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Arturo Pérez-Reverte: La Carta Esférica

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Arturo Pérez-Reverte La Carta Esférica

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Un marino sin barco, desterrado del mar, conoce a una extraña mujer que posee, tal vez sin saberlo, respuestas a preguntas que ciertos hombres se hacen desde siglos. Cazadores de naufragios en busca del fantasma de un barco perdido en el Mediterráneo, problemas de latitud y longitud cuyo secreto yace oculto en antiguos derroteros y cartas náuticas, museos navales, bibliotecas… Nunca el mar y la Historia, la ciencia de la navegación, la aventura y el misterio se habían combinado de un modo tan extraordinario en una novela, como en La carta esférica. De Melville a Stevenson y Conrad, de Homero a Patrick O’Brian, toda la gran literatura escrita sobre el mar late en las páginas de esta historia fascinante e inolvidable.

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– ¿Conoces la historia?

Señalaba la cajetilla. Ella la estuvo mirando y luego alzó los ojos, sorprendida.

– ¿Qué historia?

– La de Héroe.

– ¿Quién es Héroe?

Se lo dijo. Le habló del nombre en la cinta del gorro del marinero de barba rubia, de su juventud en el velero que aparece a un lado en la estampa, del otro buque, el vapor que fue su último barco. De cómo el señor Player e hijos compraron su retrato para ponerlo en las cajetillas. Luego se quedó callado mientras ella fumaba el -cigarrillo se había ido consumiendo entre sus dedos- y lo miraba.

– Es una buena historia -dijo la mujer al cabo de un rato.

Coy encogió los hombros.

– No es mía. Se la cuenta Dominó Vitali a James Bond en “Operación Trueno”. Navegué en un petrolero que tenía a bordo las novelas de Ian Fleming.

También recordaba que ese barco, el “Palestine”, había pasado mes y medio bloqueado en Ras Tanura en mitad de una crisis internacional, con las planchas de la cubierta ardiendo a sesenta grados bajo un sol infame y los tripulantes tumbados en los camarotes, sofocados por el calor y el tedio. El “Palestine” era un barco desgraciado, con mala suerte, de esos donde la gente se vuelve hostil y se detesta y se le cruzan los cables: el jefe de máquinas refunfuñaba delirando en un rincón -escondieron la llave del bar, y él bebía a escondidas el alcohol metílico de la enfermería mezclándolo con naranjada-, y el primer oficial no le dirigía la palabra al capitán ni aunque el barco estuviera a punto de encallar. Coy tuvo tiempo de sobra para leer esas novelas y muchas otras en su prisión flotante, aquellos días interminables en que el aire abrasador que entraba por los ojos de buey lo hacía boquear como un pez fuera del agua, y dejaba, al levantarse, la silueta de su cuerpo desnudo impresa en sudor sobre las sábanas arrugadas y sucias de la litera. Un petrolero griego había sido alcanzado a tres millas por una bomba de aviación, y durante un par de días pudo ver desde su camarote la columna de humo negro que subía recta al cielo, y de noche el resplandor que teñía de rojo el horizonte y recortaba las vulnerables siluetas oscuras de los buques fondeados. Durante ese tiempo, cada noche despertó aterrado, soñando que nadaba en un mar de llamas.

– ¿Lees mucho?

– Algo -Coy se tocó la nariz-. Leo algo. Pero siempre sobre el mar.

– Hay otros libros interesantes.

– Puede. Pero a mí sólo me interesan ésos.

La mujer lo miraba, y él encogió otra vez los hombros antes de balancearse otro poco sobre los pies. Entonces cayó en la cuenta de que no habían hablado del tipo de la coleta gris, ni de lo que ella estaba haciendo allí. Ni siquiera sabía su nombre.

Tres días más tarde, tumbado boca arriba en la cama de su cuarto del hostal La Marítima, Coy miraba una mancha de humedad en el techo. “Kind of Blue”. En los auriculares de su walkman, después de “So What”, por donde el contrabajo se había estado deslizando suavemente, la trompeta de Miles Davis acababa de entrar con el histórico solo de dos notas -la segunda una octava más baja que la primera-, y Coy aguardaba, suspendido en ese espacio vacío, la descarga liberadora, el golpe único de batería, el reverbero del platillo y los redobles allanando el camino lento, inevitable, asombroso, al metal de la trompeta.

Se consideraba casi analfabeto musical, pero amaba el jazz: su insolencia y su ingenio. Se había aficionado a él en las largas guardias de puente, cuando navegaba como tercer oficial a bordo del “Fedallah”: un frutero de la Zoeline cuyo primero, un gallego llamado Neira, poseía las cinco cintas de la Smithsonian Collection de jazz clásico. Eso incluía desde Scott Joplin y Bix Beiderbecke hasta Thelonins Monk y Ornette Coleman, pasando por Armstrong, Ellington, Art Tatum, Billie Holiday, Charlie Parker y los otros: horas y horas de jazz con una taza de café en las manos, mirando el mar, acodado en el alerón, de noche, bajo las estrellas. El jefe de máquinas Gorostiola, bilbaíno, más conocido como Torpedero Tucumán, era otro apasionado de esa música; y los tres habían compartido jazz y amistad durante seis años, en una ruta cuadrangular que estuvo llevando al “Fedallah”

– después pasaron los tres juntos al “Tashtego”, otro barco gemelo de la Zoeline- con carga suelta de fruta y grano entre España, el Caribe, el norte de Europa y el sur de los Estados Unidos. Y aquélla fue una época feliz en la vida de Coy.

Pese a la música de los auriculares, a través del patio que hacía de tendedero llegaba el sonido de la radio de la hija de la patrona, que solía quedarse estudiando hasta muy tarde. La hija de la patrona era una joven hosca y poco agraciada a la que él sonreía cortésmente sin obtener nunca a cambio un gesto ni una mirada. La Marítima era una antigua casa de baños -1844, aseguraba el dintel de la puerta, abierta a la calle Arc del Teatre- reconvertida en pensión barata de marinos. Estaba a caballo entre el puerto viejo y el barrio chino, y sin duda la madre de la muchacha, una bronca dama de pelo teñido en color rojizo, la había alertado desde muy jovencita sobre los peligros de su clientela habitual, gente ruda y sin escrúpulos que coleccionaba mujeres en cada puerto, bajando a tierra sedienta de alcohol, droga y chicas más o menos vírgenes.

Por la ventana podía oírse perfectamente, entre el jazz del walkman, a Noel Soto cantando “Noche de samba en Puerto España”; y Coy subió el volumen. Estaba desnudo, a excepción de un calzón corto; y sobre el estómago tenía “Capitán de mar y guerra”, de Patrick O.Brian, abierto y boca abajo. Pero su mente andaba muy lejos de las andanzas náuticas del capitán Aubrey y el doctor Maturin. La mancha del techo se parecía al trazado de una costa, con sus cabos y ensenadas, y Coy recorría con la vista una derrota imaginaria entre dos de sus extremos más avanzados en el amarillento mar del cielo raso. Naturalmente, pensaba en ella.

Llovía cuando salieron de Boadas. Una lluvia fina, apenas molesta, que barnizaba de luces relucientes el asfalto y las aceras, y punteaba el haz de los faros de los automóviles. A ella no parecía importarle que se mojara su chaqueta de ante, y habían caminado calle abajo por el paseo central, entre los kioscos de periódicos y revistas y los puestos de flores que empezaban a cerrar. Un mimo, estoico bajo el chirimiri que le hacía regueros en el polvo blanco de la cara inmóvil, tan triste que deprimía a todos los transeúntes en veinte metros a la redonda, los siguió con los ojos cuando la mujer se inclinó un momento para dejar una moneda en su chistera. Caminaba del mismo modo que antes, algo adelantada y mirando el suelo a su izquierda, como si dejase a Coy la elección de ocupar ese espacio o de retirarse discretamente. Él contemplaba a hurtadillas su perfil duro entre el cabello lacio que oscilaba al caminar; los ojos pavonados que de vez en cuando se volvían a él como anticipo de una mirada reflexiva o una sonrisa.

En Schilling no había mucha gente. Volvió a pedir ginebra azul con tónica y ella se conformó con tónica sola. Eva, la camarera brasileña, sirvió las copas mirándola con descaro, y luego enarcó una ceja en atención a Coy, tamborileando sobre el mostrador con las mismas largas uñas lacadas de verde que tres madrugadas atrás había estado clavando a conciencia en su espalda desnuda. Pero Coy se pasó la mano por el pelo mojado y mantuvo su sonrisa inalterable, muy dulce y tranquila, hasta que la camarera murmuró bastardo y sonrió a su vez, e incluso se negó a cobrarle a él su copa. Luego Coy y la mujer fueron a sentarse a una mesa, frente al gran espejo que reflejaba las botellas colocadas en la pared. Allí prosiguieron la conversación intermitente. Ella no era habladora: a esas alturas sólo había contado que trabajaba en un museo, y cinco minutos más tarde él pudo averiguar que se trataba del Museo Naval de Madrid. Dedujo que había hecho estudios de Historia y que alguien, su padre tal vez, fue militar de carrera. Ignoraba si eso tenía que ver con su aspecto de chica bien educada. También entrevió una firmeza contenida, una seguridad interior, discreta, que lo intimidaba.

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