Anne Marie Winston
Negocio Arriesgado
Sylvie Bennett cerró la puerta del 4A y empezó a bajar las escaleras de su edificio de apartamentos, situado en el 20 de Amber Court. Cuando llegó a lo alto de la majestuosa escalinata de mármol que conducía al vestíbulo, aminoró el paso. A través de los cristales que rodeaban la pesada puerta principal, vio que empezaba a nevar copiosamente sobre su ciudad natal, Youngsville, en Indiana.
«Estupendo», pensó, muy enojada. Una tormenta de nieve era lo último que necesitaba aquel día. Normalmente, le gustaba ir andando a trabajar en vez de tomar el autobús, pero, aquella mañana en particular, quería tener un aspecto elegante y profesional. Unas mejillas enrojecidas y el pelo alborotado no encajaban en absoluto con aquel perfil.
Su espíritu, normalmente muy alegre, se hundió un poco más cuando pensó en lo que tenía la intención de hacer aquel día. Era muy probable que, aquella noche, volviera a casa sin trabajo.
– ¡Sylvie! ¡Buenos días!
Su mal humor desapareció al ver a su patrona, Rose Carson. Un bonito vestido de franela cubría las generosas curvas de la mujer. Tenía un aspecto cálido y accesible, como para darle un abrazo. Si Sylvie hubiera soñado alguna vez tener una madre, lo que no se había permitido hacer desde hacía mucho tiempo, Rose habría sido la candidata perfecta. Sylvie valoraba mucho su amistad.
– Hola, ¿cómo estás esta mañana? -preguntó la joven, mientras bajaba las escaleras y se acercaba a la puerta de Rose. La mujer estaba allí de pie, con su periódico en la mano.
– Estoy estupenda -respondió Rose, alegremente-. ¡Me da la sensación de que hoy va a ocurrir algo maravilloso!
Sylvie sonrió tristemente al recordar sus pensamientos de solo hacía unos pocos segundos antes.
– Ojalá -respondió, mientras colocaba el abrigo sobre la barandilla y se empezaba a poner la bufanda.
– Es un traje precioso, querida -comentó Rose, tocándole suavemente una de las solapas-. Sin embargo, si me perdonas que te lo diga, creo que necesitas algo que le dé vida.
– Probablemente, pero las joyas buenas que tengo cabrían en la cabeza de un alfiler.
– ¡Deberías avergonzarte, jovencita! ¿Trabajas para una de las empresas de joyería más prestigiosas del país y no tienes joyas propias? -preguntó. Entonces, levantó la mano para indicarle que esperara-. Yo tengo lo que necesitas.
– Rose, no tienes que…
La mujer ya había desaparecido en el interior de su apartamento antes de que Sylvie completara su frase. Volvió a salir enseguida.
– Aquí tienes.
Rose tenía entre los dedos un espectacular broche, elaborado con metales preciosos. Varias piezas de ámbar brillaban entre otras gemas.
– No podría… ¡oh, es precioso! -exclamó Sylvie, inspeccionando la pieza-. Es una maravilla. ¿Dónde lo encontraste? ¿Quién lo hizo?
– Un diseñador que conocí hace mucho tiempo -respondió Rose, mientras colocaba el broche contra la solapa de la chaqueta de Sylvie-. Esto es exactamente lo que necesitas hoy.
– No podría. Es demasiado valioso…
– Y no hace nada más que atrapar polvo en mi joyero -le interrumpió Rose. Entonces, le prendió el broche sobre la tela-. Mira qué bien queda -añadió, mientras giraba a la joven para que pudiera verse en el espejo que había en el vestíbulo.
– Tienes razón. Es perfecto -susurró Sylvie, tocando suavemente el broche con un dedo. Aquel día necesitaba toda la confianza en sí misma que pudiera reunir. Tal vez, solo en aquella ocasión, debería tomar prestado el broche-. De acuerdo. Tú ganas.
Se volvió y besó a Rose en la mejilla.
– ¡Estupendo! Bueno, ahora es mejor que te vayas, querida. Sé que te gusta llegar a tu trabajo temprano y hoy la acera va a estar un poco resbaladiza, a juzgar por lo que he visto desde mi ventana.
Sylvie asintió y terminó de anudarse la bufanda alrededor del cuello. Entonces, se puso el abrigo y se colocó bien la capucha sobre la cabeza.
– Deséame suerte. Hoy tengo una reunión muy importante -dijo Sylvie. Aquello no era una mentira. El hecho de que no la hubieran invitado a la reunión no venía al caso.
– Buena suerte -replicó Rose, cruzando los dedos de ambas manos-. Con ese broche, casi te la puedo garantizar.
Sylvie abrió la puerta principal y la cerró con mucho cuidado para que no diera portazo.
– Gracias de nuevo, Rose. Hasta esta noche.
– ¡Un momento, señor Grey! Lo que está proponiendo tal vez sea legal, pero también es inmoral.
Dos horas después de llegar a su trabajo, Sylvie irrumpió en la sala de conferencias y se dirigió con decisión hasta la enorme mesa alrededor de la que estaban sentados los miembros del consejo de Colette Inc., la compañía de joyas para la que ella llevaba trabajando desde hacía cinco años, la empresa en la que, por primera vez en su vida, sentía que encajaba. Colette y sus empleados eran su familia y nadie iba a meterse con la familia de Sylvie.
Como respuesta a su intrusión, se levantó un murmullo de sorpresa en la sala, pero Sylvie casi ni se dio cuenta. Toda su atención estaba centrada en el hombre que se estaba poniendo lentamente de pie en la cabecera de la mesa. Entonces, sintió que el estómago se le hacía un manojo de nervios. Sin embargo, alguien tenía que actuar.
Miró fijamente a Marcus Grey, el cretino sin ética que estaba tratando de arruinar a Colette. A medida que se fue acercando y la mirada de él se cruzó con la suya, sintió otra sensación en el estómago. Aquel hombre no parecía el que había visto en las pocas fotografías que habían salido en los periódicos. En realidad, no parecía la imagen del ogro que se había creado en su propia imaginación. En vez de ogro, parecía un príncipe…
Sintió una fuerte sensación de pura atracción física. El hombre tenía una potente mandíbula, con una protuberante barbilla, fuertes y blancos dientes y bien afeitadas mejillas. Su piel estaba ligeramente bronceada, lo que se combinaba perfectamente con su cabello oscuro. Demasiado perfectamente. El color hacía que sus verdes ojos relucieran con la brillantez de una esmeralda. Bajo la recta nariz había una amplia boca, de finos labios, que se estaba curvando en aquel momento en un gesto de diversión completamente inapropiado.
Sintió que las mejillas se le cubrían de rubor al devolverle la mirada. ¿Y qué si aquel hombre era tan guapo? Seguía siendo un ogro.
Él la miró durante un largo rato, sin romper el contacto visual. Sylvie decidió que ella tampoco lo haría. Los hombres de negocios eran como perros, el que sostenía durante más tiempo la mirada era el dominante, por lo que decidió que preferiría quedarse ciega antes de ceder ni un milímetro. Sin embargo, a medida que los ojos de aquel hombre continuaron devorándola, la sensación le resultó tan turbadora que finalmente tuvo que apartar la mirada. Decidió que, afortunadamente, no pertenecía al género canino, porque Marcus Grey no iba a dominarla nunca.
– Dado que todavía no he propuesto nada, no veo la inmoralidad de asistir a una reunión del consejo de dirección. Yo soy el socio mayoritario -dijo Grey, con voz fría y sosegada.
– Conozco todos sus esquemas -replicó Sylvie, al tiempo que se detenía delante de él. Mientras hablaba, sacudía el dedo índice delante de su cara-. Todos las conocemos. En Colette, todos los empleados somos una familia, señor Grey, y no vamos a permitirle que nos destruya.
Él levantó las cejas. Con mucha deliberación, la miró de arriba abajo, deteniéndose ligeramente sobre su pecho antes de seguir bajando. Sylvie se puso furiosa. Tuvo que contener la necesidad de pegarle una buena patada en cierta parte de su cuerpo, lo que le impediría volver a mirar a otra mujer de aquella manera durante bastante tiempo. No obstante, al mismo tiempo, sintió como si la mirada le hubiera dejado un rastro de fuego sobre cada parte que había contemplado.
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