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Arturo Pérez-Reverte: El puente de los asesinos

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Arturo Pérez-Reverte El puente de los asesinos

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Cruza el puente de los Asesinos con Arturo Pérez-Reverte y vive la trepidante conspiración para asesinar al dogo de Venecia. «Diego Alatriste bajó del carruaje y miró en torno, desconfiado. Tenía por sana costumbre, antes de entrar en un sitio incierto, establecer por dónde iba a irse, o intentarlo, si las cosas terminaban complicándose. El billete que le ordenaba acompañar al hombre de negro estaba firmado por el sargento mayor del tercio de Nápoles, y no admitía discusión alguna; pero nada más se aclaraba en él.» Nápoles, Roma y Milán son algunos escenarios de esta nueva aventura del capitán Alatriste. Acompañado del joven Íñigo Balboa, a Alatriste le ordenan intervenir en una conjura crucial para la corona española: un golpe de mano en Venecia para asesinar al dogo durante la misa de Navidad, e imponer por la fuerza un gobierno favorable a la corte del rey católico en ese estado de Italia. Para Alatriste y sus camaradas -el veterano Sebastián Copons y el peligroso moro Gurriato, entre otros-, la misión se presenta difícil, arriesgada y llena de sorpresas. Suicida, tal vez; pero no imposible.

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Al cabo de un momento, el de la cadena de oro movió otras dos veces la cabeza, como si se diera por satisfecho. Entonces el hombre vestido de negro cerró la puerta, y Diego Alatriste volvió a quedarse solo. Sonó dentro una campanilla, y al cabo de un instante apareció por otra puerta un sirviente que invitó a Alatriste a acompañarlo escaleras abajo. Lo siguió éste, viéndose al cabo en una habitación de paredes blancas y desnudas, amueblada con una estufa de hierro cuyo tubo subía hasta el techo, aparte cuatro sillas y una mesa, y desde cuya ventana enrejada podía verse parte de la plaza y el edificio de la Propaganda de la Fe, muy próximo a la embajada, que don Francisco de Quevedo le había señalado mientras se apeaban del coche que los trajo desde la vía del Orso. Aún miraba Alatriste por la ventana, preguntándose qué diablos le hacían esperar allí, cuando la puerta se abrió a su espalda. Antes de volverse para ver quién entraba, oyó una musiquilla silbada, siniestra y familiar. Un tirurí-ta-ta que le erizó la piel y le hizo girar la cabeza, estupefacto. Tenso y alerta como si acabara de tocarle el hombro el diablo.

– Que me place -dijo Gualterio Malatesta.

Vestía de negro, como siempre. Sin sombrero ni capa. Y observaba, sarcástico, la mano que Diego Alatriste había llevado por instinto al costado, allí donde no tenía la espada. El italiano aparentaba disfrutar de la sorpresa, que no parecía serlo para él. Los ojos sombríos y duros -el derecho un poco entornado por la cicatriz que llegaba hasta el arranque del párpado- chispeaban con su viejo brillo acerado y peligroso. Pero tampoco él llevaba armas, observó Alatriste con alivio.

A menos, se dijo, que ocultase algo en la caña de una bota, del mismo modo que él escondía el habitual cuchillo de matarife, corto y de cachas amarillas.

– Verdaderamente me place -repitió Malatesta.

Estaba más flaco. Envejecido, quizás. La vida no parecía haberlo tratado bien. Mostraba estragos. Su rostro picado de viruela se hundía mucho en las mejillas, y bajo los ojos y en las comisuras de la boca había cercos y arrugas que Alatriste no recordaba. Huellas, quizá, de no lejanos sufrimientos. Algunas hebras grises salpicaban el nacimiento del pelo y el bigote, que seguía llevando fino y recortado. Concluyó Alatriste que la vida de Gualterio Malatesta no debía de haber sido fácil durante aquel año y medio. La última vez que se vieron, una lluviosa mañana cerca de El Escorial, el siciliano llevaba grilletes en las manos y los pies, y los guardias del rey lo conducían, según todos los indicios, camino de la tortura y el cadalso.

– Mierda de Dios -dijo Alatriste, sereno.

Lo miró el otro con atención, casi pensativo. Como si la blasfemia de su viejo enemigo tuviese significados que le acomodaban.

– Sí -convino.

Dicho eso quedaron ambos en silencio, mirándose de lado a lado de la habitación. Se habían conocido del mismo modo, cinco años atrás. El uno frente al otro: dos espadas a sueldo aguardando en la antesala de una casa abandonada de Madrid, cerca del portillo de las Ánimas, mientras esperaban a que se les encomendara un trabajo fácil, que al cabo no lo fue tanto.

– ¿Qué estáis haciendo aquí? -preguntó al fin Alatriste.

– ¿En la embajada de España?

– En Italia.

Un trazo blanco iluminó el rostro cetrino del sicario. La sonrisa descubrió dos dientes, los incisivos, partidos casi por la mitad. Alatriste lo recordaba con la dentadura intacta.

– Lo mismo que vuestra merced -respondió-. Espero un trabajo. Y ése parece ser nuestro sino, señor capitán… Por alguna curiosa razón, no logramos despegarnos uno del otro.

Diego Alatriste lo miraba boquiabierto. Incrédulo.

– ¿Un trabajo juntos?… ¿Vos y yo?

– Eso parece. O al menos, eso me dijeron.

– Pardiez. Alguien debe de estar loco.

– No tanto -el sicario acentuó la sonrisa, señalando la cintura desherrada de Alatriste-. Veo que, como a mí, os retiraron las armas.

Siguió un silencio entre ambos. Por la ventana se oía el ruido de los carros que pasaban y a los vendedores que voceaban su mercancía en la plaza. Del interior del edificio seguían llegando martillazos y rumor de albañiles.

– Os creía muerto -dijo al fin Alatriste.

Lo observaba con asombrada curiosidad. Cómo diablos lo consiguió, se decía. Reo de conspiración, culpable de magnicidio frustrado contra el monarca más poderoso de la tierra. Y allí estaba, tan campante. Vivo, libre y con aquella sonrisa suficiente y peligrosa. Si Gualterio Malatesta tenía siete vidas como los gatos, se preguntó cuántas había consumido ya.

– A punto estuve, os lo aseguro… Casi de la tumba salgo.

– No me lo explico. Lo que osasteis tenía que haberos costado la cabeza.

– Y a una pulgada anduvo del verdugo. Pasando, os lo aseguro, por desagradables trámites intermedios.

Hizo el sicario una pausa pensativa. Rencorosa.

– No os lo deseo ni a vos… Bueno, sí. A vos quizá sí os lo deseo.

Se movió, ahora. Un paso hacia un lado, cambiando el peso de una pierna sobre otra. Sólo hizo eso, pero Diego Alatriste se mantuvo tenso, a la espera. Conocía a Malatesta lo suficiente para recelar hasta de un simple ademán. Era rápido y letal como una víbora.

– Me torturaron como a cerdo al que colgaran de un gancho -prosiguió el otro-. Agua, cuerda y cendal durante días, semanas y meses… Paradójicamente, las apreturas del potro me salvaron. Entre las muchas cosas que parlé, y os aseguro que pude callar muy pocas, alguna despertó la atención de quienes se ocupaban de mí.

Calló, súbitamente serio, vuelto hacia la ventana y sin aparentar verla. O quizá sólo miraba la reja de ésta. Alatriste, desconcertado, creyó advertir en él un estremecimiento. El corto relato de sus desventuras lo había hecho en voz baja, opaca. Ensimismada, tal vez, en personales abismos de horror. Un tono que nunca le había oído antes.

– No me lo creo -objetó, rehaciéndose-. Nadie en vuestra situación…

Lo interrumpió la risa del otro. Bien familiar, ahora. Seca y áspera, como antaño. La de siempre. Una especie de chirriar, o de crujido.

– ¿Hubiera podido salvarse?… Pues ya veis. Yo sí pude.

Malatesta había apartado la vista de la ventana y volvía a posarla en su interlocutor: una mirada serena y cruel. De nuevo dueña de sí.

– Disimulad -prosiguió- si soy impolítico y callo sobre eso, de momento. Tengo instrucciones tajantes de ser mudo… Os bastará saber que me consideran más útil vivo que muerto. Más rentable libre que en galera. Y aquí me tenéis, señor capitán… De camarada.

Era día de sorpresas, decidió Alatriste. Pese a lo absurdo de todo aquello, ahora fue él quien estuvo a pique de soltar la carcajada.

– ¿Queréis decir que viajaremos juntos?

– Eso no lo sé. Pero, una vez donde hemos de llegar, trabajaremos en lo mismo.

– ¿Y qué hay de lo nuestro?… Tenemos un pagaré pendiente.

Se llevó el sicario, de manera maquinal, una mano a la cicatriz de cuchillada que le deformaba el párpado y desviaba un poco la fijeza del ojo derecho. La había recibido del propio Alatriste en la desembocadura del Guadalquivir, durante el asalto nocturno al Niklaasbergen. La tocó suavemente con los dedos, como si todavía le doliese.

– ¿A mí me lo decís?… Por mi antojo iríamos a solventarlo ahora mismo, en cualquier lugar discreto, a espada, daga, puñal, pistola, arcabuz, pica de infantería o cañonazos. Lo que se terciara… Pero el que paga, manda. Y yo de esto no sólo saco lo que me pagan, sino lo que no me cobran.

– Muy valiosa ha de ser vuestra persona, entonces.

– ¡Cazzo!… Suena fanfarrón por mi parte, pero lo es.

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