Array Array - BERLIN, CAPITAL DE EUROPA
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Algo de esto ocurre, desde luego, pero tengo la impresión (no hay manera de probarlo con estadísticas) que se exagera mucho al respecto, y, sobre todo, que aquella tensión y distanciamiento entre ambas comunidades son en Berlín menos evidentes que en otras partes de Alemania. El trasiego de gentes entre el Este y el Oeste de la ciudad es intenso. Prenzlauer Berg, en el corazón de Berlín Oriental, es ahora lo que era Kreuzberg antes: el barrio de los jóvenes, de los artistas, de los inconformes, de los extranjeros, y, también, de los más animados Kneipen de la ciudad.
Entre 1992 y 1998, la transformación de Berlín Oriental ha sido formidable, y no sólo por el esfuerzo de rescate y restauración de muchos de sus viejos edificios que está en marcha; sobre todo, porque entre sus calles ruinosas y los desvencijados inmuebles y sórdidos traspatios hormiguea ahora una riquísima vida cultural y nocturna, restallante de juventud y de dinamismo, que a mí me ha recordado mucho la del París de finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta. En todas las manzanas – muchas de ellas desventradas – que van de la Puerta de Brandeburgo a Alexander Platz han surgido – a veces en garajes, sótanos o apartamentos descalabrados-, teatros experimentales, talleres, clubs de jazz, cinemas de arte, cafés, peñas literarias, centros de debate político, salas de exposiciones, donde se oyen todos los idiomas, se divisan todas las razas, se discuten todos los temas y donde el parroquiano tiene la emulsionante sensación de estar en el centro del mundo. Desde mis primeros años parisinos, a fines de los años cincuenta, no había vuelto a sentir nada parecido, en ninguna ciudad del mundo.
Pero, no sólo por esa melancólica sensación me atrevo a profetizar que Berlín sucederá a París probablemente en los años venideros como la capital espiritual de Europa. No hay razón alguna para levantar las cejas: ese Berlín será, sin duda, más europeo que prusiano, cosmopolita, multicultural, y – pese a lo que digan los apocalípticos agoreros – democrático. Lo es ya, en buena parte, y no creo que sirvan para desmentir esta evidencia las fotografías de las bandas de los rapados rufiancillos neonazis del NDP (Partido Nacional Democrático) y grupúsculos similares pintando cruces gamadas en la reconstruida sinagoga o tratando de quemar un asilo de inmigrantes. Esas siniestras minorías existen, desde luego, pero – las estadísticas electorales son flagrantes-, en Berlín carecen de representatividad, pues la inmensa mayoría del electorado respalda a los partidos democráticos, aunque, es cierto, el edulcorado partido comunista (bajo las siglas PDS, Partido Socialista Democrático), cuenta con un número de votos más elevado que en otros lugares del país.
II La ciudad de Todos
La reconstrucción y mudanza de Berlín en una ciudad del siglo XXI es la empresa arquitectónica y urbanística más ambiciosa que recuerde la historia, desde la construcción de las pirámides, por lo menos. Pero, atención, ha sido concebida de tal modo que no sea una hazaña alemana, sino internacional, y, principalmente, europea. El próximo año, el Bundestag o Parlamento se trasladará a Berlín, al viejo edificio del Reichtag, remozado y tocado con una gigantesca y audaz cúpula de vidrio que ha diseñado el arquitecto británico Sir Norman Foster. El antiguo centro de la ciudad, Potsdamer Platz, cuyo frenético trajín de cafés, teatros, edificios públicos y pintoresca fauna, durante los años veinte, inmortalizaron los dibujos y caricaturas de Georg Grosz, está siendo levantado desde la nada en que lo convirtieron los bombardeos aliados (la excepción: una doble hilera de tilos en la Potsdamer Strasse, única reminiscencia del pasado, según un ambicioso proyecto que coordina el italiano Renzo Piano, y en el que participa un abanico de arquitectos: el español José Rafael Moneo, el japonés Arata Izozaki, el inglés Richard Rogers, además de los alemanes Kristoph Kohlbecker, Ulrika Lauber, Wolfran Wöhr y Hans Kollhoff. Pero, este corazón del nuevo Berlín es cosmopolita también en otro sentido: los principales conglomerados americanos, europeos y japoneses han financiado sus edificios y alguno de ellos, como la Daimler–Benz – cuyo bello rascacielos, de Renzo Piano, ya funciona-, trasladará aquí su centro de operaciones. Potsdamer Platz será, a partir del próximo año, el centro cultural y político de la capital alemana. En mis últimos ocho meses berlineses, desde la Biblioteca donde pasaba las tardes, lo he visto ir tomando forma. Reapareció, aumentado, el Hotel Adlon que hizo célebre una novela de Vicky Baum, y empezaron a empinarse y extenderse los nuevos edificios, calles y plazas a un ritmo vertiginoso. La impresión de ciencia–ficción se acentuaba en las noches, cuando las grúas gigantes y las siluetas de los trabajadores, moviéndose bajo los poderosos reflectores, sugerían el decorado y los extras de una superproducción hollywoodense. Cuatro mil trabajadores, de veinticinco nacionalidades se han turnado en las obras, que serán inauguradas la primera semana de octubre. Los cimientos de los edificios están bajo el agua. Como México, Berlín es una laguna. No fue secada para satisfacer a Los Verdes. Pero, para evitarlo, se debió importar a 120 buzos de Rusia y de Holanda, especializados en trabajar, embutidos en escafandras, bajo la nieve.
Hay un simbolismo positivo en el hecho de que el centro del renaciente Berlín, sobre el que pesa la ominosa sombra de haber sido capital del régimen más claustrofóbico y nacionalista (además de sanguinario), sea una creación cosmopolita, sin raíces locales. Aquí, en la Plaza Marlene Dietrich, se halla en pie ya el IMAX, monumento al arte cinematográfico concebido como una gigantesca esfera sobre la que un sistema de reflectores reproduce los movimientos de la Luna. A este complejo de veinticuatro cinemas se trasladará, a partir de 1999, la Berlinale, el Festival de Cine de Berlín.
¿Seguirá siendo tan intensa en el futuro inmediato la vida cultural de Berlín como lo ha sido en estos últimos años? No, si es cierto lo que sostienen algunos pesimistas: que la razón de ser de la abundancia de la oferta cultural berlinesa y la elevada calidad de sus espectáculos – exposiciones, conciertos, conferencias, óperas, obras de teatro – es el régimen de subsidios municipales y federales a la cultura de que ha gozado Alemania, y, más que ninguna otra ciudad, Berlín. Algo que, dadas las circunstancias económicas actuales y las que se avizoran, difícilmente podrá mantenerse. Mi sorpresa al saber que el presupuesto para la cultura con que contaba Berlín en 1998 era de mil millones de dólares fue tan grande como descubrir, en 1992, que la Universidad de Harvard disponía, ese año, de más dinero para actividades académicas que todo el presupuesto de educación en el Perú.
Con mil millones de dólares se puede hacer muchas cosas, desde luego, como mantener funcionando todo el año tres óperas, con montajes de primer nivel. Mis convicciones liberales se sintieron ligeramente amoscadas el día en que supe que, gracias al sistema de subsidios, cada vez que iba a la ópera en Berlín (fui muchas veces) los contribuyentes alemanes pagaban entre doscientos y doscientos veinte dólares de una entrada que a mí me vendían en treinta o cuarenta, pero que, en la realidad, costaba cinco veces más. No es éste el lugar de discutir si es justo el sistema que pone sobre la masa de los contribuyentes la pesada carga de financiar los gustos de las minorías que concurren a los conciertos, las óperas, el ballet y el teatro. El hecho es que en Alemania así se ha hecho hasta ahora, con la anuencia de los electores – el presupuesto para actividades culturales en todo Alemania es de unos once mil millones de dólares anuales – y ése ha sido un factor que sin duda ha incidido en la proliferación de gente joven en las salas de música y, sobre todo en los teatros, algo que yo no he visto en ninguna otra parte. En el Berliner Ensemble, fundado por Bertold Brecht y dirigido, con los mismos presupuestos estéticos que éste hasta 1996 por Heiner Müller, en el Deusches Theatr y en el Volksbühne de Berlín oriental, como en el Schaubühne de la parte occidental, así como en muchos de los llamados teatros comerciales, siempre me maravilló la abundancia de jóvenes, que, la mayoría de las veces, constituían por lo menos la mitad de los espectadores. Si la explicación es que el precio de las entradas es más bajo que en el resto de Europa, las cosas cambiarán muy pronto, y, me temo, para mal. Berlín se perjudicó de mil maneras con la división de Alemania. Pero se benefició en una: tanto la República Federal como la República Democrática se esforzaron por convertir a «su» Berlín en una vitrina ante el mundo y la niña privilegiada de dicha promoción fue la cultura. La realidad política ha cambiado, la prosperidad económica de que gozó Alemania ya no está garantizada y el mismo consenso que reinaba en apoyo de los millonarios subsidios a las actividades culturales existe ahora para recortarlos.
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