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Linda Howard: Prisionera

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Linda Howard Prisionera

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Annie Parker había viajado al Oeste con el fin de cumplir por fin su sueño de ayudar a los demás. Todo parece marchar según lo previsto hasta que un día irrumpe en su vida un peligroso y atractivo forajido que cambiará su mundo para siempre, y que conseguirá hacerla suya en cuerpo y alma. Rafe McCay, un duro e implacable pistolero, lleva una existencia fría y vacía desde que fue acusado injustamente de asesinato. Malherido, se ve obligado a tomar a Annie como prisionera sin saber que con aquella acción estará sellando su destino. Nunca hubiera podido imaginar que la dulce e inocente joven se metería como fuego bajo su piel… en su sangre… en su corazón… La salvaje y fiera pasión que estalla entre ellos los conducirá por peligrosos caminos en los que ambos podrían encontrar la destrucción… o el amor.

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El banquero escuchó a Atwater resumir brevemente la razón de su presencia allí, y sólo entonces abrió la carta de Jefferson Davis. Tenía treinta y cuatro años, la edad de Rafe, pero ya había establecido las bases para un imperio financiero que estaba totalmente decidido a controlar. Su fuerza se veía reflejada en sus ojos. Era hijo de un banquero y comprendía a la perfección las sutilezas del negocio. Incluso su silueta, que ya daba señales de una próspera corpulencia, le daba el aspecto de un banquero.

– Esto es increíble -afirmó finalmente, dejando a un lado la carta y cogiendo los documentos para estudiarlos. Miraba a Rafe con la clase de respeto cauteloso que uno tiene por un animal peligroso-. Ha conseguido eludir lo que podría equipararse a un ejército durante cuatro años. Es usted un hombre formidable, señor McCay.

– Todos sabemos cuál es el terreno en el que mejor nos movemos. En su caso, señor Morgan, creo que son las salas de juntas.

– El señor Davis piensa que es justo ahí donde se puede controlar mejor al señor Vanderbilt. Y creo que tiene razón. El dinero es lo único que el señor Vanderbilt comprende, lo único que respeta. Será un honor para mí ayudarle, señor McCay. Lo que esto demuestra es… nauseabundo. Confío en que podrá eludir a sus perseguidores unos pocos días más.

A J. P Morgan le costó ocho días arreglar el tipo de apoyo que necesitaba, consciente de que el secreto para ganar batallas era no luchar hasta que no se dispusiera de las armas necesarias para vencer. El banquero contaba con esas armas cuando concertó una cita para encontrarse con Vanderbilt, y ya estaba pensando en otra batalla que tenía en mente, una que duraría años y que le hubiera sido imposible ganar sin esos documentos.

Annie estaba casi enferma por la tensión, consciente de que todo dependía de esa reunión. La siguiente media hora decidiría si ella y Rafe podrían disfrutar de una vida normal o si se verían obligados a seguir huyendo para siempre. Él hubiera preferido que ella se quedara en el hotel, pero Annie se jugaba demasiado para ser capaz de hacerlo y, al final, Rafe cedió, quizá dándose cuenta de que la angustia de la espera sería peor para ella que saber qué estaba sucediendo.

Sin querer dejar nada al azar, Rafe se guardó el revólver en la espalda y, de camino al despacho del comodoro Vanderbilt, escudriñó las caras de los empleados que poblaban las salas.

– ¿Has visto a ese tal Winslow? -siseó el marshal, que también había estado atento.

Rafe hizo un gesto negativo con la cabeza. El despacho de Vanderbilt estaba lujosamente amueblado, con un estilo mucho más ostentoso que el de Morgan. La oficina del banquero transmitía prosperidad y confianza mientras que la de Cornelius Vanderbilt pretendía exhibir su riqueza. Había una alfombra de seda en el suelo y una araña de cristal colgando del techo; el tapizado de las sillas se había confeccionado con la más excelente piel y las paredes eran de la más suntuosa caoba. Annie casi había esperado encontrarse con un ser diabólico que lanzara miradas lascivas y crueles desde su gran sillón tras el enorme escritorio, pero, en lugar de eso, se encontró con un anciano de pelo blanco que parecía debilitado por la edad. Sólo sus ojos insinuaban todavía la crueldad que había utilizado como un látigo para erigir su imperio.

Vanderbilt pareció sorprendido por las cuatro personas que habían entrado en su despacho, ya que esperaba encontrarse sólo con Morgan, un banquero con el suficiente poder como para dignarse a recibirlo. Sin embargo, ejerció de buen anfitrión antes de que la conversación pasara a temas de negocios. De hecho, siempre se trataba de negocios, ¿por qué otra razón habría solicitado un banquero una cita con él? Para Vanderbilt era un orgullo que Morgan hubiera ido a verle, en lugar de esperar que él visitara sus oficinas. Eso revelaba exactamente quién tenía más poder. El comodoro sacó su reloj y lo miró, indicándoles que su tiempo era valioso.

Morgan captó el gesto.

– No le quitaremos mucho tiempo. Le presento a Noah Atwater, marshal de los Estados Unidos, y al señor Rafferty McCay y a su esposa.

– ¿Un marshal? -Vanderbilt examinó el poco atractivo rostro de Atwater y lo desechó considerando que no tenía mayor importancia-. Sí, sí, continúe -añadió impacientemente.

Los cuatro habían estado observándolo con atención, y Annie se quedó perpleja ante su absoluta falta de respuesta al oír el nombre de Rafe. Alguien que había gastado una considerable fortuna intentando encontrar a un hombre para matarlo, debería recordar el nombre de su presa.

Sin mediar palabra, Morgan dejó los documentos sobre el escritorio de Vanderbilt. No eran los originales, sino fieles copias. Lo que importaba era que el comodoro supiera que tenían esa información.

Vanderbilt cogió la primera hoja con un gesto ligeramente aburrido. Le costó sólo unos pocos segundos darse cuenta de qué estaba leyendo y luego paseó su mirada de Morgan a Atwater.

– Comprendo. -Se incorporó sentándose muy erguido-. ¿Cuánto quieren?

– Esto no es un chantaje -aclaró Morgan-. Al menos, no se trata de dinero. ¿Estoy en lo correcto cuando asumo que no ha reconocido el nombre del señor McCay?

– Por supuesto que no -le espetó Vanderbilt-. ¿Por qué debería haberlo hecho?

– Porque usted ha estado intentando que lo mataran durante cuatro años.

– Nunca he oído hablar de él. ¿Por qué debería importarme su muerte? Y, ¿qué tiene que ver eso con estos papeles?

Morgan estudió al anciano por un momento. Vanderbilt ni siquiera había hecho un mínimo esfuerzo por negar el contenido de los documentos.

– Es usted un traidor -afirmó en voz baja-. Esta información podría llevarle frente a un pelotón de fusilamiento.

– Soy un hombre de negocios que se limita a obtener beneficios. Esto… -señaló los papeles-…es una suma insignificante comparada con los beneficios que generó. El Norte no corría ningún riesgo de perder la guerra, señor Morgan.

El razonamiento de Vanderbilt tensó a Rafe, que deseaba con todas sus fuerzas aplastar su puño contra la cara de aquel hombre.

De una forma muy concisa, Morgan le relató los acontecimientos que se habían producido cuatro años antes, y los ojos de Vanderbilt se movieron nerviosos de Rafe a Atwater. Annie se dio cuenta de que esperaba que lo arrestaran.

Cuando Morgan hubo terminado, Vanderbilt respondió con impaciencia:

– No sé de qué me está hablando. Yo no tengo nada que ver con todo eso.

– ¿No sabía que los documentos se habían guardado, y que el joven Tilghman sabía dónde estaban?

Vanderbilt lo fulminó con la mirada.

– Winslow me informó de ello, sí. Le ordené que se ocupara de ello y di por sentado que lo había hecho, ya que nunca volví a oír nada al respecto.

– Winslow -repitió Morgan-. Se refiere a Parker Winslow, supongo.

– Sí. Es mi asistente.

– Nos gustaría hablar con él.

Vanderbilt llamó a un timbre y, al instante, su secretario abrió la puerta.

– Vaya a buscar a Winslow -bramó el comodoro, haciendo que el hombre se retirara a toda prisa.

La puerta volvió a abrirse unos cinco minutos más tarde. Todos habían permanecido en un denso silencio, a la espera de la nueva llegada. Rafe, deliberadamente, no se dio la vuelta cuando oyó pasos acercándose. Se imaginó a Winslow con el mismo aspecto que había tenido cuatro años antes: delgado, impecablemente vestido, con su pelo rubio volviéndose gris. El perfecto hombre de negocios. ¿Quién habría pensado alguna vez que Parker Winslow podría ser un asesino?

– ¿Me ha llamado, señor?

– Sí. ¿Conoce a alguno de estos caballeros, Winslow?

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