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Arturo Pérez-Reverte: La Carta Esférica

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Arturo Pérez-Reverte La Carta Esférica

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Un marino sin barco, desterrado del mar, conoce a una extraña mujer que posee, tal vez sin saberlo, respuestas a preguntas que ciertos hombres se hacen desde siglos. Cazadores de naufragios en busca del fantasma de un barco perdido en el Mediterráneo, problemas de latitud y longitud cuyo secreto yace oculto en antiguos derroteros y cartas náuticas, museos navales, bibliotecas… Nunca el mar y la Historia, la ciencia de la navegación, la aventura y el misterio se habían combinado de un modo tan extraordinario en una novela, como en La carta esférica. De Melville a Stevenson y Conrad, de Homero a Patrick O’Brian, toda la gran literatura escrita sobre el mar late en las páginas de esta historia fascinante e inolvidable.

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No vio esos destellos en los ojos de la mujer cuando regresó a su lado con un vaso en cada mano, entre la gente que se agolpaba en la barra de Boadas; y ése fue el tercer error de la noche. Porque no hay libros de faros y peligros y señales para navegar tierra adentro. No hay derroteros específicos, cartas actualizadas, trazados de veriles en metros o brazas, enfilaciones a tal o cual cabo, balizas rojas, verdes o amarillas, ni reglamentos de abordaje, ni horizontes limpios para calcular una recta de altura. En tierra siempre se navega por estima, a ciegas, y sólo es posible advertir los arrecifes cuando oyes su rumor a un cable de tu proa y ves clarear la oscuridad en la mancha blanca de la mar que rompe en las rocas a flor de agua. O cuando escuchas la piedra inesperada -todos los marinos saben que existe una piedra con su nombre acechándolos en alguna parte-, la roca asesina, arañar el casco con chirrido que hace estremecerse los mamparos, en ese momento terrible en que cualquier hombre al mando de un buque prefiere estar muerto.

– Has sido rápido -dijo ella.

– Siempre soy rápido en los bares.

La mujer lo miró con curiosidad. Sonreía un poco, tal vez por haber observado el modo en que Coy se había acercado a la barra, abriéndose paso con la decisión de un pequeño y compacto remolcador entre la gente que se agolpaba delante, en vez de quedarse atrás en demanda de la atención del camarero. Había pedido una ginebra azul con tónica para él y un martini seco para ella, trayéndolos de regreso con hábil movimiento pendular de las manos y sin derramar una gota. Lo que en Boadas y a tales horas no carecía de mérito.

Ella lo observaba a través de la copa. Azul muy oscuro tras el cristal y la limpia transparencia del martini.

– ¿Y qué haces en la vida, aparte de moverte bien por los bares, ir a subastas náuticas y socorrer a mujeres indefensas?

– Soy marino.

– Ah.

– Marino sin barco.

– Ah.

Se tuteaban desde hacía sólo unos minutos. Media hora antes, a la luz del farol, cuando el hombre de la coleta gris subió al Audi, ella había dicho gracias a su espalda, y él se volvió a contemplarla de veras por primera vez, parado en la acera, mientras razonaba para sus adentros que hasta allí había sido la parte fácil, y que ya no dependía de él retener cerca esa mirada reflexiva y un poco sorprendida que lo recorría de arriba abajo, como si intentara catalogarlo en alguna de las especies de hombre que ella conocía. Así que se limitó a esbozar una sonrisa prudente, algo cohibida; la misma que uno le dispensa al capitán cuando se incorpora a un nuevo barco, en ese momento inicial en que las palabras no significan nada y los interlocutores saben que tiempo habrá de poner cada cosa en su sitio. Pero la cuestión para Coy era precisamente que nadie garantizaba la existencia de aquel tiempo tan necesario, y que nada le impedía a ella dar de nuevo las gracias y marcharse del modo más natural del mundo, desapareciendo para siempre. Fueron diez largos segundos de escrutinio que él soportó silencioso e inmóvil. LBA: Ley de la Bragueta Abierta. Espero no llevar la bragueta abierta, pensó. Luego vio que ella inclinaba un poco la cabeza hacia un lado, justo lo necesario para que el lado izquierdo de su cabello rubio y lacio, cortado asimétrico con la precisión de un bisturí, rozase su mejilla cubierta de pecas. Después de aquello la mujer no sonrió ni dijo nada, limitándose a caminar despacio por la acera, calle arriba, las manos en los bolsillos de la chaqueta de ante. Llevaba un bolso grande de piel colgado del hombro, y lo mantenía con un codo junto al costado. Su nariz era menos bonita vista de perfil: un poco aplastada, como si se la hubiera roto alguna vez. Eso no disminuía su atractivo, decidió Coy; pero le daba un recorte de insólita dureza. Caminaba mirando el suelo ante sí y un poco a la izquierda, como si le diera a él oportunidad de ocupar ese lugar. Anduvieron en silencio, a cierta distancia uno del otro, sin miradas ni explicaciones ni comentarios, hasta que ella se detuvo en la esquina, y Coy comprendió que era el momento de las despedidas o de las palabras. La mujer alargaba una mano que estrechó en la suya grande y torpe, sintiendo un tacto firme, huesudo, que desmentía las pecas juveniles y estaba más a tono con la expresión tranquila de los ojos, que él había decidido finalmente eran azul marino.

Y entonces Coy habló. Lo hizo con aquella espontánea timidez que era su modo natural de dirigirse a desconocidos, encogiendo los hombros con sencillez y acompañando sus palabras de la sonrisa que, aunque él no lo sabía, le aclaraba el rostro y atenuaba su rudeza. Habló y se tocó la nariz y volvió a hablar de nuevo, ignorando si a ella la esperaba alguien en algún sitio, o si era de esa ciudad o de otra cualquiera. Dijo lo que creyó debía decir, y luego se quedó allí balanceándose ligeramente y contenido el aliento, como un niño que acabase de exponer en voz alta una lección y aguardara sin demasiada esperanza el veredicto de la maestra. Y entonces ella lo miró otros diez segundos en silencio, y ladeó de nuevo la cabeza y el cabello volvió a rozar su mejilla. Y dijo que sí, que por qué no, que también le apetecía beber algo en cualquier parte. Y de ese modo caminaron hacia la plaza de Cataluña, y luego hasta las Ramblas y la calle Tallers. Y cuando él sostuvo la puerta de Boadas para dejarla pasar sintió por primera vez su aroma, indefinido y suave, que no parecía provenir de colonia ni perfume sino de su piel moteada en tonos dorados, que imaginó suave y cálida, de una textura parecida a la piel de los nísperos. Y al entrar, acercándose a la barra de la pared, comprobó que los hombres y las mujeres que había en el local la miraban primero a ella y luego a él; y se dijo que, por alguna curiosa razón, los hombres y las mujeres siempre miran primero a una mujer hermosa y luego desvían la vista hacia su acompañante de un modo inquisitivo, a ver quién será ese fulano. Como para comprobar si su apariencia la merece, y si él está a la altura de las circunstancias.

– ¿Y qué hace un marino sin barco en Barcelona?

Estaba sentada en un taburete alto, el bolso sobre las rodillas, la espalda contra la barra de madera que corría a lo largo de la pared, bajo las fotografías enmarcadas y los recuerdos del bar. Llevaba dos pequeñas bolitas de oro como pendientes y ni un solo anillo en las manos. Apenas usaba maquillaje. Por el cuello entreabierto de la camisa, blanca y con el botón superior desabrochado sobre centenares de pecas, Coy veía relucir una cadena de plata.

– Esperar -dijo. Luego bebió un sorbo de ginebra azul, y mientras lo hacía vio que ella observaba su vieja chaqueta, y que tal vez se detenía en las franjas más oscuras de los galones ausentes en las bocamangas-. Esperar tiempos mejores.

– Un marino debe navegar.

– No todos opinan lo mismo.

– ¿Hiciste algo mal?

Asintió con media sonrisa triste. Ella abrió el bolso y extrajo de él una cajetilla de tabaco inglés. Sus uñas no eran bonitas: cortas y anchas, de bordes irregulares. En otro tiempo se las había mordido, sin duda. Tal vez aún lo hacía. En el paquete quedaba un cigarrillo, y lo encendió con una carterita de fósforos que llevaba impresa la publicidad de una naviera belga que él conocía, la Zeeland Ship. Observó que lo hacía protegiendo la llama en el cuenco de las manos, con gesto casi masculino. Su línea de la vida era muy larga, como si hubiera vivido muchas vidas en la tierra.

– ¿Fue culpa tuya?

– Legalmente, sí. Ocurrió durante mi guardia.

– ¿Abordaje?

– Toqué fondo. Había una piedra no señalada en las cartas.

Era cierto. Un marino nunca decía encallé, o varé. El verbo común era tocar: toqué fondo, toqué el muelle. Si en mitad de la niebla del Báltico uno partía a otro por la mitad y lo echaba a pique, decía: hemos tocado un barco. De cualquier modo, observó que también ella había usado el término marino de abordaje, en vez de choque, o colisión. La cajetilla de tabaco estaba sobre la barra, abierta, y Coy se quedó mirándola: la cabeza de un marinero, un salvavidas a modo de orla y dos barcos. Hacía tiempo que no veía un paquete de Players sin filtro como aquél, de los de toda la vida. No eran fáciles de encontrar, e ignoraba que todavía los fabricaran en su envoltorio de cartulina blanca, casi cuadrado. Era gracioso que ella fumara esa marca: la subasta náutica, el Urrutia, él mismo. LAC: Ley de las Asombrosas Coincidencias.

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