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Christie Ridgway: La apuesta de la novia

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Christie Ridgway La apuesta de la novia

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Cansada de ser siempre la dama de honor, Francesca Milano se apostó con su familia que en la próxima boda sería ella la novia. Para ello empezó a tomar lecciones de seducción de Brett Swenson, su irresistible vecino, y pronto descubrió que quería entregarse a él, el único hombre al que siempre había amado. Pero Brett era un soltero empedernido, ¿querría aceptarla como esposa una vez que la hiciera su amante? Y el premio era… ¿una boda?

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Mujeres, relaciones, amor. Tras la muerte de Patricia, Brett había llorado a la que había sido su chica desde el instituto. Aunque su luto había terminado, había decidido que no se volvería a involucrar en la vida de una mujer. Podía producirle mucho dolor.

– ¿Brett? -Cario hizo una mueca-. Espero no haber dicho nada inapropiado.

Brett sacudió una mano para intentar tranquilizar a ›u amigo.

– No te preocupes por eso.

– Entonces concédeme un segundo más. Por lo que veo en tu cara, creo que necesitas el mismo consejo que me he estado dando a mí mismo.

Brett levantó una ceja.

– Anímate.

– ¿Qué me anime? -repitió Brett, pensando en qué habría llevado a Cario a unos pensamientos tan profundos.

– Sí, una palabra necesaria para vivir -dijo sin más.

Tenía que animarse… realmente había estado preocupándose por nada. Se habían besado, un beso muy placentero, pero había sido un simple beso. No había que darle mayor importancia y no tenía por qué cambiar las cosas entre Francesca y él. Si era capaz de mantener su pensamiento alejado de su boca y centrado en la apuesta, aún podría ayudarla. Y sin provocar daños.

Cuando Brett llegó al aparcamiento del edificio esa tarde, ya había borrado casi del todo el beso de su pensamiento y estaba casi listo para seguir con su plan para ganar la apuesta. Ocupado en guardarse el móvil en el bolsillo y sujetar el maletín a la vez, no se dio cuenta de que los pies de Francesca sobresalían por debajo de su viejo todoterreno rojo y blanco, y tropezó con ellos.

Un grito de: «¡Cuidado por dónde pisas!», salió de debajo del coche, característico y directo.

Él sonrió. Esta Francesca sí era la misma que le había ganado al hockey, la chicazo que podía cambiar el aceite del coche como un profesional. Esta era la Francesca con la que podía controlar sus reacciones.

Con la puntera del zapato frotó ligeramente la suela de las sandalias de ella:

– Buenas tardes, ¿eh?

Sus piernas se quedaron rígidas. No demasiado, pero lo suficiente como para que él adivinara que ella estaba pensando en cómo había acabado la noche anterior. Lo cual, maldición, le hizo empezar a pensar también a él en ello.

– Ah, hola -respondió ella.

Llevaba unos pantalones viejos y manchados de pintura cortados por los muslos que dejaban a la vista sus largas piernas. Redondeadas, femeninas y morenas. Cuando las miraba, Brett descubrió la cicatriz que ella tenía en una rodilla, eso le recordó a la antigua Francesca y le hizo sonreír.

– ¿Has tenido un buen día? -preguntó él.

– Sí. ¿Y tú? -su voz sonaba algo extraña. Una de los, o estaba teniendo problemas para abrir el depósito del aceite o se sentía incómoda en su presencia. Y todo por culpa del beso.

Decidió ignorar esa posibilidad y se cambió el maletín de mano.

– Oye, acerca de lo de anoche…

Un ruido salido de debajo del coche le interrumpió.

– Estás bien -preguntó él, preocupado.

– Sí, sí, no pasa nada.

Había pensado decirle que se lo había pasado muy bien la noche anterior y preguntarle si quería salir otro lía, pero su voz había sonado muy extraña. Si era él quien provocaba que estuviera tan incómoda, si no podían superar aquella explosión salvaje de pasión…

Frustrado, se quedó mirando aquellas piernas. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Echarse atrás? ¿Seguir adelante? Maldición. Odiaba tener que tomar decisiones sin meditarlas, pero no podía tener ni idea e lo que ella estaba pensando si sólo podía verle desde los muslos hasta los dedos de los pies.

– Francesca – empezó de nuevo.

Los dedos de los pies… se acababa de dar cuenta de que se había pintado las uñas de los dedos de los pies, de color rosa claro, y evidentemente no era una experta. En algunos sitios se había salido un poco.

– ¿Qué? -dijo ella, aún debajo del coche.

– Yo… yo -el pequeño detalle de las uñas le había impactado tanto que a duras penas podía hablar.

Pero tampoco podía dejar que otro hombre rompiera su corazón.

– Quería preguntarte si estás libre para cenar este fin de semana -dijo él.

Eso la hizo salir y él pudo verla entera por fin, con la camiseta y las manos manchadas de grasa hasta la correa de plástico de su reloj. Tenía los ojos oscuros muy abiertos y una mancha negra le cruzaba una mejilla. Brett casi pudo ignorar el color rosado de sus labios. Sí, podían volver a salir, a nadie le haría daño.

En la cocina de su padre, Francesca se secó las manos contra el delantal que se había puesto encima del vestido nuevo. Cario miró con gula a la fuente de picatostes lista para añadir a la ensalada que acompañaría a la lasaña y al pan de ajo de la cena del sábado.

Los dedos de Cario se acercaban peligrosamente a la comida, pero Francesca, atenta, le dio un golpe en la mano a tiempo.

– ¡Ay!

Cario le lanzó una mirada terrible.

– Lo siento, ¡no me puedo contener! ¿Es que Pop ha invitado al obispo a cenar?

Francesca meneó la cabeza.

– Sólo Pop y nosotros cinco -se detuvo un segundo-. Y Brett.

– Mmmm -Cario se había puesto a inspeccionar la nevera y no parecía que la noticia le hubiera afectado.

En realidad, la que estaba afectada era ella, por su cita… y por su beso. Qué beso…

Debería ser obligatorio por ley que toda mujer fuera besada así al menos una vez en su vida. Un beso primero dulce y después apasionado del hombre con 2l que habían soñado toda su vida. Algunas mujeres Regirían a un actor o un deportista famoso, pero Francesca se quedaría con Brett Swenson.

Y esa era la parte peliaguda de la cuestión, puesto que no podía esperar besos así de él todos los días. Era cierto que le había pedido una cita, que la había besado y después le había vuelto a pedir otra cita, pero eso no significaba que se sintiera atraído hacia ella, sino más bien que se sentía solo y aún se estaba recuperando del duro golpe de la pérdida de Patricia.

Lo único que quería era compañía.

Pero ahora era distinto. Ya no era una niña cuya ilusión era que él la mirara, ahora era una mujer que había decidido empezar a actuar como tal.

Había empezado a usar tacones de vez en cuando, pero él aún seguía fuera de su alcance, así que cuando la invitó a salir por segunda vez decidió luchar contra 2I impulso pasional que la hubiera llevado a gritar «¡Sí!» y, en su lugar, decidió invitarle a cenar con toda su familia.

Francesca miró a Cario, que parecía a punto de beber un trago directamente del cartón de leche. Al notar que ella lo estaba mirando, se echó atrás y buscó un vaso. Entre hombres, había que tener mil ojos y Francesca pensó que estaría más segura considerando a Brett como a uno más de sus hermanos. Sólo uno más.

Al principio llevó bien su propósito: cuando él apareció en la casa, ignoró con valentía aquellos ojos tan azules. Cuando le dio la botella de vino que había llevado, se aseguró de que sus dedos no se tocaran, y cuando se sentaron a la mesa, y sus hermanos alucinaron al ver que Brett le ofrecía la silla en frente de su padre, a la cabecera de la mesa.

Francesca miró a su alrededor con satisfacción a esa gran familia de varones, Brett incluido, mientras se abalanzaban sobre la cena que ella intentaba cocinar para ellos una vez a la semana.

Brett, sentado a su derecha, se ofreció a servirle la ensalada, y ella de algún modo logró interpretar aquello como un gesto fraternal.

Entonces Pop interrumpió el entrechocar de cubiertos y vajilla para dirigirse a Francesca:

– Franny, aún no te has quitado el delantal.

Automáticamente, ella se echó las manos a la espalda para desatarse el cordón, y quitárselo, pero se quedó helada al darse cuenta de que todas las miradas se dirigían hacia ella. No le gustaba nada sentarse a la mesa con el delantal puesto, pero normalmente debajo no llevaba nada muy distinto. Aquella noche, Elise la había convencido para que estrenara un vestido. Era rosa con estampados exóticos y nadie le había quitado todavía los ojos de encima. Cinco pares de ojos oscuros y otro de ojos azul hielo.

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