Anne Winston - Negocio Arriesgado

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Solo quedaban unas semanas para Navidad y Sylvie Bennet estaba a punto de perder un empleo que le encantaba y la única familia que había tenido en toda su vida… todo gracias al guapísimo Marcus Grey. Seguramente, Marcus tenía sus razones para querer hacerse con la empresa, pero ella estaba empeñada en hacer todo lo que fuera necesario para detenerlo, incluso si eso significaba tener que pasar mucho tiempo con él… a solas, y lejos de la oficina. Después de todo, era por el bien de la empresa… ¿qué importaba si a cambio perdía algo más importante, como su corazón?

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La sala estalló en vítores. Rose quedó en silencio y sonrió, esperando a que el ruido fuera remitiendo poco a poco.

– No obstante, también planeamos añadir una rama, que ofrecerá hermosas joyas, más asequibles, para el público en general. Mi filosofía es muy diferente de la de mi padre. Creo que todo el mundo debería poder disfrutar de las joyas y nuestra nueva línea se ocupará de fomentar ese hecho.

Para cuando terminó su discurso, todos los empleados estaban de pie, aplaudiendo y silbando de alegría mientras Rose y Marcus sellaban aquellas palabras dándose la mano.

Cuando todo el mundo volvió a sentarse, Marcus retomó la palabra y explicó con más detalle el concepto que habían creado y respondió a las preguntas que los empleados quisieron hacer sobre aquel plan. Sylvie, de nuevo, evitó mirarlo. Afortunadamente, había una mujer con una larga melena rubia que la ayudaba a ocultarse. Decidió concentrar su energía en otras cosas, como las características de su nuevo trabajo. Le resultaba muy difícil creer que Rose fuera una de las dueñas de Colette, que Rose fuera una Colette. Sylvie recordó, divertida, que había llegado a pensar que Rose atravesaba dificultades económicas, cuando tal vez podría comprar varias empresas si quería. Sin embargo, conociéndola, seguro que canalizaba gran parte de sus ingresos a obras benéficas.

Sylvie se quedó helada. Por supuesto. Aquello era exactamente lo que Rose había hecho, y una de esas obras benéficas se llamaba Sylvie Bennett. Comprendió que su beca para la universidad no había sido casualidad, como tampoco que Colette la hubiera aceptado inmediatamente ni que hubiera encontrado un hermoso apartamento por el que pagaba una módica renta… Rose era una mujer maravillosa.

La reunión terminó poco antes de las cinco. En el momento en que Marcus terminó su discurso, todos los empleados se acercaron para hablar con Rose o con él. Entonces, Sylvie se volvió a Meredith.

– Te veré a la hora de cenar.

– Me he enterado que has dimitido. No me lo creía hasta ahora, pero es cierto, ¿verdad? -dijo su amiga. Sylvie asintió-. ¿Por qué? Creía que Marcus y tú…

– No, por favor -le suplicó Sylvie, levantando una mano-. No lo hagas.

Antes de que su amiga pudiera decir nada más, se marchó de la sala.

Acudió al apartamento de Rose a las seis, tal y como se había decidido. Cuando Rose le abrió la puerta, Sylvie se acercó a ella y la abrazó. Al sentir que la mujer la rodeaba con sus brazos, sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

– Gracias -susurró Sylvie-. Por todo.

– Gracias a ti, querida niña -replicó Rose-. Una de mis mayores penas fue que Mitch y yo no pudiéramos tener hijos. Desde que tú y yo nos encontramos, me he dado cuenta de que la biología cuenta muy poco a la hora de amar a un niño. Verte progresar en la vida ha sido una de las mayores alegrías de mi vida.

Sylvie trató de hablar, pero le resultó imposible. Tenía miedo de desmoronarse y echarse a llorar como una niña. Finalmente, Rose la abrazó y la llevó al comedor.

– Vamos con las otras. Ya tendremos tiempo de hablar después.

Lila, Meredith y Jayne ya estaban allí. Cuando Rose y Sylvie entraron en la habitación, las tres quedaron en silencio.

– Dejadme adivinar -dijo Sylvie, tratando de bromear-. No estabais hablando del tiempo, ¿verdad?

Lila se sonrojó y Meredith pareció muy apenada. Sin embargo, Jayne le sonrió.

– Estábamos compartiendo lo que sabemos sobre ti. Dado que no nos has dicho nada, nos vemos reducidas a intercambiar rumores.

– Prometo explicároslo todo, pero, en estos momentos, me muero por escuchar la verdadera historia de Rose Carson.

– Apoyo la moción -afirmó Meredith, levantando la copa en su honor.

Sylvie se relajó un poco. Lo último que quería era contarles a sus amigas los acontecimientos que la iban a llevar a California. No sentía entusiasmo alguno por su nuevo puesto y tenía miedo de que se le notara. Con suerte, se podría escapar de contarlo todo aquella noche.

Mientras cenaban, admiraron el árbol de Navidad de Rose, que estaba adornado con unas figuras de frutas muy antiguas.

– Llevan muchas generaciones en mi familia -les explicó Rose.

Entonces, les habló de su infancia. Había sido hija única, inmersa en el negocio de joyas de su familia.

– Sabía que, algún día, la empresa sería mía, aunque yo era una niña algo difícil. No siempre aprecié las oportunidades que se me daban, pero al fin, senté la cabeza y empecé a trabajar en los puestos más inferiores de la empresa, tal y como creía mi padre que debería hacer. No mucho tiempo después, empecé a trabajar en el departamento de diseño, y creé un broche realizado con ámbar y varios metales preciosos…

– ¿Nuestro broche? -preguntó Lila.

– El mismo -respondió Rose-. A mi padre no le gustó. Dijo que no encajaba con el estilo de Colette. El diseñador jefe fue un poco más amable conmigo. Me dijo que mi trabajo estaba por delante de su tiempo. Yo discutí con mi padre y tuvimos una fuerte confrontación. Me sentí como lo había hecho cuando era una niña rebelde, siempre desilusionando a todos, sobre todo a mis padres, y me marché del despacho. Me fui andando a mi casa, pero, cuando salía de la empresa, me encontré con un joven que había empezado a trabajar hacía poco en la sección de ventas -añadió, con una dulce sonrisa, que revelaba la belleza que Rose debía haber tenido veinte años atrás-. De hecho, me choqué con él y los dos caímos al suelo…

– ¿Fue amor a primera vista? -quiso saber Meredith.

– Sí. Se llamaba Mitch Carson. Lo primero que hizo cuando me ayudó a ponerme de pie fue alabar el broche que yo llevaba puesto. Supe enseguida que cualquier hombre que pudiera ver el valor de mi diseño era un hombre especial. Además, a mí Mitch me pareció el hombre más sexy que había conocido hasta entonces. ¡Quise arrojarme entre sus brazos y pedirle que me besara!

– ¡Qué romántico! -suspiró Lila.

– Efectivamente, era el hombre más romántico que he conocido nunca -susurró Rose, mirando los anillos de diamantes que llevaba puestos-, pero a mis padres no les gustó. Él me animaba a experimentar con mis diseños. Me llevaba a navegar, a bailar y a las carreras, actividades que mis padres no aprobaban.

– ¿Por qué? -preguntó Sylvie, pensando en los momentos que había pasado bailando con Marcus. Aquellos recuerdos le durarían a ella también toda la vida.

– Creo que tenían miedo de que me divirtiera demasiado -respondió Rose-. Mis padres eran muy estrictos y anticuados.

– Es increíble -apostilló Jayne-. Tú no eres así.

– De eso puedes darle las gracias a Mitch. Mis padres amenazaron con desheredarme si seguía con él. Sabía que si los escuchaba me convertiría en una mujer conservadora y gruñona como ellos, así que nos fugamos. Cuando mi padre se enteró, amenazó de nuevo con desheredarme, pero Mitch y yo nos mudamos a California. Nunca volví a tener noticias de mi padre, aunque mi madre me dijo años después que había lamentado mucho no volver a verme. Sin embargo, era demasiado orgulloso para admitir que se había equivocado.

– Entonces, ¿qué te trajo de nuevo a Youngsville? -preguntó Meredith.

– Mitch y yo pasamos treinta maravillosos años juntos. Lo único que hubiera aumentado nuestra felicidad habría sido tener un hijo, pero no pudo ser. Entonces, él murió en un accidente náutico antes de cumplir los cincuenta.

Un profundo silencio reinaba en la sala. Sylvie se acercó un poco más a Rose para rodearla con un brazo.

– Lo sentimos mucho -musitó.

– Yo no -afirmó Rose-. Mitch y yo nos queríamos mucho. Yo no habría cambiado ni uno solo de nuestros días juntos. Era un hombre vital, vibrante, que recibía cada día a una velocidad de vértigo. Yo no habría tratado de cambiarlo aunque hubiera sabido cómo iba a terminar.

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