Con movimientos medidos, Jilly acomodó sobre la mesa varios frascos de perfume de colores vivos.
– Vamos, Jilly, ¿qué te ha parecido?
Jilly movió involuntariamente la mano y los frascos cayeron como bolos. Dirigió a su amiga una mirada de desesperación.
– Deja de preguntar tonterías, ¿qué supones que me ha parecido? Me crió una puritana y me educaron las monjas, por lo que no puede decirse que esté preparada para formarme una opinión sobre un hombre de sus características.
Esa era exactamente la razón por la cual lo había descartado de sus pensamientos. Aunque su abuela no era católica, Jilly había estudiado en la escuela Nuestra Señora de la Paz porque era el centro más riguroso, mejor dicho, el centro de preescolar a bachillerato más rígido que existía en la zona de la bahía de San Francisco. Tras las frías paredes del antiguo convento, Jilly y sus compañeras igualmente intimidadas recibieron clases de las hermanas Teresa, Bernadette y María Guadalupe, pero jamás aprendieron nada sobre los hombres.
En cuanto colocó los frascos de perfume en su sitio, Jilly se apartó de la mesa por temor a que otro movimiento torpe pusiera de manifiesto su absurda agitación. Cogió unas botas Frye de los años setenta, con puntera reforzada, y las colocó en el suelo, junto a la mecedora. Los vaqueros acampanados, de la misma época, cayeron sobre el asiento y el respaldo quedó cubierto por una camiseta teñida con los colores del arco iris. Retrocedió varios pasos y evaluó el resultado. De izquierda a derecha aludía a una mujer recatada de comienzos del siglo XX que se transformaba en una tía hiperelegante del nuevo milenio. Era exactamente lo que había planificado…
… aunque con dos notables excepciones. Deseosa de terminar el trabajo, montó a toda velocidad la escalera de aluminio. Kim se dirigió a la trastienda y se apresuró a regresar con los últimos elementos del nuevo escaparate. Jilly sonrió de oreja a oreja. Hacía cerca de noventa segundos que Kim guardaba silencio y, con un poco de suerte, la tarea que se traían entre manos impediría que siguiese indagando acerca de Rory.
Jilly subió la escalera y estiró los brazos hacia Kim. Su amiga le dio una burbuja de plástico transparente del tamaño de una pelota de voleibol que en lo alto tenía una pequeña anilla de plástico a la que habían anudado un trozo de hilo de pescar. En el interior de la burbuja se encontraba la contribución de Kim al escaparate. Jilly le había encargado que buscara en internet dos fotos adecuadas: una de un galán de principios del siglo XX y la otra de un tío bueno de rabiosa actualidad. Cada burbuja de plástico contenía la foto ampliada e impresa de un hombre.
Jilly ató el hilo de pescar al angelito enroscado en el techo, justo encima del baño de asiento. Sonrió y giró la burbuja para contemplar el bigote daliniano y las apuestas facciones de la foto. Llegó a la conclusión de que era perfecto: parecía la espumosa burbuja de la fantasía de una mujer, colgada sobre el baño de asiento.
Jilly estiró los brazos hacia la otra burbuja de plástico. Kim carraspeó, pero su amiga ni siquiera la miró, ya que se concentró en atar la segunda burbuja un poco más alta que la primera. Se dio por satisfecha; ya había bajado más de la mitad de la escalera cuando se le ocurrió mirar la imagen de la segunda burbuja, la de la fantasía femenina moderna. Frenó en seco.
Kim volvió a carraspear e inquirió:
– ¿Qué te parece?
Jilly parpadeó y estudió la foto otra vez. En el interior de la burbuja estaba Rory, mejor dicho, la cara de Rory.
– Mientras buscaba por la red me topé con esa foto -explicó Kim. Sus palabras no penetraron en las orejas de Jilly; todo lo que sabía sobre el Rory Kincaid de carne y hueso aparecía en su mente, con colores intensos, nítidos e irreprimiblemente vivos-. Vale, ya está bien. -Kim movió la mano para sacar a Jilly del trance-. ¿Qué te parece?
Jilly pensó que tenía un grave problema porque cada vez le resultaba más difícil pasar por alto la extraña fantasía que despertaba la mera mención de su nombre. No sabía por qué motivo una mujer como ella tenía semejante fantasía y, además, era incapaz de ahuyentarla. Incluso en ese momento la fantasía cobró alas y…
¡No! Ni podía ni debía dejarse llevar. Sin duda, la locura que experimentaba estaba relacionada con la carencia de alguna vitamina.
Jilly miró a Kim y pidió con voz apremiante:
– ¡Brécol! ¿Tienes brécol?
Kim frunció el ceño.
– ¿Te encuentras bien? ¿Qué te ha pasado en Caidwater?
Jilly tragó saliva. Apenas reparó en que, al bajar de la escalera, no había pisado el suelo de la tarima, sino que se había metido en el baño de asiento. Se había hundido hasta los muslos en falsas burbujas, pero casi ni se había enterado. Tal vez Kim podría ayudarla a encontrar sentido a lo que ocurría.
Bajó la voz y replicó:
– No sé si estoy bien. Me ocurre algo extrañísimo y soy incapaz de entenderlo. Me dirigí a esa casa esperando encontrarme con Bill Gates… -Jilly cerró los ojos y vio a Rory Kincaid, con hombros anchos y caderas prietas, que avanzaba por la calzada a su encuentro, con la magnificencia ultraterrenal de Caidwater como telón de fondo- y… y me topé con un príncipe del desierto, de ojos azules y pelo oscuro.
– ¿Has dicho un príncipe?
– La cosa va de mal en peor. -Con los ojos todavía cerrados, Jilly volvió a tragar y los escalofríos le erizaron la piel-. Tal vez tú puedas explicármelo. Por alguna razón inefable, una fantasía se repite en mi mente. Cada vez que pienso en Rory Kincaid veo a un príncipe del desierto. Imagino a un príncipe del desierto erótico y de mirada ardiente, que me lleva a su castillo moro… en realidad se trata de una lujosa fortaleza, en la que jura que me mantendrá prisionera hasta que ya no me desee. Luego me…
Otro escalofrío recorrió la espalda de Jilly. En ese instante un sonido extraño y sordo la llevó a abrir los ojos y mirar a su amiga. Kim estaba en un tris de partirse de risa. Jilly sintió una gran vergüenza y cerró la boca al tiempo que la comprensión súbita e innegable atravesó los velos de esclava que había estado a punto de describir que llevaba en la fantasía.
¡Por Dios!
Dejó escapar un quejido, se metió en el baño y evitó la mirada cómplice y risueña de Kim sumergiendo la cara en el montón de cosquilleantes burbujas de plástico. ¡Así que ahora fantaseaba con Rory Kincaid! Precisamente con Rory Kincaid, que la había mirado como si estuviera chalada y que se interponía entre su mejor amiga y la hija de su mejor amiga.
Pensándolo bien, no necesitaba que su mejor amiga le explicase lo que ocurría. ¡Castillos moros…! ¡Príncipes de mirada ardiente…! ¡Carne de gallina, cuero cabelludo erizado y una conciencia de su cuerpo que hasta entonces jamás había experimentado…!
Justamente ella, Jilly Skye, criada por una puritana y educada por las monjas, ¡deseaba a Rory Kincaid! Lo deseaba, sentía un deseo totalmente desenfrenado e inapropiado que ya no era un secreto… ni siquiera para sí misma.
El traqueteo del transporte de Jilly Skye, al que Rory no se atrevía a denominar «coche», traspasó el aire matinal e incluso se coló por las gruesas paredes de Caidwater. Apretó el teléfono inalámbrico que llevaba pegado a la oreja y miró a través de la ventana de la biblioteca.
Debió de quejarse en voz alta porque el hombre con el que hablaba, el honorable Benjamin Fitzpatrick, su mentor y actual senador por California, se interrumpió en medio de la frase y preguntó:
– Hijo, ¿qué te pasa? ¿Hay algún problema?
Para entonces Jilly había detenido su monstruo rojo y se había apeado.
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