, la mía entre ellas.

Así pues, tras la muerte de Flint continuamos siendo un rumor anónimo y terrorífico. Habíamos llevado a cabo nuestras actividades con tanta discreción que nadie tenía pruebas de que existiéramos. Me atreví a volver a Bristol y compré la taberna Spy-Glass para echarle el guante a Billy Bones y al mapa sustraído. Mandé llamar a Dolores y durante un tiempo, maldita sea, fuimos tan respetables como cualquier otro ciudadano de Bristol.

Debo admitir, Jim, que a veces Flint me ha dado lástima, igual que yo te di lástima a ti. Flint realmente se imaginaba que podía salvar la vida a los marineros más miserables y mejorar sus condiciones. Odiaba a los armadores y a los capitanes con toda su alma, aunque hay que decir en honor de las reglas que de todas maneras ha estado bien. No, lo malo de Flint era la cabeza. Sin embargo, tenía algún momento claro entre las borracheras y los ataques de ira.

Una noche cálida y despejada, en algún lugar del Atlántico donde esperábamos mientras el Walrus se balanceaba suavemente a merced de un oleaje poderoso, mecido por un viento cálido y ligero que hinchaba y sacudía la vela, Flint me mandó llamar. Estaba sentado a la mesa, la única que había en el camarote. La lámpara de aceite, la misma que cuelga ahora en mi escritorio, proyectaba extrañas sombras en su devastada cara.

– Siéntate, Silver -dijo-. Acompáñame a tomar un vaso de ron.

Me senté frente a él y con el pulso firme llenó dos vasos hasta la manga.

– Eres el único que tiene la cabeza sobre los hombros a bordo de este barco -dijo-. Incluido yo.

Se quedó callado como si yo fuera a confirmar su opinión, pero, ¿qué podía decirle yo?

– ¿Por qué no te has hecho nunca capitán? -preguntó.

– Para tener la espalda a cubierto -contesté.

– ¿Es que yo no la tengo? ¿Qué tiene de malo la mía?

– A un capitán se le puede destituir, pero nadie destituye a John Silver.

Flint me miró durante bastante rato. Intentaba entender si lo estaba amenazando.

– Silver -dijo después de un rato-, no hay quien te entienda.

– No -contesté sonriendo-, realmente así lo espero. Sería peor que la muerte.

Flint fijó la mirada en el vaso como si fuera una bola de cristal.

– Tienes razón, Silver -dijo-. Tienes razón, ya lo he dicho. Eres el único que tiene algo en la sesera. Tienes opiniones. Dime, Silver, ¿estoy perdiendo el juicio? ¡Contesta sinceramente! Sabes que nunca te tocaría ni un pelo.

– No lo sé -contesté con toda sinceridad-. No sé qué juicio te queda por perder. A veces parece que intentes por todos los medios que todos perdamos la vida, y la tuya la primera, para provecho de ninguna de las partes.

– Ya lo sé -dijo Flint con la voz quebrada, echando un buen trago al ron-. Ya lo sé. Creía que sabía lo que quería en esta vida: matar a la mayor cantidad de miserables posible, apartarlos de este mundo. Mi meta era vengar a todos los marineros muertos. Y ahora empiezo a pensar que no somos más que una cagada de mosca, no importa lo que hagamos. Soy Flint, el temido capitán pirata, y no puedo decirlo en voz alta si quiero seguir vivo. Me he quedado sin nombre, maldita sea, lo mismo que nos ha pasado a todos. No somos nadie. A los ojos del mundo no somos nada. ¿Qué es una sola persona, Silver? Nada, absolutamente nada. ¿Sabes qué? En fin, seguramente lo sabes, que no en vano eres un hombre culto e informado. El maldito Cromwell envió a diez mil prisioneros irlandeses y escoceses a Barbados. Ni uno de aquellos diablos salió con vida. Ni uno, Silver. ¿Quién los recuerda hoy? ¿Quién sabrá qué pensaban, qué querían? Ya no están, como el rocío que se evapora. ¿Sabes lo que oí contar a un viejo bucanero? Los españoles habían enviado un grupo de soldados para acabar con unos indios. Uno de los soldados empujó con su lanza a un indio contra un árbol. El indio sólo tenía un cuchillo y estaba casi muerto. ¿Y qué hace? Se abalanza hacia delante y se deja atravesar por la lanza para poder clavar su cuchillo en el español. Murieron los dos, uno en brazos del otro. ¿De qué sirve? ¿Qué provecho se obtiene de eso? Ninguno. Es sólo polvo en los recuerdos del mundo. O los monjes como los que l’Olonnais obligó a levantar escaleras contra las murallas que protegían Cartagena. Se imaginaba que los españoles no dispararían sobre sus propios curas, pero tanto a Dios como a los españoles les importaban un carajo unos monjes desgraciados, por mucho que rogaran por su vida. Acabaron con todos ellos. ¿A quién le preocupa, Silver? Unos cuantos monjes, un soldado español, un indio o diez mil presos más o menos, todo eso carece de importancia. Y los marineros, ¿cuántos crees que mueren? Un par de miles en las quillas de la Marina inglesa cada año. ¿Y qué les dan a cambio? Nada de nada, maldita sea, ni siquiera un entierro digno. Somos cagadas de mosca, Silver, y no contamos para nada. Sí, es verdad, es casi lo mismo acabar con la desgracia, quizás eso sea juicioso. Una sola persona como yo es completamente prescindible, Silver. Completamente prescindible.

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