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Stephen Hawking: El Gran Diseño

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Stephen Hawking El Gran Diseño

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El gran diseño (en inglés The Grand Design) es un libro de divulgación científica escrito por los físicos Stephen Hawking y Leonard Mlodinow, publicado en inglés por la editorial estadounidense Bantam Books el 7 de septiembre de 2010 -el 9 de septiembre en Reino Unido y en español por la editorial Crítica el 15 de noviembre de 2010. Los autores señalan que la Teoría del campo unificado (teoría basada en un modelo del principio del universo, propuesto por Albert Einstein y otros físicos para unificar dos teorías anteriores consideradas diferentes) puede no ser correcta. El libro examina la historia de los conocimientos científicos sobre el universo y explica la Teoría M de 11 dimensiones, una teoría que apoyan muchos físicos modernos. Los autores también consideran que la invocación de Dios no es necesaria para explicar el origen del universo, y que el Big Bang es consecuencia única de las leyes científicas de la física.

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La noción de que las leyes de la naturaleza habían de ser obedecidas intencionalmente refleja la prioridad de los antiguos en averiguar porqué la naturaleza se comporta como lo hace en lugar de cómo lo hace. Aristóteles fue uno de los proponentes más influyentes de esta formulación, rechazando la idea de una ciencia basada principalmente en la observación. Las medidas precisas y los cálculos matemáticos eran, de todas formas, difíciles en la Antigüedad. La notación numérica en base decimal que nos resulta tan conveniente para los cálculos aritméticos data tan sólo de hacia el siglo VII de nuestra era, cuando los hindúes realizaron los primeros grandes pasos para convertir este recurso en un instrumento poderoso. Los signos más y menos para la suma y la resta tuvieron que esperar al siglo xv, y el signo igual y los relojes capaces de medir el tiempo en segundos no existieron antes del siglo xvi.

Aristóteles, sin embargo, no consideró los problemas de medida y de cálculo como un impedimento para desarrollar una física capaz de llegar a predicciones cuantitativas. Más bien, no vio necesidad de hacer tales predicciones y construye) su física sobre principios que le parecían intelectualmente atractivos, descartando los hechos, que consideraba poco atractivos. Así, enfocó sus esfuerzos hacia las razones por las cuales las cosas ocurren c invirtió relativamente poca energía en detallar con exactitud lo que estaba ocurriendo. Aristóteles modificaba adecuadamente sus conclusiones cuando el desacuerdo de éstas con las observaciones era tan flagrante que no podía ser ignorado, pero sus ajustes eran a menudo simples explicaciones ad hoc que hacían poco más que tapar las contradicciones. Así, por muy claramente que una teoría se desviara de lo que ocurre en realidad, siempre podía alterarla lo suficiente para que pareciera que el conflicto había sido eliminado. Por ejemplo, su teoría del movimiento especificaba que los cuerpos pesados caen con velocidad constante, proporcional a su peso. Para explicar que los objetos manifiestamente adquieren velocidad a medida que van cayendo, inventó un nuevo principio, a saber, que los cuerpos están más contentos y, por lo tanto, se aceleran a medida que se acercan a su posición natural de reposo, un principio que hoy parece describir más adecuadamente a algunas personas que a objetos inanimados. Aunque a menudo las teorías de Aristóteles tenían escaso poder predictivo, su forma de considerar la ciencia domine) el pensamiento occidental durante unos dos mil años.

Los sucesores cristianos de los griegos se opusieron a la noción de que el universo está regido por una ley natural indiferente y también rechazaron la idea de que los humanos no tienen un lugar privilegiado en el universo. Y aunque en el período medieval no hubo un sistema filosófico coherente único, un tema común fue que el universo es la casa de muñecas de Dios y que la religión era un tema mucho más digno de estudio que los fenómenos de la naturaleza. En efecto, en 1277 el obispo Tempier de París, siguiendo las instrucciones del papa Juan XXI, publicó una lista de 219 errores o herejías que debían ser condenados. Entre dichas herejías estaba la idea de que la naturaleza sigue leyes, porque ello entra en conflicto con la omnipotencia de Dios. Resulta interesante saber que el papa Juan XXI falleció por los efectos de la ley de la gravedad unos meses más tarde, al caerle encima el techo de su palacio.

El concepto moderno de leyes de la naturaleza emergió en el siglo XVII. Parece que Kepler fue el primer científico que interprete') este término en el sentido de la ciencia moderna aunque, como hemos dicho, retuvo una versión animista de los objetos físicos. Galileo (1564-1642) no utilizó el término «ley» en la mayoría de sus trabajos científicos (aunque aparece en algunas de las traducciones de ellos). Utilizara o no el término, sin embargo, Galileo descubrió muchas leyes importantes y abogó por los principios básicos de que la observación es la base de la ciencia y de que el objetivo de la ciencia es investigar las relaciones cuantitativas que existen entre los fenómenos físicos. Pero quien formuló por primera vez de una manera explícita y rigurosa el concepto de leyes de la naturaleza tal como lo entendemos hoy fue Rene Descartes (1596-1650).

Descartes creía que todos los fenómenos físicos deben ser explicados en términos de colisiones de masas en movimiento, regidas por tres leyes -precursoras de las tres célebres leyes de Newton. Afirmó que dichas leyes de la naturaleza eran válidas en todo lugar y en todo momento y estableció explícitamente que la obediencia a dichas leyes no implica que los cuerpos en movimiento tengan mente. Descartes comprendió también la importancia de lo que hoy llamamos «condiciones iniciales», que describen el estado de un sistema al inicio del intervalo temporal -sea cual sea- a lo largo del cual intentamos efectuar predicciones. Con un conjunto dado de condiciones iniciales, las leyes de la naturaleza establecen cómo el sistema evolucionara a lo largo del tiempo; pero sin un conjunto concreto de condiciones iniciales, su evolución no puede ser especificada. Si, por ejemplo, en el instante cero una paloma deja caer algo verticalmente, la trayectoria del objeto que cae queda determinada por las leyes de Newton. Pero el resultado será muy diferente según que la paloma, en el instante cero, esté quieta sobre un poste telegráfico o volando a treinta kilómetros por hora. Para aplicar las leyes de la física, necesitamos saber cómo empezó el sistema, o al menos su estado en un instante definido. (También podemos utilizar las leyes para reconstruir la trayectoria de un objeto hacia atrás en el tiempo.)

Cuando esa creencia renovada en la existencia de leyes de la naturaleza fue ganando autoridad, surgieron nuevos intentos de reconciliarla con el concepto de Dios. Según Descartes, Dios podría alterar a voluntad la verdad o la falsedad de las proposiciones éticas o de los teoremas matemáticos, pero no la naturaleza. Creía que Dios promulgaba las leyes de la naturaleza pero que no podía elegir dichas leyes, sino que las adoptaba porque las leyes que experimentamos eran las únicas posibles. Ello parecería limitar la autoridad de Dios, pero Descartes sorteó este problema afirmando que las leyes son inalterables porque constituyen un reflejo de la propia naturaleza intrínseca de Dios. Aunque ello fuera verdad, se podría pensar que Dios tenía la opción de crear una diversidad de mundos diferentes, cada uno de los cuales correspondería a un conjunto diferente de condiciones iniciales, pero Descartes también negó esa posibilidad. Sea cual sea la disposición de la materia en el inicio del universo, argumentó, a lo largo del tiempo evolucionaría hacia un mundo idéntico al nuestro. Ademas, Descartes afirmó que una vez Dios ha puesto en marcha el mundo lo deja funcionar por sí solo.

Una posición semejante fue adoptada por Isaac Newton (1643-1727). Newton consiguió una aceptación amplia del concepto moderno de ley científica con sus tres leyes del movimiento y su ley de la gravedad, que dan razón de las órbitas de la Tierra, la Luna y los planetas y explican fenómenos como las marcas. El puñado de ecuaciones que creó y el elaborado marco matemático que hemos desarrollado a partir de ellas, son enseñados todavía y utilizados por los arquitectos para construir edificios, los ingenieros para diseñar coches, o los físicos para calcular cómo lanzar un cohete para que se pose en Marte. Como escribió el poeta Alexander Pope:

Nature and Nature's laws lay hid in night: Godsaid, Let Newton be! and all was light.

(La Naturaleza y sus leyes yacían en la oscuridad; Dios dijo: ¡Sea Newton!, y todo fue claridad.)

Actualmente, la mayoría de los científicos dirían que una ley de la naturaleza es una regla basada en una regularidad observada y que proporciona predicciones que van más allá de las situaciones inmediatas en que se ha basado su formulación. Por ejemplo, podríamos advertir que el Sol ha salido por el este cada mañana de nuestras vidas, y postular la ley de que «el Sol siempre sale por el este». Esta es una generalización que va más allá de nuestras observaciones limitadas sobre la salida del Sol, y hace predicciones comprobables sobre el futuro. En cambio, una afirmación como «los ordenadores de esta oficina son negros» no es una ley de la naturaleza, porque tan sólo describe los ordenadores de la oficina, pero no hace predicciones como «si en mi oficina compran otro ordenador, será negro».

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