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Stephen Hawking: El Gran Diseño

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Stephen Hawking El Gran Diseño

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El gran diseño (en inglés The Grand Design) es un libro de divulgación científica escrito por los físicos Stephen Hawking y Leonard Mlodinow, publicado en inglés por la editorial estadounidense Bantam Books el 7 de septiembre de 2010 -el 9 de septiembre en Reino Unido y en español por la editorial Crítica el 15 de noviembre de 2010. Los autores señalan que la Teoría del campo unificado (teoría basada en un modelo del principio del universo, propuesto por Albert Einstein y otros físicos para unificar dos teorías anteriores consideradas diferentes) puede no ser correcta. El libro examina la historia de los conocimientos científicos sobre el universo y explica la Teoría M de 11 dimensiones, una teoría que apoyan muchos físicos modernos. Los autores también consideran que la invocación de Dios no es necesaria para explicar el origen del universo, y que el Big Bang es consecuencia única de las leyes científicas de la física.

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Aparte de la ley pitagórica de las cuerdas, las únicas leyes físicas que fueron conocidas correctamente por los antiguos fueron tres leyes formuladas por Arquímedes (Y. 287-212 a. C), que es, sin lugar a dudas, el físico más eminente de la Antigüedad. En la terminología actual, la ley de la palanca explica que pequeñas fuerzas pueden elevar grandes pesos porque la palanca amplifica una fuerza según la razón de las distancias al fulcro o punto de apoyo de la palanca. La ley de la flotación establece que cualquier objeto inmerso en un fluido experimenta una fuerza hacia arriba, o empuje, igual al peso del Huido desalojado. Y la ley de la reflexión afirma que el ángulo de un haz, de luz reflejado en un espejo es igual al ángulo del haz de luz incidente en el espejo. Pero Arquímedes no las denominó leyes ni las explicó a partir de observaciones y medidas, sino que las trató como si fueran teoremas puramente matemáticos, de una manera axiomática muy parecida a la que Euclides creó para la geometría.

A medida que se difundió la influencia jónica, otros pueblos fueron viendo que el universo posee un orden interno, que podría llegar a ser comprendido mediante la observación y la razón. Anaximandro (610-546 a. C), amigo y probablemente discípulo de Tales, argüyó que como los niños están indefensos al nacer, si el primer humano hubiera aparecido sobre la tierra como un niño no habría podido sobrevivir. En lo que puede haber sido la primera intuición de la evolución, Anaximandro razonó que, por lo tanto, los humanos deberían haber evolucionado a partir de otros animales cuyos retoños fueran más resistentes. En Sicilia, Empédocles (490-430 a. C.) analizó cómo se comportaba un instrumento denominado clepsidra. Utilizado a veces como cucharón, consistía en una esfera con un cuello abierto y pequeños orificios en su fondo. Al ser sumergida en agua se llenaba y, si su cuello se tapaba, se podía elevar la esleía sin que el agua cayera por los agujeros. Empedocles descubrió que si primero se tapa su cuello y después se sumerge, la clepsidra no se llena. Razonó, pues, que algo invisible debe estar impidiendo que el agua entre a la esfera por los agujeros -había descubierto la sustancia material que llamamos aire.

I lacia la misma época, Demócrito (460-370 a. C), de una colonia jónica del norte de Grecia, se preguntó qué ocurre cuando rompemos o cortamos un objeto en pedazos. Argumentó que no deberíamos poder seguir indefinidamente ese proceso y postuló que todo, incluidos los seres vivos, está constituido por partículas elementales que no pueden ser cortadas ni descompuestas en partes menores. Llamó a esas partículas átomos, del adjetivo griego «indivisible». Demócrito creía que todo proceso material es el resultado de colisiones atómicas. En su interpretación, denominada «atomismo», todos los átomos se mueven en el espacio y, a no ser que sean perturbados, se mueven adelante indefinidamente. En la actualidad, esta idea es llamada ley de la inercia.

La revolucionaria idea de que no somos más que habitantes ordinarios del universo y no seres especiales que se distingan por vivir en su centro, fue sostenida por primera vez por Aristarco (c. 310-230 a. C), uno de los últimos científicos jonios. Sólo nos ha llegado uno de sus cálculos, un complicado análisis geométrico de las detalladas observaciones que realizó sobre el tamaño de la sombra de la Tierra sobre la Luna durante un eclipse lunar. A partir de sus datos concluyó que el Sol debe ser mucho mayor que la Tierra. Inspirado quizá por la idea de que los objetos pequeños deben girar alrededor de los grandes, y no al revés, fue la primera persona que sostuvo que la Tierra no es el centro de nuestro sistema planetario, sino que ella, como los demás planetas, gira alrededor del Sol, que es mucho mayor. Hay tan sólo un pequeño paso desde la constatación de que la Tierra es un simple planeta como los demás a la idea de que tampoco nuestro Sol tiene nada de especial. Aristarco supuso que éste era el caso y pensó que las estrellas que vemos en el cielo nocturno no son, en realidad, más que soles distantes.

Los jonios constituyeron una de las muchas escuelas de la filosofía griega antigua, cada una de ellas con tradiciones diferentes y a menudo contradictorias. Desgraciadamente, la visión jónica de la naturaleza -a saber, que puede ser explicada mediante leyes generales y reducida a un conjunto sencillo de principios- ejerció una influencia poderosa, pero sólo durante unos pocos siglos. Una razón es que las teorías jónicas parecían no dejar lugar a la noción de libre albedrío ni de finalidad, ni a la idea de que los dioses intervienen en los avatares del mundo. Se trataba de omisiones inquietantes, tan profundamente incómodas para muchos pensadores griegos como lo siguen siendo aún para mucha gente en la actualidad. El filósofo Epicuro (c. 341-270 a. C), por ejemplo, se opuso al atomismo basándose en que «es mejor seguir los mitos sobre los dioses que convertirse en un "esclavo" del destino según los filósofos de la naturaleza». También Aristóteles rechazó el concepto de átomo porque no podía aceptar que los humanos estuviéramos hechos de objetos inanimados y sin alma. La idea jónica de que el universo no está centrado en los humanos constituyó un hito en nuestra comprensión del cosmos, aunque esa idea fue olvidada y no fue recuperada o aceptada comúnmente hasta Galileo, casi veinte siglos más tarde.

Por penetrantes que fueran algunas de las especulaciones jónicas sobre la naturaleza, la mayoría de sus ideas no pasarían como ciencia válida en un examen moderno. Una razón es que, como los griegos todavía no habían inventado el método científico, sus teorías no fueron desarrolladas para ser verificadas experimentalmente. Así pues, si un estudioso afirmaba que un átomo se movía en línea recta hasta que chocaba con un segundo átomo, y otro afirmaba que se movía en línea recta hasta que chocaba con un cíclope, no había manera objetiva de zanjar la discusión. Tampoco había una diferencia clara entre las leyes humanas y las leyes físicas. En el siglo v a. C, por ejemplo, Anaximandro escribió que todas las cosas surgieron de una sustancia primordial y a ella retornarán, «a menos que paguen pena y castigo por su iniquidad». Y según el filósofo jonio Heráclito (535-475 a. C), el Sol se comporta como lo hace porque de otro modo la diosa de la justicia lo expulsaría del cielo. Varios siglos después, los estoicos, una escuela de filósofos griegos surgida hacia el siglo III a. C, establecieron una distinción entre los estatutos humanos y las leyes naturales, pero incluyeron reglas de conducta humana que consideraron universales -tales como la veneración a los dioses y la obediencia a los padres- en la categoría de leyes naturales. Recíprocamente, a menudo describieron los procesos físicos en términos legales y creyeron necesario reforzar dichas leyes, aunque los objetos que debían «obedecerlas» fueran inanimados. Si ya nos parece difícil conseguir que los humanos respeten las leyes de tráfico, imaginemos lo que sería convencer a un asteroide a moverse a lo largo de una elipse.

Esa tradición continuó influyendo a los pensadores que, muchos siglos después, sucedieron a los griegos. En el siglo XIII, el filósofo cristiano Tomás de Aquino (1225-1274) adoptó esa perspectiva y la usó para argumentar a favor de la existencia de Dios, escribiendo que «es claro que los (objetos inanimados) alcanzan su fin no por azar sino por intención… Por lo tanto, existe un ser personal inteligente por quien todo en la naturaleza está ordenado a su fin». Incluso tan tarde como el siglo xvi, el gran astrónomo alemán Johannes Kepler (1571-1630) creyó que los planetas tenían percepción sensorial y seguían conscientemente leyes de movimiento captadas por su «mente».

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