Joan Johnston - La novia huída

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Con tres hermanos mandones y sobreprotectores vigilándola permanentemente, Tate Whitelaw encontraba imposible convertirse en mujer. Todavía pensaban en ella como una niñita. Por lo tanto Tate dejó la propiedad familiar para caer directamente en los brazos viriles de Adam Philips. ¡Ella le demostraría a todo el mundo que era una adulta con todas las de la ley!
Lo último que el endurecido ranchero Adam Philips quería era socorrer una damisela en apuros. ¡Ya había tenido bastante de mujeres perdidas! Pero sus instintos protectores prevalecieron. Pronto se encontró consolando a Tate en sus brazos… y en su cama. Y cuando los hermanos de ella aparecieron, escopetas en mano, verse atrapado le pareció, repentinamente, una buena idea…

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Buck le revolvió el pelo como lo habría hecho un hermano mayor y luego se inclinó para besarla en la mejilla.

– Eres una buena amiga, Tate. Si alguna vez puedo hacer algo por ti, dímelo.

– Lo tendré en cuenta -dijo Tate-. No te molestes en salir del coche. Yo puedo ir sola hasta la puerta.

Buck esperó hasta que Tate abrió la puerta de la casa y luego condujo el coche hacia la parte trasera del barracón.

Tate sólo había dado dos pasos en el interior de la casa cuando las luces del cuarto de estar se encendieron. Adam estaba de pie junto al interruptor, con una expresión granítica en el rostro.

– ¿Dónde has estado? -preguntó de inmediato Tate en tono acusador-. ¡Te he esperado horas y horas!

Adam se quedó sorprendido, ya que él pensaba hacerle la misma pregunta.

– La doctora Kowalski ha tenido una emergencia con una de mis antiguas pacientes. Me ha pedido que acudiera porque la señora Daniels estaba asustada; supuso que la anciana mujer respondería mejor si yo estaba allí.

– Imaginé que era algo importante -dijo Tate, suspirando aliviada-. ¿Ha servido de algo que fueras?

– Sí. La señora Daniels ya está fuera de peligro.

Adam se dio cuenta de repente de que Tate lo había distraído por completo, haciéndole olvidar lo que tenía planeado decirle.

Entrecerró los ojos mientras trataba de decidir silo habría hecho a propósito.

– ¿Dónde has estado toda la noche? -preguntó con frialdad-. ¿Sabes que son las cuatro de la mañana?

– ¿De verdad es tan tarde? Quiero decir tan temprano -dijo Tate, riendo-. He estado con Buck. Oh Adam…

El la interrumpió con un gruñido de desagrado al confirmar sus peores sospechas.

– Supongo que no necesito preguntar qué habéis estado haciendo, niñita. Si estabas tan ansiosa por perder tu virginidad, deberías habérmelo dicho. No tenías por qué meter a Buck en la película.

Tate se quedó pasmada.

– ¿Crees que Buck y yo…?

– ¿Qué se supone que debo pensar si te presentas a estas horas de la madrugada con la camiseta fuera del pantalón, el pelo revuelto y los labios inflamados como si te los hubieran besado una docena de veces?

– Hay una explicación perfectamente…

– ¿No quiero oír excusas! ¿Niegas haber pasado la noche con Buck?

– No, pero ha pasado algo maravilloso que…

– ¡No quiero oír los detalles!

Adam estaba gritando, y Tate supo que si hubiera estado más cerca de ella, tal vez no habría podido controlar su furia.

– ¡Apártate de mi vista! -dijo con aspereza-. Antes de que haga algo de lo que pueda arrepentirme.

Tate alzó la barbilla. ¡Si aquel cretino le diera una oportunidad, podría explicárselo todo! Pero su orgullo la empujó a permanecer en silencio. Adam no era su padre ni su hermano. Sin embargo, parecía decidido a seguir en su papel de protector. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. ¿Por qué no se daba cuenta de que ella sólo tenía ojos para un hombre? ¡Y ese hombre era él!

– ¡Algunos tipos no son capaces de ver más allá de la punta de su nariz! -tras aquella afirmación, Tate se volvió y salió de la habitación.

Una vez que Tate se hubo ido, Adam soltó una sarta de maldiciones. Cuando acabó, se sentía peor que antes. Había confiado en estar equivocado respecto a lo que Buck y Tate habían estado haciendo hasta tan tarde. Se quedó anonadado cuando Tate no negó haber perdido su virginidad con el vaquero. Sentía una furia incontrolable al pensar en otro hombre acariciándola como nunca la había tocado nadie. Y pensar que le había parecido «maravilloso» le producía una insoportable opresión en el pecho.

Trató de convencerse de que lo que había pasado era lo mejor. El no era un hombre completo. Tate merecía algo mejor. Pero nada de lo que se dijo logró apartar aquel amargo sabor de su boca. Ella era suya. Le pertenecía.

Y ahora que su virginidad no era un impedimento, la tendría.

Capítulo 6

De pronto, Adam se convirtió en el perseguidor y Tate en la elusiva perseguida. Cada vez que se encontraba con él le daba la espalda, y flirteaba descaradamente con Buck cada vez que éste estaba presente. Debido a que el cortejo de Buck con Velma prosperaba, el vaquero tenía el aspecto de un hombre feliz y satisfecho. Lo que dejaba a Adam hirviendo de celos.

Tate sospechaba que podría acabar fácilmente con el evidente enfado de Adam si le contara la verdad sobre lo sucedido esa noche, pero estaba decidida a que fuera él el que diera el primer paso hacia la conciliación. Lo único que había hecho durante la pasada semana era lanzarle miradas asesinas.

Sin embargo, su mirada reflejaba algo más que enfado y antagonismo. Tate empezaba a sentirse agotada por la tensión sexual que había entre ellos. Algo había cambiado desde la noche de su discusión, y Tate sentía que el vello de sus brazos se erizaba cada vez que Adam estaba cerca. Su mirada era hambrienta. Su cuerpo irradiaba poder. Sus rasgos mostraban una necesidad insatisfecha. Tate tenía la inquietante sensación de que la acechaba.

Durante el día se ocultaba todo el tiempo posible en la oficina, y por las tardes hacía de mediadora entre Buck y Velma. Se negaba a admitir que estaba ocultándose de Adam, pero era cierto.

Una semana después de que Tate acompañara a Buck a hablar con Velma, el vaquero le preguntó si le importaría quedarse esa tarde en casa en lugar de acompañarlo como carabina.

– Quiero hablar con Velma a solas de algunas cosas -dijo Buck.

– Por supuesto -replicó Tate, obligándose a sonreír-. No me importa en absoluto.

Cuando Buck se hubo ido, la sonrisa de Tate se transformó en un sombrío gesto. Estaba más que un poco preocupada por lo que pudiera hacer Adam si averiguaba que esa tarde se quedaba en casa. Decidió que lo mejor sería evitarlo permaneciendo en su habitación. Era el camino del cobarde, pero sus hermanos le habían enseñado que a veces era mejor jugar las cartas con las que uno contaba pegadas al estómago.

Tate se cansó muy pronto de estar confinada en su habitación. Aún tenía trabajo pendiente en el despacho y decidió ir, tratando de que Adam no la viera. La luz de la habitación de éste estaba encendida. Adam a menudo se retiraba pronto para leer en la cama las publicaciones médicas que recibía.

Tate ya estaba vestida para dormir, con una camiseta larga de color rosa que la cubría prácticamente hasta las rodillas. Decidió que era lo suficientemente recatada incluso si Adam la encontraba trabajando más tarde en la oficina. Recorrió el patio de puntillas y entró en la otro ala de la casa por una puerta del extremo, dirigiéndose de inmediato a la oficina.

Había pasado poco más de una hora cuando sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Hacía un rato que había terminado de trabajar con el ordenador. Estaba sentada frente al escritorio, con un tobillo apoyado en éste y el otro en la rodilla opuesta, examinando los papeles que acababa de imprimir.

Alzó la vista y se encontró frente a la mirada cargada de deseo de los azules ojos de Adam.

– ¿Trabajando tarde? -preguntó él con voz sedosa.

– He decidido terminar unas cosas.

Tate se quedó paralizada, sintiéndose incapaz de moverse a pesar de saber que la camiseta se le había subido a lo alto de los muslos. Mientras Adam la miraba, sintió que los pezones se le endurecían, haciéndose fácilmente visibles bajo la tela de algodón rosa.

Adam tenía el pecho desnudo, revelando unos oscuros rizos que descendían en forma de uve hasta perderse en sus vaqueros, que parecían colgar de sus caderas. Su estómago estaba cincelado de músculos y una ligera transpiración hacía que su piel brillara a la tenue luz de la lámpara.

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