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Megan Hart: Tentada

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Megan Hart Tentada

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Tenía todo lo que una mujer podía desear. Mi marido, James. La casa junto al lago. Mi vida. Nuestra perfecta vida. Hasta que Alex vino a visitarnos. La primera vez que vi al mejor amigo de mi marido, no me gustó. No me gustaba cómo se comportaba James cuando estaba con él, no me gustaba que me siguiera a todas partes con sus penetrantes ojos grises. Pero eso tampoco me impedía desearlo. Y lo más sorprendente era que a James no parecía importarle. Se suponía que tenía que ser divertido. Un romance compartido por los tres para las cálidas semanas de verano que Alex pasaría con nosotros. Se suponía que nadie tenía que enamorarse o desenamorarse. Yo no necesitaba otro hombre, aunque aquél en concreto destilara sexo por los cuatro costados y conociera todos los secretos que yo desconocía, unos secretos que mi marido no había compartido conmigo. Al fin y al cabo, teníamos una vida perfecta.

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En general, podría decirse que mi relación con la familia era cordial. Las hermanas de James, Margaret y Molly, eran algo mayores que nosotros, estaban casadas y tenían niños. Yo no tenía demasiadas cosas en común con ellas, aparte de que las tres éramos mujeres, y, a pesar de que se esmeraban en invitarme a las «noches de chicas» que celebraban con su madre, no puede decirse que estuviéramos muy unidas. Tampoco parecía importar.

Como era de esperar. James no se había percatado de lo superficial que era mi relación con su madre y sus hermanas, y a mí me daba lo mismo. Me daba igual tener que guardar las apariencias. La imagen resplandeciente que impide que la gente se asome a lo que hay debajo, las corrientes subterráneas y profundas de la verdad. A fin de cuentas, estaba acostumbrada.

No habría sido preocupante de no ser porque la señora Kinney albergaba ciertas… expectativas.

Adónde íbamos. Qué hacíamos. Cómo lo hacíamos y cuánto nos costaba. Quería saberlo todo y no se contentaba con saberlo, siempre tenía que saber más.

Me llevó unos meses de gélidas llamadas telefónicas comprender que si James no le daba detalles, tendría que hacerlo yo. Dado que había sido ella quien lo había educado en la creencia de que el mundo giraba en torno a él, pensé que caería en la cuenta de que era culpa de ella que su hijo no viera que giraba en torno a ella. A James no parecía importarle que su comportamiento desagradara a su madre, pero a mí sí me importaba. James eludía a su madre cuando se hacía la mártir, lo que hacía con bastante frecuencia, pero yo era incapaz de aguantar los silencios embarazosos, los comentarios apenas disimulados que hacía acerca del respeto o las comparaciones con Molly y Margaret, que no se atrevían ni a estornudar sin que su madre les revisara el pañuelo para comprobar el color de los mocos. A James le importaba un pimiento, pero a mí sí, de modo que intentar cumplir con las expectativas de la señora Kinney se convirtió en una más de las leyes que tenía que cumplir.

– Ojalá tu madre dejara de preguntarme cuándo voy a darle al grupito un primito con el que jugar -dije sin inmutarme, con una calma que podría haber partido el cristal.

James me miró un momento y volvió a centrar su atención en la carretera, un tanto resbaladiza por culpa de la lluvia de esos últimos días de primavera.

– ¿Cuándo te ha dicho eso?

No se había dado ni cuenta, claro. Hacía mucho que James había perfeccionado el arte de desconectar con respecto a su madre. Ella hablaba, él asentía. Ella se quedaba satisfecha, él permanecía ajeno a todo.

– ¿Cuándo no lo dice? -me crucé de brazos, la vista fija en las espirales de agua que formaban los limpiaparabrisas en la luna, como si fuera un cuadro de arte abstracto.

James conducía en silencio, un talento admirable. Saber cuándo guardar silencio. «Ya podía haberlo aprendido su madre», pensé yo con vehemencia. Las lágrimas me escocían en la garganta, pero me las tragué.

– No quiere decir nada -comentó finalmente James cuando enfiló el sendero de entrada de nuestra casa. El viento había arreciado conforme nos aproximábamos al lago, y los pinos del jardín agitaban sus ramas con virulencia.

– Pues yo creo que sí quiere decir algo. Ése es precisamente el problema. Sabe exactamente lo que dice, acompañándolo de esa risita afectada, como si estuviera gastando una broma, cuando habla totalmente en serio.

– Anne… -James suspiró y se volvió hacia mí mientras sacaba la llave del contacto. Quedamos a oscuras cuando los faros se apagaron y pestañeé ante el cambio. La oscuridad pareció amplificar el sonido del golpeteo de la lluvia sobre el techo del coche-. No te enfades.

Me volví hacia él.

– Siempre lo pregunta, James. Cada vez que estamos juntas. Me aburre ya oírselo decir.

Me acarició el hombro y descendió por mi trenza.

– Quiere que tengamos críos. ¿Qué hay de malo en ello?

No contesté. James retiró la mano. En ese momento pude ver su silueta débilmente contorneada, el resplandor en sus ojos a la tenue luz que entraba en el coche a través de la cortina de agua. Las atracciones del parque de Cedar Point seguían encendidas a pesar de la lluvia y de la hilera de coches que avanzaban por la carretera elevada.

– Cálmate, Anne. No hagas un drama…

Atajé sus palabras abriendo la puerta. Era agradable sentir la fría lluvia en mis acaloradas mejillas. Levanté el rostro hacia el cielo y cerré los ojos, fingiendo que era únicamente lluvia lo que las mojaba. James salió del coche. El calor que desprendía me arropó antes de que me rodeara los hombros con el brazo.

– Vamos dentro. Te estás poniendo hecha una sopa.

Dejé que me llevara al interior de la casa, pero no le dirigí la palabra. Me fui directa al cuarto de baño y abrí el grifo del agua caliente de la ducha. Me quité la ropa y la dejé hecha un montón en el suelo. Me metí en la bañera cuando la estancia se hubo llenado de vapor. El agua caliente sustituyó el agua fría de la lluvia que caía fuera.

Allí me encontró James, con la cabeza inclinada hacia delante para que el agua caliente me relajara la tensión del cuello y la espalda. Me había deshecho la trenza, y el pelo me caía sobre el pecho en mechones enredados.

Tenía los ojos cerrados, pero el breve golpe de frío que se coló cuando se abrió la puerta de cristal de la mampara me avisaron de la llegada de mi marido segundos antes de que me rodeara con sus brazos. James me estrechó contra su pecho. No necesitó más que unos segundos para que su piel se caldeara bajo el agua. Apreté el rostro contra su piel, cálida y húmeda, y me dejé abrazar.

Permanecimos un rato en silencio mientras el agua nos acariciaba a los dos. Recorrió mi espina dorsal con los dedos, arriba y abajo, de la misma forma que hacía con su cicatriz. El agua se acumuló en el espacio que quedaba entre mi mejilla y su pecho, quemándome en el ojo. Tuve que despegarme para que el agua bajara.

– Venga -James esperó a que levantara la vista-. No te disgustes. No soporto verte disgustada.

Yo quería explicarle que disgustarse de vez en cuando no era malo, pero no lo hice. Que una sonrisa podía hacer tanto daño como un grito.

– Me pone furiosa.

– Lo sé.

Me acarició el pelo. No lo sabía. No estoy segura de que un hombre pueda llegar a comprender jamás lo complicado de las relaciones femeninas. No quería comprenderlo. James también prefería quedarse en la superficie.

– A ti nunca te pregunta -ladeé la cabeza para mirarlo. El agua me salpicaba haciéndome parpadear.

– Eso es porque sabe que no voy a responder -acarició mi entrecejo con la yema de un dedo-. Sabe que eres tú la que está al mando.

– ¿Por qué soy yo la que está al mando? -quise saber, aunque ya conocía la respuesta.

Para él era fácil, hacerse el intachable.

– Porque se te da bien.

Fruncí el ceño y me aparté de él para tomar el bote de champú.

– Me gustaría que me dejara en paz.

– Pues díselo.

Suspiré y me di la vuelta.

– Sí, claro. Como si eso funcionara con tu madre, James. Es una mujer siempre abierta a las sugerencias.

Él se encogió de hombros y me tendió la mano para que le pusiera un poco de champú en la palma.

– Se quejará un poco, y ya está.

Lo que yo quería era que fuera él quien le dijera a su madre que nos dejara en paz, pero sabía que eso no iba a ocurrir. A él, el hijo que nunca hacía nada mal, le importaba un bledo si sus padres se enfadaban. No era su problema. Así, impotente y consciente de que yo tenía la culpa, me tragué la ira y me concentré en lavarme el pelo.

– Vamos a quedarnos sin agua caliente.

Ya empezaba a salir tibia. Nos dimos prisa en terminar de lavarnos, compartimos la esponja y el gel, jugueteando también además de lavarnos. James cerró el grifo mientras yo alcanzaba dos gruesas toallas del armario situado junto a la ducha. Le pasé una, pero antes de que me diera tiempo a empezar a secarme, James me sujetó de una muñeca y me atrajo hacia él.

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