Array Array - BERLIN, CAPITAL DE EUROPA

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Que la reunificación de Alemania sea una realidad irreversible no significa que las polémicas que ella desató hayan cesado. Además, otras han surgido a partir de las inesperadas consecuencias de la fusión, como, por ejemplo, el astronómico costo de la reconversión y modernización industrial de la extinta República Democrática, a las que cuatro décadas de estalinismo esterilizaron económicamente de una manera que ni los más desmelenados anticomunistas pudieron jamás imaginar.

Es sabido que Gunther Grass fue una de las aisladas voces opuestas a la reunificación, alegando que ésta entrañaba el peligro de un renacimiento del nacionalismo alemán, y que, por otra parte, sería una absorción de la República Democrática por la República Federal, no una integración equitativa de ambas sociedades, algo que podía tener negativas secuelas en la evolución del país. La primera parte de aquella inquietud no se ha visto justificada por los hechos, a diez años de la caída del Muro de Berlín. Pero, la segunda, en cambio, sí, aunque de una manera que nadie, incluido Gunther Grass, pudo anticipar. La libertad trajo a los alemanes orientales oportunidades que antes desconocían; pero, al mismo tiempo, sacó a ventilarse a la luz pública la putrefacción moral de hechos y conductas que permanecían en la sombra; sus miasmas han contaminado profundamente la vida política y cultural y generado rencores, amarguras y rivalidades de lentísima cicatrización.

A diferencia de lo ocurrido en España, a la caída de la dictadura franquista, o, en Chile, después de Pinochet, la desaparición de la República Democrática Alemana no trajo consigo un borrón y cuenta nueva, una piadosa amnesia para con los responsables y sus cómplices de los grandes crímenes y abusos cometidos durante el régimen totalitario. No porque se desatara una caza de brujas policial contra los antiguos dirigentes comunistas, ni mucho menos. La verdad es que los pocos juicios entablados terminaron con condenas simbólicas o absoluciones. Pero, en cambio, millares de alemanes orientales perdieron sus empleos en la administración, en la diplomacia, en la industria, y, junto con su trabajo, su influencia y su prestigio. Tal vez, el sector más afectado haya sido el intelectual. Las universidades orientales experimentaron reformas radicales – la abolición de los nutridos Departamentos de marxismo–leninismo, por ejemplo – y la remoción de muchos sociólogos, politólogos, editores e investigadores demasiado identificados con el régimen comunista, que fueron reemplazados por antiguos disidentes o intelectuales venidos del Oeste. Las heridas así abiertas están en constante supuración y éste es uno de los temas que, durante mi estancia en Berlín, aprendí a evitar cuando estaba con amigos alemanes, so pena de provocar discusiones violentísimas.

Considerando lo que ocurrió después, es de lamentar que el desplome de la República Democrática Alemana fuera tan súbito que no diera a la Stasi tiempo para quemar esos doscientos kilómetros de expedientes policiales que tenía elaborados sobre los ciudadanos. Desde luego, semejante archivo es una mina de oro para los historiadores y los analistas de los extravíos demenciales en el control de la población a que puede llegar un sistema totalitario. Pero su existencia es, también, un absceso, cuya materia purulenta envenena las relaciones humanas de cientos de millares de personas, pues revela la degradación, las bajezas, los acomodos y las cobardías del hombre común bajo una dictadura. Todo ello crea obstáculos para la convivencia social. En 1992, Peter Schneider, uno de los escritores que ha escrito con más lucidez (y también más gracia) sobre los problemas de Berlín, me invitó a cenar, para presentarme a un escritor de Berlín oriental. Éste no apareció. Poco antes de mi llegada había llamado a Peter para explicarle que su estado de ánimo no estaba para reuniones sociales. Esa mañana había cedido por fin a la curiosidad de consultar su expediente de la Stasi – algo que el interesado debe hacer personalmente – y así se enteró de que, durante años, el principal informante a la policía sobre sus actividades de disidente había sido su hermano. Sé que hay innumerables casos así; menciono éste porque lo conocí de cerca. Se trata de un tema sobre el que es muy difícil pronunciarse con objetividad, porque las razones que esgrimen unos y otros suelen tener parecida fuerza persuasiva. Cuando, en 1993, se reveló que Christa Wolf, una escritora que hasta entonces me había parecido respetable, había sido durante tres años – de 1959 a 1962 — «colaboradora informal» de la Stasi, a la que había proporcionado información sobre las ideas y posiciones políticas de editores y escritores amigos, me quedé perplejo. ¿Necesitaba hacer eso para sobrevivir? ¿Lo hacía porque creía que era su deber de comunista o cediendo a un chantaje? Los cuarenta y ocho volúmenes de informes que la Stasi acumuló luego sobre ella, cuando empezó a desconfiar de la lealtad de la escritora y a tenerla por una disidente potencial ¿compensaban aquella colaboración abyecta? A muchos amigos alemanes les he oído responder que sí, que un régimen opresivo semejante al de la DDR tiene un irresistible poder corruptor sobre la psicología y la moral de las personas y que éstas no deben ser juzgadas como si hubieran podido decidir libremente sus conductas. Que Christa Wolf hizo entre 1959 y 1962 lo que miles de intelectuales alemanes orientales hicieron, por ingenuidad, por cobardía (tan humana como la ingenuidad) o por el mero reflejo de adaptación a las circunstancias. ¿Tenían la obligación todos de ser héroes? Pero, a otros, les he oído decir lo opuesto. ¿Y, los que no delataron ni aceptaron ser cómplices? Esos cientos, miles, de intelectuales alemanes orientales que no aparecen como informantes en las resmas caligrafiadas de la Stasi, y que pagaron por ello viviendo en una situación más precaria y más dura que los otros ¿no tienen derecho a criticar a quienes, por una razón o por otra, fueron secretos cómplices de sus perseguidores y victimarios? Este es un debate que de modo irremediable desciende del intelecto a las vísceras de las personas, si éstas han padecido el problema en carne propia. Por eso, es un debate que sigue abierto y que difícilmente encontrará solución. Es una fuente de desgarramiento que acompañará por mucho tiempo, sin duda, a los intelectuales berlineses de la generación que ha vivido los asombrosos cambios de los diez últimos años. En todo caso, algo positivo se deriva de ello. Y es que la polémica intelectual – sea política, sea cultural – está en el Berlín de nuestros días enraizada en problemas que tienen que ver con los grandes asuntos, con la marcha de la sociedad, el funcionamiento de las instituciones, los valores que regulan el comportamiento de las gentes. Es, seguramente, la vida intelectual menos frívola y menos «especializada» de toda Europa occidental. Todos los escritores alemanes que conocí en Berlín – y los conocí de diversas tendencias – daban por hecho que escribir y fantasear era algo que, de algún modo, podía influir en la forma de vida de las gentes. Que los dioses les conserven mucho tiempo esa bella ilusión.

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