Cuando Panchito cumplió ocho años, a pesar de la energía de su carácter el padre tuvo miedo y resolvió enviarlo, en consecuencia, a Buenos Aires, en compañía de su primo Eduardo, pobre cautivo que rumiaba en el ostracismo sus incurables nostalgias.
La estancia quedó muy triste. Rosa, la sirvienta de lady Clara, último recuerdo para don Pancho de su disuelta familia, se casó con Sandalio López, un gaucho cuarentón, un pobre gaucho neurótico, que la venía rondando desde largos años y que se la llevó al puesto que atendía, allá, en la costa de la laguna de Los Toros ; puesto en donde el patrón lo había colocado, con una majada al tercio y la mitad del beneficio de la nutria.
Dos años resistió don Pancho aquella soledad, hasta que al cabo, conmovido por las súplicas de su sobrino Eduardito, resolvió traerlo a su lado para suplir la ausencia del hijo.
Eduardito vino hecho ya un hombre. La vida del colegio lo había civilizado algo, pero pocos meses de ambiente campero bastaron para devolverlo a sus antiguos hábitos. Amaba la vida gaucha; le gustaba encanallarse; el trato con los peones tenía para él infinitos atractivos. Pero todo eso resultó tan odioso a don Pancho, que, al cabo de tres o cuatro desagrados, en los cuales el rebenque que eternamente colgaba de un pasador de la puerta del comedor anduvo muy cerca de las nalgas del democrático joven, resolvió entregarle lo suyo, enviándolo en seguida a su campo con la prohibición de volver a pisar en La Florida .
“¡Anda y hácete un animal!” fuéla despedida; y Eduardito, que si bien era testarudo como un buey chacarero, tenía buen carácter, fuese a su estancia El Cardón , muy contento y barajando en su cerebro romántico proyectos risueños de parejeros, de bailes y guitarreadas.
Cuando Panchito cumplió diez y siete años quiso volver también al lado de su padre; pero éste, que había notado los buenos efectos que el ambiente había producido en el carácter de su hijo, y que tenía entre ceja y ceja lo del fracaso de Eduardo, se apretó el corazón con ambas manos, y usando de toda su entereza lo envió a Alemania a estudiar agronomía.
Así transcurrieron seis años más, seis años que parecieron al hijo seis siglos, y al padre toda una eternidad; hasta que por fin recibió éste la carta en la cual el joven agrónomo, terminada su carrera, anunciaba el regreso. “Para noviembre” decía aquella misiva lacónica con la fecha de cinco semanas atrás, pero no precisaba nada; de tal manera que el padre comenzó a aguardarlo día por día, y hora por hora, desde que recibió la noticia.
Ha transcurrido noviembre y Panchito no ha aparecido, sin embargo; y es por eso que, en el momento de iniciar nuestro relato, su padre, que acaba de dormir la siesta, se ha sentado malhumorado y adusto en su viejo sillón del corredor.
El sol marca en el amplio patio las líneas correctas de su retaguardia en retirada ante el firme avance de la sombra de la casa, y hace chispear aquí y acullá, como brillantes diminutos, esas mil partículas de vidrio que el pisoteo continuo va incrustando en la tierra endurecida como asfalto.
Hace mucho calor y el sol de fuego cae implacable sobre los grandes sauces que encuadran el patio, haciendo palidecer con su reflexión violenta el verde rabioso de las hojas, que se marchitan y se ponen mustias como si fueran a morir de pesadumbre.
Por entre dos de esos árboles, anchamente espaciados, se divisa el campo, un campo liso amarillento, cuya monotonía sólo alteran las manchas verdinegras de algunos montes lejanos y la línea negruzca de un camino que parece venir caracoleando desde el confín del horizonte.
Don Pancho, con los brazos apoyados en las rodillas, el cuerpo inclinado hacia adelante y el ceño contraído, mira sin ver aquel paisaje tantas veces visto. Gotas de sudor perlan su frente, prolongada hasta la coronilla por la calvicie, y él las enjuga de cuando en cuando con el pañuelo del cuello, que aun conserva en la mano callosa y grande.
Don Pancho viste un traje de brin listado, sus botines amarillos están sin atar y el cuello de su camiseta, desprendido, deja ver el pescuezo robusto, invadido por la maraña tordilla de la barba.
Es indudable que pasará mucho rato antes que se encuentre con fuerzas y con humor para reparar aquel desorden. La siesta es cosa que pone de mal talante a las personas, y ningún gaucho algo psicólogo pedirá nada a un patrón de genio fuerte que sale de la cama con los párpados hinchados por el sueño.
Del lado de la cocina se oyen ludimientos metálicos de cacerolas, la rueda del molino gigantesco, girando lentamente, lanza de vez en cuando un gemido, y allá abajo, en la quinta, entre los durazneros frondosos y entre la alta maciega, el caballo obscuro del patrón, enredado en la soga, con el lomo en arco y la cabeza bajísima, aguarda impaciente, y en una postura imposible, que alguno vaya a librarlo de aquella situación angustiosa, de aquella situación que lo entrega indefenso al horrible martirio de los tábanos.
Don Pancho medita profundamente, medita tan hondo, con las cejas casi unidas por la contracción del esfuerzo, que no siente una mosca ventruda y pegajosa que ha dado en pasearse sobre los cabellos alborotados y escasos que rodean su calva, como rodean los duraznillos plomizos las aguas dormidas de los bañados y de las lagunas.
El tema que debate en su cerebro el viejo señor de La Florida no debe ser ni grato ni fácil, porque al cabo de algunos minutos, y después de haber reconcentrado el pensamiento al extremo de estar mirando las ambulaciones de una hormiguita roja sobre el piso con una atención que parece absoluta, yergue el busto repentinamente, espanta la mosca azotando su cabeza con el pañuelo azul, y luego, encogiéndose de hombros, hace con los labios un gesto entre despectivo y fatalista, que resulta intraducible.
Después los ojos de don Pancho tornan a ponerse brillantes y vivos, cambian de expresión, demostrando claramente que el cerebro renuncia por el momento a pensar en ciertas cosas, y el patrón saca un cigarrillo, lo arma, y después de echarse el pañuelo sobre el cuello emite un silbido breve y enérgico, un silbido que hace rezongar, mirando hacia lo alto, a un gallo que con varias gallinas esquiva el sol en la sombra de unas plantas, y al cual el instinto hace sospechar en aquel silbido, autoritario y duro, algo de halcón o de carancho, algo peligroso y fuerte, cuya sola presencia es amenaza.
Y es verdad que el silbido del patrón tiene una rara eufonía para el oído de todos los que están sometidos a su férula; es inconfundible, es como la mezcla de un mandato tranquilo y autocrático con la amenaza inmediata de un castigo. Tiene mucho del rugido del león en el desierto, y algo del prestigioso clarín de las batallas.
Cuando un peón atraviesa el patio y don Pancho lo llama con su silbido breve, el gaucho da un salto nervioso, como si acabara de pisar una culebra.
Cuéntase, como una de tantas anécdotas sobre el raro silbido de don Pancho, que una vez dos hombres trabajaban en vano para agarrar en el corral de la tropilla a un redomón tubiano , de rienda todavía; y ya fuera porque lo hubiesen asustado torpemente o porque el animal estuviese con la luna , lo cierto era que no quería parar de ningún modo y la tarea se prolongaba desde hacía un cuarto de hora, malogrando todos los ¡ingos! y los chiflidos enérgicos que ambos individuos le dirigían a porfía.
Don Pancho llegó en esto a la puerta del corral, y se apoyó en sus maderos.
– ¿Ha visto, patrón? – dijo uno de los hombres por todo comentario, señalando al caballo con la boca.
– Sí, ya veo – respondió don Pancho despectivamente – . Ustedes no aprenderán nunca a agarrar caballos. No sirven para nada.
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